Memorias de un cortesano de 1815 (14 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: Memorias de un cortesano de 1815
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Formaron los guardias (a quien entonces llamaba el vulgo los
chocolateros
, no sé por qué), y el estrépito de tambores y clarines llenaba los aires. Tales sones y el limpio sol que inundara aquel día las calles, daban a la regia comitiva esplendor y armonía celestes. Los gritos de ¡viva el Rey absoluto! resonaban por doquiera. ¡Oh, feliz consorcio de la monarquía absoluta y la religión santísima! ¡Quiera el Cielo que existan luengos siglos y que estas dos instituciones, hijas de Dios, vayan siempre de la mano y partiendo un piñón, para que los fieles cristianos y súbditos del encantador Fernando vivamos pacíficamente en la tierra, libres de revoluciones impías y de locas mudanzas!

Salió la comunidad con palio a recibir al monarca, y llevándole en procesión a un camarín riquísimo que le habían preparado en el Claustro, rogáronle que se adornase el pecho con media docena de escapularios y alguna reliquia milagrosa de huesecillos o retazo de santo, lo cual como hombre piadosísimo, hizo de buena gana. El infante D. Carlos y D. Antonio Pascual imitáronle, dirigiéndose después todos, cirio en mano, a la vecina iglesia, donde ocuparon sus asientos en medio del respeto y la admiración de los fieles.

Todavía me parece que le estoy mirando. No puedo olvidar aquella majestuosa figura arrodillada, con los ojos fijos en el Santísimo Sacramento en actitud tan edificante, que la misma impiedad se habría ablandado y convertido contemplándole. ¡Con cuánta devoción atendía a las sonoras preces, y con cuánta fe al sermón que predicó el padre Vargas, y en el cual no faltó aquello de llamarle Trajano y Constantino, y de elogiar
sus sabios dictamentos para dirigir sabiamente la nave del Estado
! ¡Con cuánta unción y evangélica mansedumbre besó las reliquias que el padre Ximénez de Azofra le presentara, y dijo después las oraciones finales para implorar de Su Divina Majestad la gracia y el buen consejo! Todos los presentes estábamos conmovidos, y parecía que se nos comunicaba algo de la celestial pureza de aquel varón insigne, ante cuya preciosa cabeza se postraba mudo y sumiso el pueblo escogido de Dios. ¡Oh qué gusto ser español!

Concluida la ceremonia, pasó Su Majestad al camarín, donde ya se había dispuesto una lujosísima mesa, como destinada a boca y paladar de tal príncipe, y en la cual las viandas más apetitosas reclamaban la vista y olfato, recreando y extasiando el alma. No sé qué angelicales reposteros pusieron sus manos en aquello; pero lo cierto es que la tal mesa parecía destinada a servirse en los altos comedores del Paraíso, para regalo de las más excelsas potestades. Aunque allí como en los claustros no tenían entrada sino las personas convidadas, muchas damas de lo más granado de Madrid, consejeros, generales, oficiales, marinos, presidentes y priostes de las cofradías, capellanes de palacio, alguaciles y familiares de la Inquisición, canónigos de San Isidro y demás sujetos de viso, el gentío era grande, porque los trinitarios, deseosos de dar lucimiento a la fiesta, habían abierto mucho la mano en las invitaciones. No nos podíamos rebullir; todos querían ver los augustos semblantes de Su Majestad y Altezas. Los frailes no cabían en su pellejo de puro satisfechos, y trataban de atender a todo.

Su Majestad no hizo más que probar algunos platos; obsequió con dulces a las damas, dando muestras, allí como en todas partes, de su exquisita galantería, y se retiró a la sala capitular para despedirse de los bondadosos y humildes padres. Pugnaban los convidados por penetrar en la sala, llevados unos del deseo de saciar sus ojos en la contemplación del rostro de nuestro soberano, otros aguijoneados por el afán de presentarle memoriales. Gracias al padre Salmón, que se me apareció como emisario del cielo, pude penetrar en la sala, llevando conmigo a la señora condesa de Rumblar con su hija y a las señoras de Porreño. Las cinco damas estuvieron a punto de quedarse fuera. Sensible sobre toda ponderación hubiera sido este accidente, porque la condesa iba a presentar al Rey un memorial pidiendo una bandolera para su hijo, y doña María otro en pro de la tan deseada moratoria.

