Estaba fascinado porque años antes de que nadie hubiera sugerido algo así yo había escrito un artículo, titulado
I´m Looking Over a Four-Leaf Clover
(
F&SF
, septiembre de 1969), en el que presentaba mis ideas sobre cómo empezó todo, y la explicación que avancé fue: “En el principio no había nada”, y la llamé la Primera Regla de la Cosmología de Asimov.
No era más que una intuición, pero estoy muy orgulloso de mi instinto científico, y este incidente me agradó.
También recuerdo algunas discusiones. El 5 de febrero de 1987, un orador que hablaba de la Iglesia cristiana primitiva expuso algunas opiniones bastante parciales en las que atribuía a Jesús el papel de un mago. A propósito de algo que dijo señalé que el verdadero fundador del cristianismo había sido san Pablo y que sin él el cristianismo podía haber vivido y muerto como una oscura secta judía.
No estuvo de acuerdo conmigo y citó algunas comunidades cristianas muy prósperas que San Pablo nunca visitó. Traté de explicarle que todas esas comunidades fueron desmanteladas por lo que la Iglesia posterior consideró herejías y, a la larga, por el Islam, y que en las regiones en las que San Pablo fue misionero fue donde la corriente principal de la cristiandad sobrevivió y floreció.
Intenté citar a Horacio, que dijo: “Muchos hombres valientes vivieron antes que Agamenón, pero todos están postrados en la noche eterna… porque no tuvieron un poeta sagrado.” Traté de explicar que san Pablo fue para Jesús lo que Homero para Agamenón, pero no pude exponer mi punto de vista porque me interrumpía para repetir sus propias opiniones. No me habría importado si me hubiese escuchado y después me hubiese refutado, pero no me escuchaba y Heinz tuvo que detenerme porque vio que me estaba enfadando cada vez más y temía que explotara e hiriera los sentimientos del huésped invitado.
En otra ocasión intentaba explicar que el carbono 14 era más peligroso para el cuerpo que el potasio 40, porque el carbono 14 afectaría hasta los propios genes, en los que cada ruptura significa, sin excepción, una mutación, mientras que el potasio 40 no está presente en los genes y, por tanto, no causa mutaciones obligatoriamente.
La premio Nobel Rosalyn Yalow opinaba que el potasio 40 producía más energía al desintegrarse y que, por tanto, era más peligroso. Varias veces señalé que no era la energía sino la localización lo que constituía el peligro, y ella se negaba a admitirlo.
Por supuesto, el lector puede argumentar que yo era tan testarudo en mis opiniones como ellos en las suyas. Sí, desde luego, pero yo tenía razón y ellos estaban equivocados, y ahí radicaba la conferencia.
Recuerdo que en otra ocasión, reflexionaba sobre los fractales, que son conjuntos de curvas con propiedades fascinantes. Tienen dimensiones fraccionarias, de manera que una curva fractal puede que no presente una dimensión, ni dos, sino una dimensión y media, que es la razón por la que les llaman fractales. Dichas curvas pueden ser de una complejidad infinita, de manera que cada pequeña parte, por muy pequeña que sea, es tan compleja como el conjunto.
La teoría de los fractales fue desarrollada con detalle por primera vez por el matemático franco-estadounidense Benoit Mandelbrot, a quien conocí el 16 de abril de 1986, cuando el Instituto Franklin de Filadelfia le ofreció un homenaje. En esa ocasión yo daba la conferencia principal de la tarde, pero no me habían avisado de que se trataba de una ceremonia de gala. En definitiva, fui el único que no llevaba esmoquin, lo que no me molestó en absoluto.
Sea como fuese, Heinz planteó la siguiente cuestión en una reunión del Reality Club:
—¿Podrá la ciencia explicarlo todo alguna vez? Y ¿podemos decidir si puede hacerlo?
Me puse de pie de inmediato y dije:
—Estoy seguro de que la ciencia nunca podrá explicarlo todo y puedo dar mis razones para esta opinión.
—Adelante, Isaac —dijo Heinz.
—Creo que el conocimiento científico tiene propiedades de fractal; no importa cuanto aprendamos, lo que queda, por muy pequeño que pueda parecer, es tan infinitamente complejo como lo era el todo al empezar. Ése, creo, es el secreto del Universo.
—Muy interesante —dijo Heinz pensativo, pero ninguno de los presentes añadió nada más.
El 25 de julio de 1988, en la reunión anual del Instituto Rensselaerville, Mark Chatrand llevó una cinta de video de media hora que mostraba un fractal. Empezaba con una figura oscura en forma de corazón que tenía pequeñas figuritas alrededor y poco a poco se iba agrandando en la pantalla. Una figura “satélite” era enfocada lentamente y se hacía mayor hasta que llenaba la pantalla y se advertía que también estaba rodeada por figuras subsidiarias que, cuando se agrandaban, seguían teniendo otras figuras “satélite”.
