—¿Quieres a tu madre, Peter?
—¡Muchísimo! —replicó él con tanta sinceridad que podía ponerme en las manos de Colvin con toda tranquilidad.
Después de examinarme, Colvin me preguntó si quería esperar hasta después de las fiestas de Navidad para operarme.
En realidad, tenía una razón para esperar, ya que quería asistir al banquete anual de los Baker Street Irregulars que se celebraría el 6 de enero. Estaba preparando una canción para cantarla con la melodía de Danny Boy y quería hacerlo de todo corazón.
Pero no me arriesgué, así que respondí:
—No, doctor Colvin, quiero operarme lo antes posible.
Se fijó la fecha para el 14 de diciembre de 1983.
Terminé la canción, la grabé en una cinta magnetofónica y le dije a Janet que la entregara a los BSI si yo no podía hacerlo. La perspectiva de la operación no nos animó a celebrar un feliz décimo aniversario de boda, puesto que fue al día siguiente de la entrevista con Colvin.
Para mayor desgracia, Sally Greenberg, la mujer de Marty, también ingresaba en el hospital. Tenía cáncer de riñón y estaba peor que yo.
Unos días antes de la fecha de mi operación me olvidé de mi estado, y como tenía problemas para conseguir un taxi, corrí tras uno que se había parado en un semáforo y así evitar que alguien me lo quitara.
La descarga de adrenalina me mantuvo en pie mientras corría, pero después de entrar en el taxi, anunciarle al conductor mi destino y tranquilizarme, la adrenalina dejó de fluir y mi corazón, incapaz de conseguir el oxígeno que necesitaba, se quejó como nunca. Tuve el peor ataque de angina de mi vida y mientras me agarraba el pecho y jadeaba para conseguir aire, pensé que era el final. Iba a tener un segundo ataque y esta vez me mataría.
Creí que el taxista, al llegar a Doubleday, adonde yo me dirigía, descubriría que tenía un cadáver en su taxi y, como no estaría dispuesto a cumplir los trámites burocráticos derivados de informar sobre mí (o eso me imaginaba), seguiría conduciendo hasta el East River, me arrojaría al río y se iría. Janet se volvería loca porque yo no regresaba a casa.
Intenté coger mi libreta para escribir mi nombre y dirección con letras grandes, con instrucciones para llamar a Janet, pero antes de hacerlo sentí que el dolor disminuía y cuando llegamos a Doubleday ya me sentía bien, aunque muy inquieto.
Lo que me dijo Stan hacía once años, cuando me iban a operar tiroides, era cierto. Cuando el dolor te ataca, las operaciones no te dan miedo, y yo apenas podía esperar para operarme.
El lunes 12 de diciembre de 1983, entré en el hospital. Allí, el anestesista me explicó la naturaleza de la operación. Pregunté cómo se podía hacer el
bypass
puesto que era obvio que había que perforar la aorta y pensaba que me desangraría mucho.
—Bueno —me dijo—. Paramos el corazón.
Me puse verde.
—Eso me da cinco minutos de vida.
—No, no. Estará conectado a una máquina corazón-pulmón que mantendrá la sangre en circulación y a usted respirando.
—¿Y si se va la luz?
—Tenemos un generador de emergencia.
—¿Y si mi corazón no empieza a latir de nuevo?
—Se empeñará en hacerlo. Lo difícil es evitar que empiece antes de que estemos listos.
Recapacité y pedí ver a Paul Esserman.
—Paul —le dije—, siento haberle dicho todo eso al anestesista porque pensará que estoy chiflado, pero tú me comprenderás. Escucha, mi cerebro tiene que recibir todo el oxígeno que necesite. No me perdonaría que un flujo insuficiente acabara con él. No me preocupa lo que le suceda a mi cuerpo, dentro de unos límites, pero mi cerebro no debe ser perjudicado de ninguna manera. Tendrás que explicar a todos los que participan en la operación que tengo un cerebro extraordinario que debe ser protegido.
—Lo entiendo, Isaac —dijo Paul asintiendo con la cabeza—, y te prometo que se lo haré entender también. Y tras la operación te haremos un tren.
(Años más tarde el
New York Times
publicó un artículo que avalaba mis temores. Se había demostrado que uno de cada cinco personas sometidas a una máquina corazón-pulmón sufre algún tipo de daño cerebral, no necesariamente grave. Tanto Paul como Peter recordaron mi insistencia en recibir suficiente oxígeno y ambos admitieron que tuve toda la razón en haberla requerido. Da la casualidad de que no sufrí ningún daño cerebral, algo de lo que puedo estar seguro porque mi obra siguió inalterable.)
La tarde del día 14, me llevaron a los ascensores y yo le recordé a Janet:
—Ten en cuenta, si algo me sucede, que he recibido un adelanto de setenta y cinco mil dólares de Doubleday que tendrás que devolver.
