Memorias (77 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

BOOK: Memorias
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Pensaba que
Viaje alucinante II: Destino el cerebro
no se vendería tan bien como se podría esperar, porque representaba un futuro en el que la Unión Soviética y los Estados Unidos eran amigos cautelosos. No trataba de submarinos que competían en el flujo sanguíneo sino de un submarino con mi héroe estadounidense que colaboraba (no del todo voluntariamente) con cuatro miembros de una tripulación soviética.

Supongo que habría tenido mayor aceptación si se hubiera tratado de vapulear a los soviéticos y los villanos comunistas hubieran sido derrotados y masacrados, pero los relatos de guerra no se me dan muy bien.

Por supuesto, tres años después sonreía irónicamente cuando la guerra fría terminaba y parecía que Estados Unidos y la Unión Soviética iniciaban una relación de mayor cooperación y amistad. Todo el mundo en Estados Unidos se preguntaba: “¿Quién lo hubiera imaginado?”

Pues bien, a mí se me había ocurrido, y
Viaje alucinante II
resultó ser toda una premonición. De todas maneras, la película nunca se hizo. Los del cine deberían haberme hecho caso y haber filmado la novela de Phil Farmer.

150. Limusinas

Cuando vivía en Nueva York y era pobre, siempre iba en metro y en tranvía, que sólo costaban cinco centavos. Los taxis, aunque más cómodos, eran para los ricos.

Al volver a Nueva York, siendo ya un rico de mediana edad, utilizaba los taxis, no sólo por comodidad. El metro y los autobuses ya no costaban cinco centavos sino 1, 15 dólares y su suciedad y peligrosidad también habían aumentado en la misma proporción.

El siguiente paso era utilizar la limusina, pero el problema es que no soy una persona de limusina. En ella me siento fuera de lugar; es el medio de transporte equivalente al esmoquin, dentro del cual tampoco me siento cómodo.

Pero las circunstancias se aliaron y me he convertido en uno de sus usuarios, al menos en parte. A medida que me hacía mayor y más famoso, mi renuencia a viajar se acentuaba todavía más y me ofrecían con frecuencia el transporte en limusina como un incentivo adicional. Es difícil rechazar algo así. En definitiva, Janet y yo nos hemos acostumbrado a viajar de este modo, algunas veces durante varios kilómetros y, en cierta ocasión, desde Nueva York hasta las cataratas del Niágara. (Naturalmente, siempre especificamos que queremos un chofer prudente y que no fume.)

Sólo una vez tuve problemas con la limusina, y fue el 4 de noviembre de 1984. me llevaron a unos ochenta kilómetros al norte del estado para dar una conferencia que resultó un éxito. Después hubo una recepción y cuando nos disponíamos a irnos a casa, el coche no estaba. El organizador de la conferencia tuvo que llamar a la empresa de las limusinas para que volvieran a recogerme y tuvieron unas palabras porque el coche no me había esperado.

Cuando llegó la limusina y me hube instalado en su interior, el chofer se dirigió al edificio (yo lo supe más tarde) y allí siguió discutiendo con el organizador. Esperé pacientemente durante unos diez minutos hasta que regresó. Durante el trayecto de vuelta a casa se le veía de mal humor porque (lo supe después) el organizador se había negado a pagarle por adelantado.

Aparentemente, el conductor le daba vueltas al asunto y, cuando estábamos a mitad de camino, paró el coche junto a una cabina telefónica y, pidiéndome perdón, fue a llamar a su jefe. Volvió y empezó a maniobrar el coche de una manera que me hizo sospechar.

—¿Qué está usted haciendo? —pregunté.

—Volvemos porque no me han pagado.

—No puede hacer eso, tengo que volver a casa.

—Lo siento, pero mi jefe dice que primero me tienen que pagar.

—¿Cuánto es?

—Ciento cincuenta dólares.

—Yo le pagaré. Lléveme a casa.

—¿Y si le llevo a su casa y después no me paga?

—Le pagaré ahora —respondí exasperado.

Saqué el dinero, se lo di y me llevó a casa.

Finalmente, la persona que había organizado la conferencia me devolvió el dinero, pero fue una experiencia desagradable. Para ser justos, ésta ha sido la única vez en que un chofer de limusina no ha cumplido con su obligación profesional de dar preferencia a los intereses del cliente, si se me permite la expresión.

151. Los humanistas

Nunca me he molestado en “etiquetar” mis creencias. Creo en la ciencia y en el raciocinio como métodos para entender el Universo. No creo en la existencia de entidades a las que no se puede llegar por estas vías y, de existir, las consideraría “sobrenaturales”. Desde luego no creo en los mitos de nuestra sociedad, en el cielo, el infierno, en Dios y los ángeles o Satán y los demonios. Pienso en mí mismo como un “ateo”, pero eso sólo define lo que no creo, no mis creencias.