El efecto era el de un lento hundimiento en una complejidad que nunca cesaba de ser compleja. Estaba totalmente hipnotizado al mirar este desdoblamiento interminable. Así, creía yo, era el descubrimiento científico, un desdoblamiento interminable de capas de complejidad cada vez más profundas.
Me acordé de Heinz y pensé con ilusión que le hablaría de la cinta, si todavía no la conocía.
Pero en Rensselaerville yo no leía los periódicos, ni oía la radio ni veía la televisión. Por tanto, no sabía que exactamente veinticuatro horas antes de que yo viera la cinta de los fractales, Heinz Pagels, que asistía a una conferencia en Colorado, se disponía a descender de una montaña a la que había subido. (Era un escalador entusiasta.) Pisó una roca suelta, perdió el equilibro, cayó rodando montaña abajo y se mató.
No lo descubrí hasta que volví a casa y repasé los números atrasados del
New York Times
. Di un grito, conmocionado, y Janet vino corriendo asustada para ver lo que había sucedido. Heinz tenía sólo cuarenta y nueve años cuando murió.
Incluso antes de que se publicara
Los límites de la Fundación
, en Doubleday estaban satisfechos con el acuerdo de los anticipos y con las ventas de derechos para el extranjero, que iban a proporcionar mucho dinero. Yo no lo estaba, sencillamente porque no podía creer que uno de mis libros pudiera ser un best-seller. Si había escrito doscientos sesenta y un libros seguidos que no fueron best-seller, en mi opinión, eso establecía un patrón.
Sin embargo, los de Doubleday estaban tan seguros de sus razones que hicieron que Hugh O’Neill me entregara un contrato para escribir otra novela, el 18 de mayo de 1982. Este contrato me ofrecía un adelanto bastante más elevado que el de
Los límites de la Fundación
. Además, en cuanto lo firmé, Hugh me dio un cheque por la mitad del anticipo.
Mantuve la calma. Ni siquiera pensaba empezar la nueva novela hasta que
Los límites de la Fundación
se publicara y comprobara cómo se vendía.
Lo comprobé. Cuando apareció en la lista de libros más vendidos, supe hasta que no tenía elección. Empecé la nueva novela el 22 de septiembre de 1982.
Sin embargo, ni en el contrato ni en ninguna comunicación verbal se decía que debía ser otra novela de la Fundación y desde luego no quería que lo fuera. En vez de eso, pensé en reemprender otra serie que no había terminado nunca.
En 1954 había publicado la versión en libro del relato
Bóvedas de acero
y su continuación,
El sol desnudo
, en 1957. En 1958 tenía otro contrato para una tercera novela sobre Elijah Baley y R. Daneel Olivaw (el detective y su robot ayudante), ya que mi intención era hacer otra trilogía con ellos. Empecé el tercer volumen en 1958 y me quedé atascado en el capítulo octavo. No se me ocurría nada más y no me gustaba lo que había escrito. Éste era el libro del que traté de devolver los dos mil dólares de adelanto que Doubleday me pagó. Al final transfirieron el anticipo a mi primer libro de no ficción con Doubleday,
Life and Energy
.
En 1982, veinticuatro años después de haber fallado con el tercer libro de la trilogía de robots, mis pensamientos volvieron de nuevo hacia él. Si había logrado con éxito escribir un cuarto libro de la Fundación, sin duda, podía añadir un tercer libro a la saga de los robots.
En 1958 me había atascado en una narración en la que pretendía que una mujer se enamorara de un robot humanoide como R. Daneel Olivaw. Entonces no encontré la manera de hacerlo, y mientras escribía los ocho capítulos, la necesidad de describir la situación se hizo imperiosa y aterradora a la vez.
Pero en 1982 la mentalidad había cambiado. Los escritores podían hablar con más libertad de las relaciones sexuales, y yo era mejor escritor. No volví a los capítulos olvidados (cosa que sí hice con las catorce páginas del material de la Fundación). No los quería para nada. Decidí empezar de nuevo.
Me habían pedido que
Los límites de la Fundación fuera más larga
que mis anteriores novelas, que tenían unas setenta mil palabras, excepto
Los propios dioses
, que tenía noventa mil. Por eso,
Los límites de la Fundación
llegó a las ciento cuarenta mil palabras. Supuse que las instrucciones eran válidas para las siguientes obras y resolví que la tercera novela de robots también sería de ciento cuarenta mil palabras, o sea, tan larga como las dos primeras novelas de robots juntas. Esto me daría más espacio para describir los detalles de la nueva sociedad de la que trataría, y una mayor comodidad para resolver la complejidad del argumento.
