Memorias de un cortesano de 1815 (15 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: Memorias de un cortesano de 1815
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—Ni en la de nadie —afirmó el duque.

—Pero váyase lo uno por lo otro —dije yo—. Si no cobran, en cambio el Sr. D. Francisco ha decretado la construcción de un hospital de inválidos.

—Es verdad, también tengo esa gloria. Yo he dado ese decreto, y si el hospital no se construye, no es culpa mía.

—Ni mía —repitió maquinalmente Collado.

—A falta de pagas —añadió Eguía con juvenil complacencia—, preparo una disposición, en virtud de la cual, cada año de campaña se cuenta como dos de servicio, lo cual tiene la ventaja de que muchos militares noveles y que ahora empiezan su carrera, pueden retirarse a sus casas con una pingüe cesantía… Vamos, no se quejarán.

—Sobre eso écheles Vd. las cruces recientemente creadas.

—Justamente —dijo D. Francisco—. Miren Vds.: no paré hasta no conseguir el establecimiento de la
Cruz de Lealtad de Valencey
, con la cual se ha premiado a los que acompañaron a Su Majestad, mientras aquí ardía la más feroz de las guerras… En fin, en mi ministerio se ha trabajado. Sólo siento que mis años y achaques no me permitan desplegar mayor actividad, y me alegraré de tener un sucesor que no levante mano hasta poner a nuestro ejército en el pie de magnificencia que le corresponde.

A este punto llegaba, cuando se acercaron a nosotros el ministro de Marina y D. Pedro Ceballos.

—¿Quién va al cuarto del infante D. Antonio? —preguntó D. Baltasar Hidalgo de Cisneros, disponiéndose a salir.

—Corra Vd., corra Vd… —repuso el duque con sandunga—. Su Alteza está muy impaciente por saber el estado de la mar.

—Barcos no tenemos —indicó maliciosamente Ceballos— pero almirante…

—El Almirantazgo ha quedado constituido al fin —dijo Cisneros—, gracias a mis esfuerzos. Por algo se empieza. Hay que tener paciencia.

—Es claro; los barcos se harán después —apunté yo.

—Gracias a Dios —indicó Cisneros—, ya tenemos Almirantazgo. Precisamente acaba este de tomar una determinación importante.

—¿Cuál?

—Ceder al infante los derechos que la corporación percibe. Es una bonita renta.

—Lo que dice Pipaón —manifestó Ceballos—. Tiempo hay de hacer los barcos. La cosa no urge.

Cisneros no habló más y se retiró. Era un viejo caduco y tristón que no infundía ya sentimientos de afecto ni de antipatía. Había estado en el combate de Trafalgar, mandando en la
Trinidad
, como Mayor General de Uriarte. En 1810, hallándose de virrey
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en Buenos-Aires fue débil, tan débil que permitió a los rebeldes formar una junta de gobierno, con tal que le diesen un puesto en ella. Pero los insurgentes americanos, después que se apoderaron del gobierno y de las fuerzas navales, despidieron ignominiosamente a Cisneros. Vuelto a España, no encontró un patíbulo, sino la capitanía general del departamento de Cádiz, que era un buen momio, y después el ministerio de Marina. Cisneros tenía pocos amigos. Apenas le traté, porque su lúgubre tristeza me aburría en extremo.

—Si Cisneros y yo seguimos en Marina y Guerra —afirmó Eguía con petulancia—, hemos de poner a marineros y soldados, como antes dije, en el pie de magnificencia que les corresponde.

—Mientras no se encargue de calzar ese pie de magnificencia el señor duque que está presente… —dijo Ceballos mirando con maliciosa intención a Paquito Córdoba—. Mientras todo el ejército de mar y tierra no vista y coma al compás de los rollizos galanes de la guardia… El señor duque puede comunicar al señor ministro de la Guerra su receta para engordar soldados.

Con estas frases malignas, zahería el astuto ministro de Estado al señor duque de Alagón. Hacía tiempo que no se miraban con buenos ojos.

—La guardia de la Real persona —dijo Paquito Córdoba— come lo que Su Majestad se digna darle. En ella no hay un solo individuo que haya metido su mano en la olla del Rey José, ni en el puchero de las Cortes de Cádiz.

Esta saeta era muy punzante para Ceballos, que desde 1808 se había sentado a todas las mesas. No contestó el ladino cortesano a la insinuación del duque y varió de conversación. Era Ceballos hombre instruidísimo en diplomacia máxima y mínima; muy conocedor de las grandes vías, así como de los callejones de la política. Reservándome para más adelante el trazar su historia, diré aquí tan sólo, que era el más instruido de los que allí estábamos presentes, sumamente listo, de semblante simpático y modales muy finos, como de quien había cursado en diferentes cortes europeas, distinguiéndose además por su aparente dignidad y cordura al tratar las cuestiones de Estado. Detestaba cordialmente la camarilla, a la cual llamaba
vil chusma
, aunque nunca se atrevió a combatirla abiertamente, ni tampoco renunció a su apoyo cuando lo necesitaba. Más que odio inspirábale envidia la camarilla, porque podía más que él. En cuanto a mi persona, en aquella sazón Ceballos me consideraba mucho, por el afán de congraciarse con Ugarte, a quien envidiaba y temía. Así es que no bien disparole el duque la alusioncilla picante de su afrancesamiento, entabló coloquio conmigo, mientras los demás, se ocupaban de otro negocio.