Poco a poco, sin embargo, fui descubriendo la existencia de un movimiento llamado “humanista”, cuyos seguidores creen, por decirlo de una manera sencilla, que los seres humanos son los protagonistas del avance progresivo de la sociedad y también de las desgracias que la acosan. Creen que si hay que mitigar estas desgracias, será la humanidad la que deba hacer el trabajo. No creen que lo sobrenatural influya en lo bueno ni en lo malo de la sociedad, ni en sus desgracias o en su ventura.

Recibí una copia del
Manifiesto humanista
hace décadas, cuando todavía era bastante joven. Leí la declaración de principios del humanismo, descubrí que estaba de acuerdo con ella y la firmé. Cuando en los años setenta me enviaron una declaración actualizada,
Manifiesto Humanista II
, también estuve de acuerdo con ella y firmé. Esto me convirtió en un humanista declarado, y Janet, por voluntad propia (y como resultado de la evolución de sus ideas antes de conocerme) ha seguido mi ejemplo.

En realidad, cuando íbamos a casarnos y estábamos decidiendo bajo qué auspicios lo haríamos, elegimos a Edward Ericson, de la Ethical Culture Society, porque él también había firmado el
Manifiesto humanista
en ambas ocasiones. Él interrumpió sus ocupaciones para casarnos porque sabía que yo también lo había firmado.

Mi humanismo no se reduce sólo a adherirme a declaraciones de intenciones, por supuesto. He escrito gran cantidad de ensayos y artículos que apoyan al razonamiento científico y donde denuncio todo tipo de basura seudocientífica. En concreto, he luchado con vehemencia contra los fundamentalistas religiosos que defienden la visión babilónica del mundo de los primeros capítulos del Génesis. Estos artículos han aparecido en varios medios de comunicación, incluso en el
The New York Times Magazine
del 14 de junio de 1981.

También publiqué una tribuna abierta en el
New York Times
en la que discutía con energía (y creo que con justicia) las opiniones de un astrónomo eminente y autor de un libro en el que sostenía que la teoría de la Gran Explosión fue anunciada en cierto modo por los escritores bíblicos del Génesis y que los astrónomos dudaban en aceptarla porque no querían apoyar esta teoría religiosa convencional.

Amplié este artículo hasta convertirlo en un libro,
In the Beginning
, en el que repasaba uno a uno los versículos de los primeros once capítulos del Génesis, de la manera más imparcial y menos emocional posible, y comparaba la interpretación literal de su lenguaje con las creencias modernas de la ciencia. Lo publicó Crown en 1981.

También hay que contar, por supuesto, con mis dos volúmenes anteriores de la
Guía de la Biblia
, escritos desde un punto de vista estrictamente humanista.

Por todo ello la Asociación Humanista Americana me eligió “Humanista del año” en 1984, y fui a Washington a recibir el galardón y pronunciar unas palabras el 20 de abril. Era un grupo pequeño, ya que el número de los humanistas es reducido. Al menos, los que estamos dispuestos a reconocer públicamente nuestra adhesión al humanismo somos pocos. Sospecho que muchas personas de tradición occidental son humanistas, por lo que respecta a la manera en que viven, pero que los condicionamientos de su infancia y las presiones sociales los obligan a declararse seguidores de una religión aunque no la practican y no les dejan reconocer que su religiosidad es una mera postura.

Allí estaban otros “Humanistas del año” anteriores como Margaret Sanger, Leo Szilard, Linus Pauling, Julian Huxley, Hermann J. Muller, Hudson Hoagland, Erich Fromm, Benjamin Spock, R. Buckminster Fuller, B. F. Skinner, Jonas E. Salk, Andréi Sájarov, Carl Sagan y muchos otros del mismo nivel, así que éramos pocos pero escogidos.

Di una charla humorística que trataba de los diversos tipos de cartas que recibía de los creyentes, cartas que llegaban al extremo de rezar por mi alma o de condenarme al infierno. Tuve un gran éxito, demasiado, puesto que acabaron pidiéndome que fuera el presidente de la Asociación Humanista Americana.

Dudé y argüí que no viajaba y que no podría asistir a las convenciones que no se realizaran en Nueva York, y que además mi programa estaba tan apretado que no podía comprometerme a responder la correspondencia o a implicarme en las discusiones políticas, inevitables en todas las organizaciones.

Me aseguraron que no esperaban que viajara ni que hiciera cualquier cosa que no quisiera hacer. Lo que deseaban era mi nombre, mis escritos (los tenían) y mi firma unida a las cartas para solicitar fondos.

Incluso después de aclarar esto, todavía me preguntaba qué sucedería si destacaba aún más mi presencia en el movimiento humanista. Mi revista
IASFM
todavía era bastante joven y una o dos personas habían cancelado su suscripción “porque Isaac Asimov es un humanista”. ¿Daría la puntilla final a la revista si me convertía en el presidente de la AHA?