Llamé a la nueva novela
The World of the Dawn
(El mundo del amanecer), porque el marco principal se desarrollaba en un planeta llamado Aurora, diosa romana del amanecer. Pero Doubleday, una vez más, tuvo la última palabra. Una novela de robots, según ellos, tenía que incluir la palabra “robot” en el título. Por tanto, el libro se llamó
Los robots del amanecer
, que resultó ser un título todavía más adecuado.
Me divertí mucho más con esta novela que con
Los límites de la Fundación
. En parte porque con un éxito de ventas en el bolsillo, esta vez tenía más confianza.
Además,
Los robots del amanecer
, al igual que las otras dos novelas anteriores, trataba fundamentalmente de un misterioso asesinato y me siento muy a gusto con estos relatos.
Terminé la novela el 28 de marzo de 1983. para entonces
Los límites de la Fundación
se había vendido tan bien y
Los robots del amanecer
había gustado tanto a los editores de Doubleday que me resigné a escribir novelas.
En realidad, esta última novela también figuró en las listas de libros más vendidos, pero durante menos semanas que la primera, aunque en mi opinión era mejor. Probablemente esto fue debido a dos razones ajenas a las cualidades relativas de ambos libros. Por un lado,
Los límites de la Fundación
se había beneficiado de la expectación creada por la aparición de un nuevo libro de la Fundación. La expectación creada por un tercer libro de robots no fue tan larga ni tan intensa. Por otro lado, el éxito de un libro depende en gran medida del resto de los libros que aparecen al mismo tiempo.
Los límites de la Fundación
se publicó sin apenas competencia mientras que
Los robots del amanecer
tuvo que enfrentarse a varios libros más.
Puesto que estaba obligado a seguir con otra obra, el placer que me produjo escribir
Los robots del amanecer
me llevó a emprender la cuarta novela de robots. En ella, Elijah Baley iba a morir, pero ya había decidido que el robot, Daneel Olivaw, era el verdadero héroe de la serie y que seguiría en activo.
Con todo, el hecho de que mis robots fueran evolucionando en cada uno de mis libros, hacía más difícil evitar que no los introdujera en mi serie de la Fundación.
Con gran esmero, busqué una razón para ello y, al meditarlo, me di cuenta de que necesitaba unir mis novelas de robots y de la Fundación en una sola serie. Intenté iniciar este proceso en la cuarta novela de robots y para insinuar mis intenciones quería titularla
Robots e imperio
.
Discutí el tema con Lester y Judy-Lynn del Rey, porque la editorial Random House había absorbido a Fawcett y controlaba mis obras de ficción en rústica. En concreto, estaban editando mis nuevas novelas de los ochenta y pensé que deberían saberlo. Para mi sorpresa y disgusto, los del Rey se opusieron rotundamente a mi propuesta. Argumentaban que los lectores preferirían tener las dos series por separado y me pareció que estaban dispuestos a no publicar las versiones en rústica si seguía adelante con mi plan.
Me fui muy desanimado y le expliqué la situación a Kate Medina. (A Hugh O’Neill le habían ofrecido un puesto en Times Books, y Kate, a quien conocía desde hacía años, era mi nueva directora.)
Me preguntó:
—¿Qué es lo que quieres hacer tú, Isaac?
—Quiero unir las dos series —le respondí tristemente.
—Pues tú eres el escritor, hazlo.
—No lo entiendo, Kate. Si lo hago, los del Rey probablemente no comprarán los derechos para editar mis libros en rústica.
—Eso no es tu problema —sostuvo Kate—. Tú escribe lo que quieras y Doubleday venderá los derechos en rústica; si no a los del Rey, a otros.
(Así que ya puede ver el lector lo fácil que es ser leal a Doubleday. ¡Después de todo, ellos son leales conmigo!)
Seguí adelante, escribí
Robots e imperio
e inicié claramente el proceso de fusión de las dos series. Al final, triunfó la virtud, ya que los del Rey, a pesar de todo, compraron los derechos. Tuvo lugar una fiesta de presentación del libro el 15 de septiembre de 1985 y Judy-Lynn del Rey asistió de muy buen humor y nunca mencionó una palabra del tema. (Fue la última vez que la vi con vida. Es estupendo que no podamos predecir el futuro.) Dicho sea de paso, aunque
Los límites de la Fundación
se publicó en 1982 y
Los robots del amanecer
un año más tarde,
Robots e imperio
no apareció hasta 1985. La razón de este retraso la explicaré más adelante.
Robots e imperio
se vendió muy bien y figuró en la lista de libros más vendidos de
Publishers Weekly
, al igual que las dos novelas anteriores, pero no apareció en la lista del
New York Times
. Esto era importante porque las ventas de libros en rústica proporcionaban ingresos extraordinarios si el libro permanecía durante cierto tiempo en la lista de
best-sellers
, y sólo contaba la del
New York Times
.