—¿Con que va Vd. a la Caja de Amortización? —me dijo.

—Por mi parte nada sé —repuse con modestia—. Algunos me lo han dicho; pero puedo asegurar que no lo solicité, ni hasta ahora me lo han propuesto.

—Dígolo, Sr. Pipaón —añadió disimulando con una sonrisita forzada y modales respetuosos el desprecio que aquel fatuo sentía hacia mí—, dígolo, porque me parece una de las mercedes más justas que se han dado en estos tiempos… Vamos a ver, ¿por qué no se viene Vd. con nosotros?

—¿Al ministerio de Estado?

—Justo. Hombre, se lo he de decir a Ugarte, a mi querido amigo el Sr. D. Antonio… Allí necesitamos hombres de actividad, hombres de ingenio despierto…

—Gracias, Sr. D. Pedro. Yo no sirvo para la diplomacia.

Firme en mi propósito de no desperdiciar ripio para ganar la estimación de cuantos hombres figuraban, hubiesen figurado o estuviesen en vías de figurar por aquellos días, dije al don Pedro:

—En el ministerio de Estado no pueden servir hombres legos y sin ninguna ciencia diplomática. Desgraciadamente en España tenemos tan pocas personas idóneas para este ramo…

—Es verdad.

—Tan pocas, que se pueden contar —repetí—, y si nos concretamos al desempeño de la primera Secretaría, no sé, no sé que haya más de uno… No lo digo porque me esté Vd. oyendo. Cuantas veces he hablado de esto con mis amigos les he dicho: «Cítenme Vds. un hombre, uno solo que pueda reemplazar a D. Pedro Ceballos, si por desgracia dejara la cartera de Estado».

—¡Oh!, es Vd. muy benévolo, Pipaón —dijo, no muy sensible a mis lisonjas.

—Es la verdad —proseguí con calor—. Yo me asombro de la delicadeza y dificultad de los negocios diplomáticos en que hay que tratar con naciones extrañas, y procurar engañarlas a todas si es posible… Cualquier ministerio puede desempeñarse fácilmente; pero el de Vd… Bien lo conoce Su Majestad, que al tolerar en las demás secretarías a personajes tan nulos como D. Francisco Eguía —bajé la voz, aunque estaba lejos—, pone en las de Estado, al único hombre de talento y saber que frecuenta estas salas…

—¡Qué lisonjero!

—¡La verdad! Vamos a ver. ¿No da risa ver al frente del ramo de Guerra a ese grotesco señor de la coleta, que poco ha ponderaba las ridículas ordenanzas que ha dado al ejército?

D. Pedro Ceballos no pudo contener la risa.

—Calle Vd., calle Vd. —me dijo, haciendo alarde de prudencia y compañerismo.

Luego bajando la voz, y tomándome el brazo para alejarnos más de los demás palaciegos, me dijo:

—Sea Vd. franco. Esa
vil chusma
, con la cual Vd. anda a brazo partido, ¿ha dicho hoy algo de la caída de Villamil?

—No ha dicho una sola palabra, Sr. D. Pedro: ellos no se franquean conmigo —respondí—. Saben que les desprecio altamente…

—Se murmura que Villamil no durará dos días. ¡Qué desventurado reino! Aquí no hay nada seguro; vivimos a merced de esa gentuza…

—Si yo no sé cómo Su Majestad tolera que ese vil criado, ese libertino duque…

—Más bajo…

—Y no dudo que lo consigan —añadí con magistral oficiosidad—. Será lástima que un ministro tan probo, tan entendido, tan decente como el Sr. D. Juan Pérez…

—¡Oh! Yo pienso hablar al Rey hoy mismo con energía —dijo aquel hombre que no había sido nunca enérgico más que para pasarse de un partido a otro—. Esta detestable servidumbre, que es autora de la bárbara política que se hace hoy, así como de las crueldades de los comisarios enviados a provincias por privada disposición del Rey sin contar con nosotros; esa vil servidumbre, esa desastrosa política, repito…

No dijo más, porque se acercó a nosotros un nuevo personaje. Era el obispo de Almería, Inquisidor general.

—Bien venido sea el señor obispo —dijo don Pedro ceremoniosamente.

—Felices, hijo mío —repuso el prelado sonriendo—; ¿esa salud cómo va? ¿Pero no anda por aquí el Sr. Collado?… ¡Sr. Collado!

Y dirigió sus miradas a un lado y otro sin dejar la sonrisita.