¡Oh!, espectáculo sublime, y qué hermoso es ver a un Rey, atendiendo con paternal solicitud al socorro de sus hijos, recibiendo las peticiones de estos y prometiendo satisfacerlas con generosidad, con esa generosidad regia, que es un reflejo de la misericordia divina. Puesto Su Majestad en un estrado que a propósito se había construido, el prior Ximénez de Azofra le presentó un memorial, solicitando no sé qué mercedes para dos sobrinos suyos y dos cuñaditos de su hermana; y después que el bendito trinitario cumplió los deberes domésticos, mirando por el bien de su venerable parentela, fue presentando al Rey uno por uno a todos los demás postulantes, que ya habían convenido con él en los pormenores de esta ceremonia. Recogió Fernando las peticiones con tanta bondad, que era imposible contener las lágrimas viéndole. A todos prometía villas y castillos, dirigía algunas preguntitas, hacía el obsequio de una sonrisa, cuando no de palabras, y daba a besar su real mano con una llaneza que no desmentía la dignidad. ¡Oh qué inefable delicia ser español y súbdito de tal monarca!

Cuando Ximénez de Azofra indicó a la señora de Rumblar que se acercase, y vio Su Majestad a la grave madre y al lindo retoño, se rió de una manera tan franca que todos nos quedamos pasmados; y al recibir el memorial fijó los negros ojos de fuego en Presentacioncita, la cual, turbada, azorada, trémula, vaciló y hubiera caído en tierra si no la sostuviéramos. Estaba la muchacha más roja que una cereza. Dirigiole el paternal y bondadoso monarca la palabra, preguntándole si tenía padre, a lo cual doña María, hecha un mar de lágrimas, contestó que no.

Todos nos asombramos de la inmensa bondad del Rey, que en aquella pregunta como que quería constituirse en padre de todos los huérfanos del reino.

Cuando nos retirábamos, Presentacioncita estaba pálida como el mármol.

—¿Le vio Vd. bien? —me dijo en voz baja—. ¡Ay! Sr. de Pipaón, estoy asombrada, aterrada.

No pude oírla más, porque sentí que entre el gentío me ponían una mano en la espalda.

Era el duque de Alagón, que quería hablarme a solas… pues no podía pasar mucho tiempo sin que él y yo tratásemos algo importante para el bien del estado.

- XVIII -

A las dos del siguiente día estaba yo en Palacio. Enviome D. Antonio Ugarte, recién llegado a Madrid, para que diestramente y con amañados pretextos observase lo que allí pasaba. Después de hablar con varios gentiles hombres y mayordomos, llevome uno de estos al salón que precede a las regias estancias, y en el cual suele verse en días de audiencia gran marejada de pretendientes que entran o salen. Presentóseme allí el duque de Alagón, que llevándome a parte, me señaló un anciano que en el mismo instante salía de la Cámara Real.

—¿Conoce Vd. a ese? —me dijo.

—Es D. Alonso de Grijalva —contesté sin disimular mi disgusto—. ¡Maldito vejete! No puede dudarse que ha venido a implorar el perdón de su hijo.

—Y lo ha conseguido; yo puedo asegurarlo, porque estaba presente durante la audiencia. ¿Creerá Vd. que el buen señor se ha echado a llorar delante del Rey?

—¡Qué falta de cortesía!

—Su Majestad le ha recibido bien. Grijalva goza de muy buena opinión: es realista vehemente.

—Vamos, que se ha salido con la suya.

—De una manera absoluta. Por esta vez, amigo Pipaón… Además vino presentado por dos personas de la primera nobleza y por el Patriarca, y precedido por una carta del Nuncio.

—¿De modo que se nos escapó Gasparito? —dije yo, tomándolo a broma.

—Sin remedio ninguno. Su Majestad se ha mostrado tan decidido, tan categórico… Al despedirse, le dijo: «Puedes marcharte tranquilo a tu casa, que mañana sin falta estará tu hijo en libertad y se sobreseerá esa causa. Te lo prometo, te lo prometo, te lo prometo». Lo repitió tres veces.

—¡Cómo ha de ser!… A lo hecho pecho… —dije, discurriendo en aquel mismo instante qué nuevos medios emplearía para llevar adelante mi plan.

Pero sacome de mis meditaciones el duque mismo llevándome de sala en sala, hasta una en que acostumbraban a reunirse los cortesanos para arreglar sus cuentas de favoritismo unos con otros, sopesar su respectiva influencia y regodearse en común de ver la buena marcha de los asuntos del gobierno.

Cuando entramos el duque y yo, había en el salón cuatro personas; paseábanse juntos de un ángulo a otro en la diagonal de la estancia, Pedro Collado y D. Francisco Eguía, teniente general, ministro de la Guerra, anciano casi decrépito, aunque no privado aún de cierta agilidad, y con una singular comezón de hablar y moverse, que era el rasgo distintivo de su espíritu, así como la coleta y corcovilla lo eran de su cuerpo. Formando grupo aparte, hablaban por lo bajo sentados en un diván, D. Pedro Ceballos, ministro de Estado, y D. Baltasar Hidalgo de Cisneros, ministro de Marina.

Detuviéronse Eguía y Collado al vernos, y el primero, que no por ser de carácter inflexible y duro en los negocios públicos dejaba de mostrar mucha llaneza en la conversación familiar, me dijo:

—¡Cuánto bueno por aquí! Me han dicho que va Vd. a la Caja de Amortización… Sea enhorabuena.

