Read Memorias de un cortesano de 1815 Online
Authors: Benito Pérez Galdós
Tags: #Clásico, #Histórico
—En vez de ocuparse de dar cruces a los pobres viejos achacosos —dijo el Inquisidor, con ese tono de represión benévola y delicada que se emplea para condenar aparentemente las cosas que más nos agradan—, debiera Vd. ocuparse, Sr. Moyano, de expedir de una vez ese decreto en que Su Majestad nos concede el uso diario y constante de nuestra venera.
—Es verdad —repuso Ceballos—, pero ya hemos tratado en Consejo este asunto. No se puede hacer todo de una vez.
—Se ha despachado primero la creación de la
Cruz de Valencey
—dijo Eguía.
—La
Cruz de los Persas
nos ha dado también mucho que hacer —añadió Moyano.
—Y la
Cruz del Escorial
.
—Pero la de los señores inquisidores quedará despachada bien pronto, y podrán usar su distintivo diariamente, como los caballeros de Calatrava y Santiago, a fin de que sean conocidos del pueblo y respetados y considerados como merece ese alto instituto.
—La visita que Su Majestad nos hizo el otro día —dijo con dulzura el prelado—, dignándose ver y fallar varias causas, sentado al lado nuestro y compartiendo nuestras fatigas, debía señalarse con una distinción solemne hecha al Supremo Consejo. Así entiendo yo la cruz que se me ha dado, señores: se ha querido honrar a toda la corporación, honrando a este indigno soldado de la fe. Doy las gracias a los generosos ministros que se han acordado de este humilde siervo de Dios; y pues nobleza obliga, suplico a los señores ministros presentes que me acompañen hoy a la mesa.
—Yo acepto —dijo D. Pedro Ceballos, con cortesana desenvoltura—. Desde el banquete que Su Ilustrísima dio al Rey el día de la célebre visita, corre por estos barrios la noticia de que el cocinero del Inquisidor general es uno de los mejores de Madrid.
—Un pasar decoroso y nada más —repuso el prelado—. Con que señores, ¿no hay otro de ustedes que quiera hacer penitencia?
—Harela yo también, señor obispo —dijo don Francisco Eguía, estrechando fervorosamente la mano que el reverendo le alargaba.
—Por mi parte, no desairaré a Su Ilustrísima —manifestó Moyano, lleno de piedad cristiana—. El despacho con Su Majestad será breve.
—Señor duque —dijo Su Ilustrísima, despidiéndose—. Sr. Collado, Sr. Pipaón, mil bendiciones para todos y mil millones de gracias por sus bondades.
Salieron.
—¡Id con Dios!… ¡Fuera, fuera,
vil chusma
! —exclamó el duque, moviendo los brazos como cuando se espanta una turba de insectos importunos—. Esta sí que es
vil chusma.
—Los pobrecitos se contentan con lo que les dan —indicó Chamorro, sonriendo—. La verdad es que no son muy molestos.
—Ya Ceballos da por muerto a su compañero y amigo Villamil —dije yo—. Ese fatuo insoportable me ha pedido noticias, y dice que esta noche piensa echar a Su Majestad un discursito acerca de la
vil chusma.
—Ya veremos —afirmó Alagón, haciendo ademán de pegar.
—Después lo veremos —repitió el ex-aguador.
—Y qué tal, Sr. Collado —preguntó Paquito—, ¿ha podido Vd. conseguir algo esta mañana?
—Así, así —repuso el lacayo, rascándose la sien—. Todavía no se acaba de convencer.
—Se le ha puesto entre ceja y ceja que Villamil es un hombre necesario, y apéele Vd. de esa burra —dijo el duque.
—Creo que esta noche le convenceremos —indicó el aguador—. Ya esta tarde, cuando le vestimos, parecía más inclinado…
—¿Ha habido piano esta tarde? —preguntó con afán el capitán de la guardia.
—Un poquitín de
forte piano
. —replicó maliciosamente el lacayo.
—¿Y esta mañana?
—Rasca y más rasca… No se le podía meter el diente. Artieda, por importuno, se llevó una rociada de vocablos, que si fuera de palos no le quedara hueso en su lugar.