Cuando todo terminó, también lo comenté en Doubleday para impresionarlos y para que supieran que no tenía intención de aceptar dinero de ellos a cambio de un libro que no pudiera escribir. Me replicaron, como adiviné, con la vieja cantinela:
—No digas tonterías, Isaac. No habríamos aceptado el dinero.
Me habían atiborrado de sedantes y no recuerdo nada de lo que ocurrió antes de entrar en el ascensor. Sin embargo, luego me dijeron que no quise que empezara la operación hasta después de haber cantado una canción.
—¿Una canción? —pregunté sorprendido—. ¿Qué canción?
—No lo sé —dijo mi interlocutor—. Algo sobre Sherlock Holmes.
Es obvio que mi parodia para el BSI estaba muy arraigada en mi mente. En realidad, la víspera de mi operación dio rienda suelta a una fantasía. Yo había muerto en la mesa de operaciones y Janet, toda vestida de negro, llegaba al BSI para entregar la cinta grabada.
—Mi difunto marido —decía angustiada y llorosa— tuvo a los BSI en sus últimos pensamientos y me pidió que les entregara esto.
Y representaban mi parodia con la melodía de Danny Boy. Los primeros versos decían:
Oh, Sherlock Holmes, the Baker Street Irregulars
Are gathered here to honor you today,
For in their hearts you glitter like a thousand stars,
And like the stars, you’ll never fade away.
[¡Oh! Sherlock Holmes, los Irregulares de Baker Street / están aquí reunidos hoy para honrarte, / ya que brillas en sus corazones como un millar de estrellas, / y como las estrellas, nunca te desvanecerás.]
Cantarían la canción y la audiencia lloraría. Terminada la canción, todos se pondrían de pie y aplaudirían sin cesar durante veinte minutos. Y, en mi soñar despierto, escuchaba veinte minutos de aplausos mientras mis ojos se llenaban de lágrimas de felicidad.
Después me operaron y lo siguiente que supe era que abría los ojos y veía que estaba en la sala de reanimación. Había sobrevivido. Mi primer pensamiento fue que ya no recibiría tantos aplausos como si hubiese muerto.
—¡Oh! (taco borrado) —dije disgustado.
Siempre he pensado en ese momento como el testimonio final del cómico que había en mí, ya que lamentaba haber sobrevivido porque eso me hacía perder mi ovación.
Después, Paul me dijo que tras la operación esperó hasta que abrí los ojos y le reconocí.
No lo recuerdo, porque durante un rato estuve flotando entre la conciencia y la inconsciencia. No recuerdo nada de lo sucedido hasta que no estuve consciente del todo.
En un momento de semiconsciencia dije:
—Hola, Paul.
Paul se inclinó y ansioso por comprobar el estado de mi cerebro me dijo:
—Inventa un verso jocoso.
Parpadee y después dije lentamente:
There was an old doctor named Paul
With a penis exceedingly small…
[Había un viejo doctor llamado Paul / con un pene sumamente pequeño…]
Y Paul me dijo adustamente:
—Es suficiente, Isaac. Has aprobado.
En cuanto amaneció, una amable enfermera me trajo el
New York Times
y permanecí allí tumbado en la sala de reanimación leyendo el periódico. Teniendo en cuenta que llegué a creer que no viviría para ver el 15 de diciembre de 1983, el hecho de estar leyendo el periódico de ese día me llenó de satisfacción. ¡Estaba vivo!
Un médico que pasó, se me quedó mirando y preguntó:
—¿Qué hace usted?
Levanté la mirada sorprendido y respondí:
—Leer el
Times
.
—¿En reanimación?
—¿Por qué no? Leer no impedirá que me recupere.
Se marchó sacudiendo la cabeza. Al parecer se supone que los pacientes lo único que pueden hacer en reanimación es estar tumbados en estado semicomatoso.
Colvin vino a verme y le dije:
—Doctor Colvin, Paul Esserman me ha dicho que la operación ha sido un éxito.
—¿Un éxito? —preguntó Colvin despectivamente—. Ha sido perfecta.
Una de mis arterias mamarias estaba en muy buen estado y se utilizó para hacer el
bypass
de la coronaria mayor. Una vena de mi pierna izquierda sirvió para los otros dos. Una arteria puede soportar el vapuleo mucho mejor que una vena, así que el
bypass
arterial de la coronaria principal fue todo un éxito y me dejó en muy buena forma.
Esto no era más que el principio, por supuesto. Tuve que permanecer en el hospital unas dos semanas más para seguir la recuperación. El tener dinero ayuda, se lo puedo asegurar. Las enfermeras del hospital, agobiadas de trabajo, no podían proporcionarme los cuidados que necesitaba, así que Janet contrató enfermeras privadas que estuvieran conmigo las veinticuatro horas del día, en turnos de ocho horas.
Todas, puedo asegurarlo, fueron encantadoras.