Después pensé que mis editoriales en la revista eran totalmente francos, así pues, ¿qué podía empeorar mi presidencia? Además, no quería tomar una decisión influido por la cobardía. Por tanto, acepté y desde entonces soy el presidente de la Asociación Humanista Americana.

La asociación ha mantenido su palabra. No viajo ni participo en las cuestiones de organización. Sin embargo, he firmado varias cartas de petición de fondos y sigo escribiendo mis ensayos humanísticos. La asociación está satisfecha conmigo porque desde que soy presidente el número de miembros se ha incrementado considerablemente e insisten en atribuirme el mérito.

152. Ciudadano de la tercera edad

Pasé mi sexagésimo cumpleaños a salvo, un hito que pensé que no alcanzaría después de mi ataque al corazón de 1977. Después me fui acercando a mi sexagésimo quinto aniversario, otra hazaña que temí no poder alcanzar en los angustiosos meses previos al
bypass
triple.

Y allí estaba. El 2 de enero de 1985 cumplí los sesenta y cinco, una edad que a menudo se considera la línea divisoria oficial más allá de la cual uno se convierte en un “ciudadano de la tercera edad”, una definición que detesto con todo mi corazón.

Yo era, a los sesenta y cinco años, un anciano.

Ésa es, desde luego, la edad tradicional para la jubilación, pero esto sólo sucede si alguien puede despedirme y llamarlo jubilación. Como escritor independiente, yo podía ser rechazado pero no despedido. Los editores podían negarse a publicar mis libros, pero no evitarían que los escribiera.

Así que organicé una “fiesta de no jubilación” para más de cien personas.

Janet y yo especificamos que era “sin regalos” y “sin tabaco”. Una fiesta sin humos era el mejor regalo que podía recibir y salió estupendamente; todos mis editores y amigos estuvieron muy simpáticos, mi hermano Stan leyó un divertido discurso, etc.

Y mi carrera de escritor pasó la barrera de mi sexagésimo quinto cumpleaños como si nada.

Pero el 7 de febrero de 1985, la administración me pilló y me llamaron para que fuera a ver a algunos funcionarios que querían comprobar mi partida de nacimiento y mis declaraciones a Hacienda. (Las podría haber enviado por correo, pero mi partida de nacimiento, una hoja frágil de papel viejo de Rusia, no era algo que quisiera confiar a Correos, o a los funcionarios del gobierno, si vamos a eso.)

Me dijeron que tenía derecho a recibir asistencia médica gratuita y la acepté con cierta culpa puesto que tengo un seguro médico de cobertura muy amplia y aunque no lo tuviera me podría pagar mi propia asistencia médica. Sin embargo, acababa de pasar por una operación grave y podrían llegar más. No quería privarme de una parte de una parte importante de mi fortuna sólo por mi supervivencia, puesto que quería dejar asegurado el futuro de mi mujer y de mis hijos después de mi muerte. Así que cuando los funcionarios me dijeron que tenía que aceptar la asistencia médica gratuita, lo hice.

La pensión de la Seguridad Social era otra cosa. Me negué rotundamente a aceptarla. Dije:

—No me he jubilado. Gano mucho dinero y voy a seguir haciéndolo. No necesito la pensión de la Seguridad Social y otros sí, así que guarde mi dinero para ellos.

El funcionario que estaba detrás del mostrador repuso:

—Si es eso lo que quiere, de acuerdo, pero sólo hasta que cumpla los setenta. Después, tendrá que aceptar su pensión.

No le di más importancia y lo olvidé hasta enero de 1990, cuando me llegó un cheque del gobierno para el que no encontraba justificación hasta que recordé el tema de la Seguridad Social. Consulté a mi contable, y me dijo:

—Has pagado por ello, Isaac. Es tu dinero.

Así era. Y entonces pensé en los cientos de miles de dólares que pago al año en impuestos y en la gran parte que va a los bolsillos de políticos y hombres de negocios avariciosos; así que decidí aceptar el dinero, que créame, no es mucho.

153. Más sobre Doubleday

Después del embrollo de
Viaje alucinante
II la situación en Doubleday seguía, por decirlo suavemente, inestable. Estaba claro que Nelson Doubleday, propietario de la empresa y del equipo de béisbol de los Mets de Nueva York, sólo estaba interesado en éste último. La editorial perdía dinero y estaba buscando un comprador.

Como ya dije, a un director le seguía otro, ya que todos se iban en busca de mejores oportunidades. Sin embargo, yo pensaba seguir unido a la empresa. No tenía la intención de abandonar un barco que se estaba hundiendo, sobre todo porque no creía que se hundía. Pensé que Nelson lo vendería a alguna otra empresa y que las cosas seguirían como siempre.

Dicho sea de paso, Nelson me enviaba todos los años una invitación para el partido de inauguración de la temporada de los Mets en el Shea Stadium, y el 14 de abril de 1986 fui a ver el juego. Era la primera vez que asistía a un partido de béisbol en vivo desde que llevé a David a un partido de los Red Sox hacía un cuarto de siglo.

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