Memorias de Adriano (11 page)

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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico

BOOK: Memorias de Adriano
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Contrariamente a las órdenes recibidas, pero en secreto, comencé de inmediato a negociar la paz con Osroes. Me fundaba en que probablemente ya no tendría que rendir cuentas al emperador. Menos de diez días después me despertó a mitad de la noche la llegada de un mensajero: reconocí de inmediato a un hombre de confianza de Plotina. Me traía dos misivas. Una, oficial, anunciaba que Trajano, incapaz de soportar la navegación, había sido desembarcado en Selinunte, en Cilicia, donde yacía gravemente enfermo en casa de un mercader. La otra carta, secreta, me anunciaba su muerte que Plotina prometía mantener oculta el mayor tiempo posible, dándome así la ventaja de haber sido advertido el primero. Partí inmediatamente para Selinunte, después de tomar las medidas necesarias a fin de contar con las guarniciones sirias. Apenas me había puesto en marcha, un nuevo correo me anunció oficialmente el deseo del emperador. Su testamento, donde me nombraba su heredero, acababa de ser enviado a Roma por mensajeros de confianza. Todo lo que desde hacia diez años fuera febrilmente soñado, combinado, discutido o callado, se reducía a un mensaje de dos líneas, trazado en griego por una mano firme y una menuda escritura de mujer. Atiano, que me aguardaba en el muelle de Selinunte, fue el primero en saludarme con el título de emperador.

Aquí, en ese intervalo entre el desembarco del enfermo y el momento de su muerte, se sitúa una de esas series de acontecimientos que jamás me será posible reconstruir y sobre las cuales se ha edificado sin embargo mi destino. Esos pocos días pasados por Atiano y las mujeres en la casa del mercader decidieron para siempre mi vida, pero con ellos ocurrirá eternamente lo que más tarde habría de ocurrir con cierta tarde en el Nilo, de la que tampoco sabré jamás nada, precisamente porque me importaría tanto saberlo todo. En Roma hasta el último charlatán tiene una opinión formada sobre estos episodios de mi vida, mientras yo sigo siendo el menos informado de los hombres. Mis enemigos acusaron a Plotina de aprovecharse de la agonía del emperador para hacer escribir al moribundo las pocas palabras que me legaban el poder. Los calumniadores, aun más groseros, hablaron de un lecho con colgaduras, la incierta lumbre de una lámpara, el médico Crito dictando las últimas voluntades de Trajano con una voz que imitaba la del muerto. Se hizo notar que Fedimas, el oficial de órdenes, que me odiaba y cuyo silencio mis amigos no habrían podido comprar, sucumbió muy oportunamente de una fiebre maligna al otro día del deceso de su amo. En esas imágenes de violencia y de intriga hay algo que impresiona la imaginación popular, y aun la mía. No me desagradaría que un pequeño grupo de gentes honradas hubiese sido capaz de llegar hasta el crimen por mí, ni que la abnegación de la emperatriz la hubiera arrastrado tan lejos. Plotina conocía los riesgos que la falta de una decisión acarreaba al Estado; la estimo lo suficiente como para creer que hubiera aceptado incurrir en un fraude necesario, si la prudencia, el sentido común, el interés público y la amistad la impulsaban a ello. Más tarde he tenido en mis manos ese documento tan violentamente impugnado por mis adversarios; no puedo pronunciarme en pro o en contra de la autenticidad de ese último dictado de un enfermo. Prefiero suponer claro está, que renunciando antes de morir a sus prejuicios personales, Trajano haya dejado por su propia voluntad el imperio a aquel a quien después de todo juzgaba el más digno. Pero debo confesar que en este caso el fin me importaba más que los medios; lo esencial es que el hombre llegado al poder haya probado luego que merecía ejercerlo.