No pude ingerir comida sólida durante varios días porque estaban esperando que desapareciera el exceso de albúmina de mi orina. (La máquina que conectan al corazón y a los pulmones afecta a los riñones, y los míos no han funcionado al ciento por ciento desde entonces; aunque no me di cuenta de esto hasta mucho después. Nadie se molestó en decírmelo. Pero no es algo de lo que me pueda quejar. El estado de los riñones no amenaza a la vida directamente y el de la arteria coronaria que me curaron en la operación sí.)
Así que me alimenté de sopa y gelatina durante días y acabé odiando la dieta. Cuando por fin la albúmina descendió a un nivel tolerable, mi “asistenta” (una muy mona que trabajaba de enfermera mientras esperaba su oportunidad en el mundo del espectáculo) me trajo un bocadillo de pollo picado con pan blanco que compró en la tienda. En una situación normal no me hubiera molestado en hincarle el diente, pero esta vez me lo comí como si fuera un lobo ante una chuleta de cordero; me lo tragué en un instante, después me dejé caer en la cama con un suspiro de placer y le dije a la enfermera:
—Felicite al cocinero de mi parte, por favor.
Por fin salí del hospital el 31 de diciembre de 1983 y pude ver los fuegos artificiales de Año Nuevo desde la ventana de mi casa. No sólo eso, sino que el 2 de enero fui despacito hasta Shun Lee (nuestro restaurante chino local, que es excelente) y celebré mi sexagésimo cuarto cumpleaños de la manera tradicional, con los del Rey, y esta vez también con Robyn.
Pero se acercaba el 6 de enero y le di la lata a Peter Pasternack para que me permitiera asistir al banquete de los Baker Street Irregulars. Por fin se rindió y me dijo:
—Si la temperatura sube por encima de cero grados y no llueve.
No tenía muchas posibilidades, ya que acabábamos de pasar uno de los meses más fríos de la historia mientras estaba en el hospital. Sin embargo, la diosa Fortuna me sonrió. La tarde del 6 de enero de 1984 la temperatura subió hasta cuatro grados y medio, y aunque estaba nublado, no llovía. Cogimos un taxi, le dije al taxista que le daría propina doble si iba despacio (no estaba en condiciones de soportar ni siquiera una pequeña colisión), y llegué al banquete durante el descanso.
Todo el mundo se arremolinó a mi alrededor para decirme lo bien que me veían (señal evidente de que mi aspecto era horrible) y canté mi canción con una voz bastante ronca, ya que había tenido un tubo metido en la garganta mientras estaba en la mesa de operaciones. Recibí una grata ovación pero sólo durante dos minutos, no veinte. Las desventajas de estar vivo.
Era importante para mí que me quedara en casa y descansara, aunque con gran alivio por mi parte, resultó que ocuparse del correo acumulado y escribir libros no se consideraba un trabajo agotador. (Al menos no físicamente.)
Esto fue un descanso para mí porque había ido al hospital con el último capítulo de la
Guía de la ciencia
sin revisar. Me las arreglé para terminarlo y lo entregué personalmente en Basic Books (que ahora es una filial de Harper & Row) el 17 de enero de 1984, y todos me comentaron el magnífico aspecto que tenía. La cuarta edición,
Nueva guía de la ciencia
, se publicó a finales de ese año.
Me quedaban dos pequeños problemas físicos. Mi voz continuaba ronca, y empecé a pensar que tenía cáncer de garganta. Le dije a Janet:
—Si he sobrevivido a un
bypass
triple sólo para tener un cáncer de garganta, me molestaría bastante.
Fui a mi otorrino, Noel Cohen, el 25 de enero y después de mirar mis cuerdas vocales éste me dijo:
—Siguen ligeramente inflamadas debido al tubo que tuviste en la garganta. ¿Has estado cantando, gritando o hablando?
—Sí, sí y sí —le contesté.
—Durante dos semanas habla bajito —me aconsejó.
Fueron dos semanas duras, pero la ronquera desapareció.
Además no podía controlar del todo el dedo meñique de la mano izquierda. Paul Esserman dijo que probablemente algún nervio estaba dañado como consecuencia de la operación y que habría que esperar que se curara.
—¿Durante cuanto tiempo? —pregunté indignado.
—Es difícil de decir —me contestó—. Pero hay que ser paciente.
(Los médicos son muy pacientes con los problemas de sus pacientes.)
El dedo siguió así durante dos meses y medio. Puede parecer poca cosa —qué supone un dedo meñique—, pero me molestaba para escribir a máquina y en mi ordenador y hubo veces en las que gritaba exaltado: “¡Tomad mi
bypass
y devolvedme mi meñique!”
Pero se curó. A mediados de marzo mis manos estaban normales, tecleaba tan bien como siempre y ya no tenía angina. (¡Mi pobre padre! En su época no había operaciones de
bypass
.)
En los años ochenta empecé una nueva serie de relatos cortos bastante diferentes de todo lo que había hecho antes. Sucedió así…