Esto necesita una explicación. Los favoritos habían observado que cuando Su Majestad, al sentarse junto a la mesa de su despacho, movía volublemente los dedos sobre ella, como quien toca el piano, modulando al par entre dientes un sordo musiqueo, estaba en excelente disposición para conceder lo que se le pedía. Por el contrario, cuando se rascaba la oreja o se pasaba la palma de la mano por la frente, era casi seguro que negaría la petición. Ajustaban todos hábilmente su conducta a estos externos signos del humor del príncipe, y por tal ley se regían los sucesos. Un gran movimiento en palacio, excesivo flujo y reflujo de intrigas, febril actividad en los excelsos camarilleros, indicaban que era día de piano.
—Esta tarde vamos a paseo —dijo el duque—, y daré otro ataque. ¿Qué órdenes hay para esta noche?
—Come solo.
—Mejor. Ya me ha dicho que no irá al teatro en toda la semana. Habrá tertulia —murmuró el duque reflexionando—. No falte usted a la tertulia, Pipaón.
—Ni tampoco el Sr. Ugarte —dijo Chamorro levantándose.
—No faltará —aseguré yo.
—Voy adentro antes que me llame —añadió el aguador—. Hasta la noche, señores.
—Hasta la noche.
Luego que nos quedamos solos, el duque me dijo:
—Que no deje de venir esta noche D. Antonio. Es hombre a quien cada vez estima más Su Majestad. Personas de tales prendas debieran poseer por entero la confianza de los Reyes; no ese estúpido Chamorro…
—¡Ah! Vd. piensa como yo… —dije adaptándome rapidísimamente, según mi costumbre, a las ideas de mi interlocutor.
—¿Qué?
—Que ese Chamorro es un bestia.
—Un dromedario, en cuya joroba no vendrían mal todos los palos que él daba a su pollino cuando traía agua de la fuente del Berro.
—Quién sabe… puede que el palo esté ya cortado de la rama y alguien esté afilándole los nudos…
El duque se echó a reír, marchando ya hacia la puerta, para ir a la Cámara regia.
—Si de mí dependiera… Cuidado, amiguito Pipaón —añadió cautelosamente— con dejar entrever a ese avestruz el asuntillo de que hablamos ayer en la Trinidad.
—¡Oh, el asuntillo! ¡Y qué asuntillo, señor duque! —exclamé restregándome ambas palmas de las manos una con otra, y alzando los hombros.
El duque se puso el índice en la boca, y cordialmente se separó de mí. Poco después estaba yo en casa de D. Antonio Ugarte, contándole todo lo que había visto y oído.
A las nueve de la noche pisaba yo la Cámara real, aquella deslumbradora cuadra, colgada y ornada de amarillo, en cuyas paredes los más hermosos productos del arte (todavía no se había formado el Museo del Prado) recibían diariamente, como gentil holocausto, el humo de los mejores cigarros del mundo. Diversos bustos de príncipes de ambos sexos puestos sobre las mesas, alegraban la estancia con sus caras satisfechas. Las miradas de sus ojos de mármol parece que confluían al centro, y se contemplaban unos a otros, a veces risueños, ceñudos a veces, según estaba festiva o lúgubre la tertulia. Casi en el centro de uno de los testeros, media docena de hombres desvergonzados, sucios, casi desnudos unos y haraposos otros, con semblante estúpido y ademanes incultos todos, se reían de la tertulia constantemente, embrutecidos por el vino. Eran
Los Borrachos
de Velázquez. A veces aquellos hombres puestos en alto, entre los cuales el del centro escrutaba con su mirar insolente toda la sala, parecían una especie de tribunal de locos. En un rincón, junto al hueco de la ventana, refugiado en la sombra y casi invisible estaba un hombre lívido, exangüe, cuya mirada oblicua lo abarcaba todo desde el ángulo oscuro. Vestía de negro y en una de sus manos llevaba un rosario. Era
Felipe II
, pintado por Pantoja. Ante aquel retrato se detuvo en pie Napoleón, contemplándolo con atención profunda un día de Diciembre de 1808.