El cadáver fue quemado a orillas del mar, poco después de mi llegada, a la espera de los funerales triunfales que se celebrarían en Roma. Casi nadie asistió a la sencilla ceremonia cumplida al alba; no fue más que el último episodio de los largos cuidados domésticos proporcionados por las mujeres a la persona de Trajano. Matidia lloraba a lágrima viva; la vibración del aire en torno de la pira borraba los rasgos de Plotina. Serena, distante, un poco demacrada por la fiebre, se mantenía como siempre claramente impenetrable. Atiano y Crito cuidaban de que todo se consumara decorosamente. La pequeña columna de humo se disipó en el pálido aire de la mañana sin sombras. Ninguno de mis amigos aludió a los incidentes de los días que precedieron a la muerte del emperador. Evidentemente su consigna era la de callar; la mía consistió en no hacer preguntas peligrosas.

El mismo día la emperatriz viuda y sus familiares se embarcaron rumbo a Roma. Volví a Antioquía, acompañado a lo largo del camino por las aclamaciones de las tropas. Una calma extraordinaria se había adueñado de mí: la ambición y el temor parecían una pesadilla terminada. Siempre había estado decidido a defender hasta el fin mis probabilidades imperiales, pasara lo que pasare; pero el acto de adopción, lo simplificaba todo. Mi propia vida ya no me preocupaba; podía pensar otra vez en el resto de los hombres.

Tellus Stabilita

Mi vida había vuelto al orden, pero no así el imperio. El mundo que acababa de heredar semejaba a un hombre en la flor de la edad, robusto todavía aunque mostrando a los ojos de un médico imperceptibles signos de desgaste, y que acabara de sufrir las convulsiones de una grave enfermedad. Las negociaciones se reanudaron abiertamente; hice correr la voz en todas partes de que Trajano en persona me las había encomendado antes de morir. Suprimí de un trazo las conquistas peligrosas, no sólo la Mesopotamia donde no habíamos podido mantenernos, sino Armenia, demasiado excéntrica y lejana, que me limité a conservar en calidad de estado vasallo. Dos o tres dificultades, que hubieran prolongado por años una conferencia de paz si los principales interesados hubieran tenido interés en dilatarla, fueron allanadas gracias a la habilidad del comerciante Opramoas, que gozaba de la confianza de los sátrapas. Traté de infundir a aquellas negociaciones todo el ardor que otros reservan para el campo de batalla; forcé la paz. La parte contraria la deseaba por lo menos tanto como yo mismo; los partos sólo pensaban en reabrir sus rutas comerciales entre la India y nosotros. Pocos meses después de la gran crisis, tuve la alegría de ver formarse otra vez a orillas del Oronte la hilera de las caravanas; los oasis se repoblaban de mercaderes que comentaban las noticias a la luz de las hogueras y que cada mañana, al cargar sus mercaderías para transportarlas a países desconocidos, cargaban también cieno número de ideas, de palabras, de costumbres bien nuestras, que poco a poco se apoderarían del globo con mayor seguridad que las legiones en marcha. La circulación del oro, el paso de las ideas, tan sutil como el del aire vital en las arterias; el pulso de la tierra volvía a latir.