—Gracias, muchas gracias —repuse con modestia— Bien saben todos que no lo he solicitado.

—Bien hayan los hombres de mérito —dijo Collado—. Ellos no necesitan de recomendaciones para subir como la espuma.

—Nos hemos propuesto darle su merecido a este tunante de Pipaón —declaró el duque con cortesanía—, y poco a poco lo vamos consiguiendo. Este va para ministro, Sr. D. Francisco.

—Lo creo, lo creo —repuso el anciano alzando la abatida cabeza y guiñando el ojo para mirarme—. Pero no le arriendo la ganancia… ¡Santo Dios, qué laberinto, qué torre de Babel es un ministerio!

—Lo creo, Sr. D. Francisco —dije con oficiosidad—. Pero sin su poquito de abnegación, no se concibe al buen súbdito de Su Majestad.

—¡Oh!, es claro; nos debemos a Su Majestad… Pero a mis años, la enorme carga de un ministerio es insoportable… Precisamente en estos días la balumba de asuntos puestos al despacho me ha rendido más que una batalla.

—Pues es preciso cuidarse, Sr. D. Francisco.

—¿Querrá Vd. creer, Sr. Collado —dijo el guerrero gesticulando con desenvoltura—, que ya están despachados todos los nombramientos que Vd. me recomendó en aquella minuta?…

—¿Las doce comandancias de provincias, seis plazas fuertes y no sé cuántas tenencias de resguardos?… Pues la mitad de esas limosnas son para el señor duque que nos está oyendo.

—Vamos —continuó D. Francisco con socarronería— que por falta de pedir no se les pondrá mohosa la lengua. Yo, que soy ministro, no he podido satisfacer el deseo que ha tiempo tengo de regalar un arciprestazgo al sobrino de mi cuñada. ¿Y por qué? Porque no me ocupo de pedir, ni gusto de importunar por un miserable destino.

—Se tendrá en cuenta —afirmó gravemente Collado.

—Hace pocos días —continuó el general— hablé de esto a Moyano, y me dijo que Su Majestad se había reservado la provisión de todas las plazas.

—No es cierto, ¡qué enredo! —expresó el ayuda de Cámara—. ¡Reservarse Su Majestad todas las plazas!

—Quien se las ha reservado —afirmó el duque, con enojo— es el mismo ministro, el insaciable D. Tomás Moyano, que tiene media nación por parentela.

—¡Es gracioso! —dijo Eguía riendo—. Cuentan que ha despoblado a Castilla; que ya no hay en Valladolid quien tome el arado, porque los labradores todos han pasado a la secretaría de Gracia y Justicia.

¡Cuánto nos reímos a costa del ministro ausente! Yo, que no quería perder la coyuntura de demostrar a D. Francisco Eguía la admiración que me causaba su desmedida aptitud para los asuntos militares, dije con gravedad:

—No me nombren a mí esos ministros que no se ocupan más que de la provisión de destinos, de colocar parientes y despoblar aldeas para rellenar secretarías. Tales hombres no hacen la felicidad del reino… Señores, no todos los ministros cumplen con su deber. Casi puede decirse que la mayor parte van por mal camino; casi, casi, se puede afirmar que uno solo… y no lo digo porque esté delante don Francisco Eguía… Cuantos me conocen estarán hartos de oírme asegurar que de todos los secretarios del despacho, el que con más celo se consagra a asuntos beneficiosos y de interés general, es el que nos está oyendo.

—Gracias, gracias —exclamó el guerrero, poniendo su guerrera mano en mi hombro—. He hecho lo que me ordenaban mis antecedentes militares.

—La verdad es que sólo el trabajo de las nuevas ordenanzas basta a asegurar la reputación de un ministro.

—¡Y cuánto me han dado que hacer las tales ordenanzas! —dijo D. Francisco, con voz hueca y ponderativos ademanes—. Como que abrazaban multitud de puntos delicados y que no era posible resolver a dos tirones. Ha sido preciso dictar disposiciones nuevas, que no figuraban en nuestros antiguos códigos militares. ¿Creen Vds. que es un grano de anís? Fácil era prohibir a los soldados que cantasen las estrofas que les guiaron al combate durante la guerra; pero ¿y la orden de rezar el rosario en cuerpo todos los días?… ¿y la serie de minuciosas instrucciones sobre el modo de tomar agua bendita al entrar formados en la iglesia? Luchábamos con el vacío que la legislación militar ofrece hasta hoy en este punto, y hemos tenido que hacerlo todo nuevo.

—¡Es admirable! —exclamé—. Pero sírvale a Vd. de consuelo por su trabajo, la gratitud del ejército.

—¿Qué deseo yo sino su bien? —prosiguió el venerable militar—. Sabe Dios que me contrista en extremo el que se deban tantas pagas; pero eso no está en mi mano remediarlo.

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