Cuando yo entré en la Cámara Real, Su Majestad estaba sentado en un sillón a poca distancia de la chimenea encendida; tenía la cabeza echada hacia atrás, de modo que miraba al techo, dirigiendo hacia él el humo de su cigarro. A espaldas de su señor estaba Pedro Collado, y no lejos Artieda, que era menudillo y algo compungido, de semblante un poco aclerigado, ya viejo, tardo en hablar y en moverse, pero de ojos muy observadores. El duque había entrado conmigo. Saludamos al Rey, distinguiéndome yo por mis exageradas muestras de veneración y amor, a estilo Lozano de Torres (aún no es ocasión de hablar de este personaje). Fernando me recibió con aquella placentera bondad que le reconocen amigos y enemigos, y luego en el tono más campechano del mundo nos dijo:
—Duque, siéntate… Siéntate, Pipaón.
Volviendo la cabeza a un lado y otro, añadió:
—Collado y Artieda, sentaos.
Los dos venerables criados, el prócer ilustre y yo, humilde hijo de labradores, nos sentamos frente al poderoso en los divanes que había a un lado y otro de la chimenea.
Puso Fernando una pierna sobre la otra (¡cuán presentes tengo estos detalles!) y retorciendo el cigarro en la boca, dejó caer de sus augustos labios estas palabras:
—¿Qué se dice por ahí?
—Esta tarde —replicó Collado— han ido a comer con el Inquisidor general, D. Pedro Ceballos, Eguía y el Sr. Majaderano.
—¿Quién es Majaderano? —preguntó con indiferencia Fernando.
—El ministro de Gracia y Justicia —repuso Alagón—. Así le llamaba
Gallardo
en su graciosa
Abeja.
No nos reímos, porque el monarca permaneció impasible. Al fin, sonriendo, dijo:
—¡Ceballos sentado a la mesa con el Inquisidor!
La señal fue dada. Todos soltamos la risa.
—¿Si querrá D. Pedro participar al prelado cómo va la secta masónica de que es jefe? —dijo el duque.
—Yo había oído que era masón —afirmé con malicia—, pero hasta ahora no sabía que era el Papa de los Hermanos.
—Tan cierto como es noche —dijo Alagón, observando el semblante de Su Majestad, que impasible hasta entonces demostraba poco interés en la conversación.
—Lo que más asombrará al mundo —indicó Collado— es saber que los masones tienen su logia en la casa misma de la Inquisición.
—Hombre, tanto como eso… murmuró el Rey con indolencia.
Todos fijamos en él la vista.
—Quizás se trate hoy de eso en la comida del Inquisidor —añadió Paquito.
—Artieda —ordenó Fernando bruscamente—. Trae cigarros.
El lacayo dio al Rey lo que este pedía, y habiéndonos ofrecido a todos los presentes, fumamos. El humo de los cuatro cortesanos juntábase con el del Rey en los oscuros ámbitos del techo, donde hacían cabriolas media docena de dioses y ninfas pintadas por Bayeu.
—¿Qué habláis ahí de franc-masonería? —preguntó Fernando después de una larga pausa en que no se oía más ruido que el del enorme reló cuya ancha esfera y pagana figura de bronce ornaban la chimenea.
—El señor ministro de Estado de Vuestra Majestad lo podrá decir —repuso Collado.
—¿Qué hablas ahí, estúpido? —dijo Fernando, sacudiendo un poco su somnolencia.
—Señor —repuso el criado, apoyando los codos en las rodillas y observando el cigarro mientras lo volteaba entre los dedos, liando y desliando la ensalivada capa—. Los tontos y estúpidos son los que dicen las verdades. Vaya por las que he dicho a V. M. en ocho años.
—¿Hablabas de Ceballos?
—Sí señor.
—Decías que era franc-masón. ¿Acaso hay ahora franc-masones? —preguntó el hijo de Carlos IV con viveza.
—Los hay, los hay —exclamó Collado—. Esta mañana hablábamos el Sr. Pipaón y yo de la taifa de masones que va saliendo por todos lados, como mosquitos en verano y… que cuente el Sr. Pipaón lo que sabe.