La fiebre de la rebelión disminuía a su turno. En Egipto había alcanzado tal violencia que fue necesario reclutar con todo apuro milicias de campesinos a la espera de nuestros esfuerzos. Encargué inmediatamente a mi camarada Marcio Turbo que restableciera el orden, cosa que hizo con prudente firmeza. Pero el orden en las calles apenas me bastaba; quería, de ser posible, restaurarlo en los espíritus, o más bien hacerlo reinar en ellos por primera vez. Una visita de una semana a Pelusio se pasó en equilibrar la balanza entre los griegos y los judíos, eternos incompatibles. No vi nada de lo que hubiera deseado ver: ni las orillas del Nilo, ni el museo de Alejandría, ni las estatuas de los templos; apenas si hallé la manera de consagrar una noche a las agradables orgías de Canope. Seis interminables días se pasaron en la hirviente cuba del tribunal, protegido del calor de fuera por largas cortinas de varilla que restallaban al viento. De noche, enormes mosquitos zumbaban en torno a las lámparas. Trataba yo de demostrar a los griegos que no siempre eran los más sabios, y a los judíos que de ninguna manera eran los más puros. Las canciones satíricas con que esos helenos de baja ralea hostigaban a sus adversarios no eran menos estúpidas que las groseras imprecaciones de las juderías. Aquellas razas que vivían en contacto desde hacía siglos, no habían tenido jamás la curiosidad de conocerse ni la decencia de aceptarse. Los extenuados litigantes que se marchaban al final de la noche, volvían a encontrarme al alba en mi sitial, ocupado en aventar el montón de basura de los falsos testimonios; los cadáveres apuñalados que me traían como pruebas eran muchas veces los de los enfermos muertos en su cama o robados a los embalsamadores. Pero cada hora de apaciguamiento era una victoria, precaria como todas; cada arbitraje en una disputa representaba un precedente, una prenda para el porvenir. Poco me importaba que el acuerdo obtenido fuese exterior, impuesto y probablemente temporario; sabia que tanto el bien como el mal son cosas rutinarias, que lo temporario se prolonga, que lo exterior se infiltra al interior y que a la larga la máscara se convierte en rostro. Puesto que el odio, la tontería y el delirio producen efectos duraderos, no veía por qué la lucidez, la justicia y la benevolencia no alcanzarían los suyos. El orden en las fronteras no era nada sí no conseguía persuadir a ese ropavejero judío y a ese carnicero griego de que vivieran pacíficamente como vecinos.

La paz era mi fin, pero de ninguna manera mi ídolo; hasta la misma palabra ideal me desagradaría, por demasiado alejada de lo real. Había imaginado llevar a su extremo mi rechazo de toda conquista, abandonando la Dacia; lo hubiera cumplido de no haber sido una locura alterar radicalmente la política de mi predecesor; más valía aprovechar lo más sensatamente posible las ganancias previas a mi reino, y ya registradas por la historia. El admirable Julio Basso, primer gobernador de aquella provincia apenas organizada, había muerto de fatiga como yo mismo había estado a punto de sucumbir durante mi servicio en las fronteras sármatas, aniquilado por ese trabajo sin gloria consistente en pacificar todo el tiempo un país al que se da por sometido. Ordené que le hicieran funerales triunfales, que de ordinario se reservaban a los emperadores; aquel homenaje a un buen servidor oscuramente sacrificado fue mi última y discreta protesta contra la política de conquista; puesto que era dueño de suprimirla de golpe ya no tenía motivos para denunciarla en voz alta. En cambio se imponía una represión militar en Mauretania, donde los agentes de Lucio Quieto fomentaban la agitación, pero mi presencia inmediata no era necesaria. Lo mismo ocurría en Bretaña, donde los caledonios habían aprovechado el retiro de las tropas con motivo de la guerra en Asia, para diezmar las insuficientes guarniciones fronterizas. Julio Severo se encargó allí de lo más urgente, hasta que la liquidación de los asuntos romanos me permitiera emprender aquel largo viaje. Pero yo estaba deseoso de terminar personalmente la guerra sármata en suspenso y utilizar esta vez el número necesario de tropas para dar fin a las depredaciones de los bárbaros. En esto, como en todo, me negaba a someterme a un sistema. Aceptaba la guerra como un medio para la paz, toda vez que las negociaciones no bastaban, así como el médico se decide por el cauterio después de haber probado los simples. Todo es tan complicado en los negocios humanos, que mi reino pacífico tendría también sus períodos de guerra, así como la vida de un gran capitán tiene, mal que le pese, sus interludios de paz.