El lacayo acudió presuroso mientras los presentes besábamos el anillo a Su Ilustrísima. Tenía el de Almería un semblante de angelical bondad, que al punto le ganaba las simpatías de cuantos tenían la inefable dicha de tratarle. Hombre menudillo y achacoso, no dejaba por eso de ofrecer un aspecto verdaderamente patriarcal. ¡Bondadísimo varón! Viéndole, se sentía uno inclinado a las buenas acciones, a la mansedumbre evangélica, a la exaltación mística y a la piedad. No salía de su boca palabra alguna que no fuese la misma devoción y un compendio del Evangelio.

—No he querido retirarme sin hablar con usted —dijo a Chamorro—. Vengo de ver a Su Majestad, y le he recomendado el asunto de las señoras de Porreño. Se presenta muy favorable; pero es preciso que me lo apoye Vd., pero que me lo apoye en forma, ¿estamos?

—Descuide Su Ilustrísima —repuso el ex-aguador—. Se atenderá con mucho gusto.

—También el Sr. Artieda lo toma con gran calor —prosiguió el príncipe de la Iglesia, con benévola sonrisa—; pero no me fío de Artieda, que es un poco falso. Vd. es más formal, Sr. Collado… ¡Ay!, como Vd. me descuide este asunto… Son infinitas las personas de viso que se interesan por esas pobres señoras. Aquí precisamente tenemos una.

El obispo me señaló. Inclineme respetuosamente.

—En efecto —dije—. Conozco mucho a esas señoras y ya he dado algunos pasos… Es indudable que alcanzarán lo que solicitan… O hemos de poder poco, Ilustrísimo Señor, o lo hemos de conseguir.

—Es preciso hacer algo por los desgraciados —afirmó el Inquisidor, dando un suspiro, y poniendo los ojos en blanco—. Esto es más que un favor, Sr. Collado; es una obra de caridad… No me descuide Vd. tampoco aquel asuntillo de mis primas, ¿eh?

—Puede Su Ilustrísima ir sin cuidado —replicó el ex-aguador—. Todo se hará.

—Si no se tratara de obras de caridad, no molestaría… —dijo el prelado en tono de protesta—. Pero, amados hijos míos, no se ven más que lástimas por todos lados… Yo quisiera atender a todo; pero soy un pobre pastor viejo que apenas
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puede ya con el cayado… Con que ¿quedamos en ello? —añadió con apresuramiento y afán de marcharse, porque había llegado la hora de la comida—. No necesitaré dar a usted nota escrita, ¿verdad?

—Tengo buena memoria —repuso el criado, besando de nuevo el anillo al noble prelado—. Téngala Usía Ilustrísima también para mí en sus oraciones.

Nos disponíamos a acompañarle hasta la sala inmediata, donde le aguardaban sus familiares, cuando a él y a nosotros nos detuvo otro sujeto, también anciano simpático y venerable, que de improviso entró. Era don Tomás Moyano, ministro de Gracia y Justicia, célebre por sus muchos parientes, que iban viniendo en tribus invasoras de los pueblos de Rueda, Medina y La Seca, para acomodarse en la Administración. Había sustituido a Macanaz. Si he de decir verdad, era hombre altamente insignificante, que por nada se distinguía, como no fuera por su obesidad. Al entrar hizo algunos gestos, como mandando a todos que nos detuviéramos para comunicarnos algo de mucha importancia, y antes que le preguntáramos, dijo a voces:

—Aquí llevo el decreto para que lo firme Su Majestad.

—¿Qué decreto? —preguntaron varios con curiosidad suma.

—Señores —exclamó declamatoriamente—, felicitemos todos al señor Inquisidor general por la merecida distinción con que acaba de agraciarle Su Majestad.

—Nada más justo —dijo Ceballos, descifrando el enigma y haciendo una cortesía al digno prelado—. Su Majestad ha concedido a Su Ilustrísima la Gran Cruz de Carlos III.

—¿Y eso era?… —balbució el pastor—. Pero ¿en qué están Vds. pensando?… ¡Darme a mí la gran cruz, a mí, que estoy muy lejos de merecerla, cuando hay tantos otros!…

—Fue idea mía, señores —dijo Moyano con vanidad indescriptible—. Anoche lo propuse a Su Majestad, y al punto… Hoy he extendido el decreto —añadió pasando la vista por un papel escrito—, y no falta más que la firma… «En atención a los méritos del muy reverendo, etc… y en
premio de su humildad apostólica
…».


En premio de su humildad apostólica
—repitió Ceballos—. Me parece admirable. Señor obispo, felicito a Usía Ilustrísima.

—¡Todo sea por amor de Dios! —exclamó el obispo juntando las manos.

Todos nos inclinamos, y aquello fue un coro de felicitaciones y plácemes. Al santo y humilde pastor casi se le saltaban las lágrimas de puro enternecimiento. Yo estaba también muy conmovido.

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