Antes de remontar hacia el norte, para liquidar el conflicto sármata, volví a ver a Quieto. El carnicero de Cirene seguía siendo temible. Mi primera medida había consistido en disolver sus columnas de exploradores númidas. Le quedaba su sitial en el Senado, su cargo en el ejército regular y el inmenso dominio de las arenas occidentales que podía convertir a gusto suyo en un trampolín o en un asilo. Me invitó a una cacería en Misia, en plena selva, y tramó un accidente en el cual, de haber tenido menos suerte o menos agilidad física, hubiera perdido seguramente la vida. Pero era preferible aparentar que no sospechaba nada y esperar con paciencia. Poco más tarde, en la Moesia Inferior, en momentos en que la capitulación de los príncipes sármatas me permitía pensar en el pronto retorno a Roma, un cambio de mensajes cifrados con mi antiguo tutor me hizo saber que Quieto, luego de volver presuroso a Roma, acababa de conferenciar con Palma. Nuestros enemigos fortificaban sus posiciones, organizaban sus tropas. Mientras tuviéramos en contra a aquellos dos hombres, ninguna seguridad sería posible. Escribí a Atiano para que obrara con rapidez. El anciano golpeó como el rayo. Fue más allá de mis órdenes, librándome de una sola vez de todos mis enemigos declarados. El mismo día, con pocas horas de diferencia, Celso fue ejecutado en Bayas, Palma en su villa de Terracina y Nigrino en Favencia, en el umbral de su casa de campo. Quieto pareció en ruta, al salir de un conciliábulo con sus cómplices, junto al carruaje que lo traía de vuelta a la ciudad. Serviano, mi anciano cuñado, que aparentemente se había resignado a mi fortuna pero que acechaba ávidamente mis pasos en falso, debió de sentir una alegría que sin duda fue la mayor voluptuosidad que tuvo en su vida. Los siniestros rumores que corrían acerca de mí hallaron nuevamente oídos crédulos.

Recibí estas noticias a bordo del navío que me traía a Italia. Me aterraron. Siempre es grato saberse a salvo de los adversarios, pero mi tutor había demostrado una indiferencia de viejo ante las consecuencias de su acto; había olvidado que yo tendría que vivir más de veinte años soportando los resultados de aquellas muertes. Pensaba en las proscripciones de Octavio, que habían manchado para siempre la memoria de Augusto, en los primeros crímenes de Nerón seguidos de tantos otros. Me acordaba de los últimos años de Domiciano, aquel hombre mediocre pero no peor que otros, a quien el miedo infligido y soportado había privado poco a poco de forma humana, muerto en pleno palacio como una bestia acosada en los bosques. Mi vida pública me escapaba ya: la primera línea de la inscripción contenía algunas palabras, profundamente grabadas, que no podría borrar jamás. El Senado, ese vasto cuerpo débil, pero que se volvía poderoso apenas se sentía perseguido, no olvidaría nunca que cuatro hombres salidos de sus filas habían sido ejecutados sumariamente por orden mía; tres intrigantes y una bestia feroz pasarían por mártires. Ordené a Atiano que se me reuniera en Bríndisi, para darme cuenta de sus actos.

Me esperaba a dos pasos del puerto, en una de las habitaciones del albergue que miraba hacia el oriente, y donde antaño había muerto Virgilio. Se asomó cojeando al umbral para recibirme; sufría de una crisis de gota. Tan pronto quedamos solos, estallé en reproches. Un reino que deseaba moderado, ejemplar, comenzaba por cuatro ejecuciones, de las cuales sólo una era indispensable; con peligrosa negligencia, se las había cumplido sin rodearías de formas legales. Aquel abuso de fuerza me sería tanto más reprochado cuanto que traería en el futuro de ser clemente, escrupuloso o justo; solo emplearía para probar que mis supuestas virtudes no pasaban de una serie de máscaras y para fabricarme una leyenda de tirano que quizá habría de seguirme hasta el fin de la historia. Confesé mis temores: no me sentía más exento de crueldad que de cualquier otra tara humana; aceptaba el lugar común según el cual el crimen llama al crimen y la imagen del animal que ha conocido el sabor de la sangre. Un antiguo amigo cuya lealtad me había parecido segura, se emancipaba aprovechándose de las debilidades que había creído notar en mi; so pretexto de servirme, se las había arreglado para liquidar una cuestión personal con Nigrino y Palma. Comprometía mi obra de pacificación; me preparaba el más negro de los retornos a Roma.

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