Algunos lectores pueden concluir que los tres fracasos fueron debidos a que eran colaboraciones, pero he publicado muchas más colaboraciones que se han vendido muy bien: los libros de Norby con Janet, por ejemplo, y varias antologías con Marty.
Puede que algunos libros que sólo llevaban mi nombre no hayan sido fracasos, pero tampoco se vendieron muy bien. Por ejemplo, aventuras como
Asimov’s Annotated Paradise Lost
, que aunque fue un placer escribirlas, recuperaron poco más que su modesto adelanto.
La moraleja de todo esto, en mi opinión, es que mi nombre no es una palabra mágica y que ponerlo en un libro no garantiza su éxito. (No debería garantizarlo. Un libro habría de tener éxito por sí mismo y no sólo por el nombre de su autor.)
Ya he hablado de las dificultades que tuve con mis ciento dieciséis antologías, y de mis dudas sobre si añadirlas o no a la lista de mis libros. Siento lo mismo frente a varias obras no antológicas (por fortuna no muchas), que también son dudosas.
Algunas están asociadas con el editor S. Arthur (
Red
) Dembner, un hombre alto y delgado con la cara huesuda y los cabellos grises surcados por algunos mechones rojos, causa de su apodo. Dirigía una pequeña editorial y junto con Jerome Agel, promotor de libros, me propuso que escribiera un “libro de hechos” que contuviera muchos detalles raros y poco conocidos, clasificados en una infinidad de grupos. Muchos de estos detalles me dijeron que se podían extraer de mis libros.
Puse pegas. En realidad no disponía de tiempo para dedicarme a tan larga investigación.
Me dijeron que eso no era ningún obstáculo. Un equipo descubriría los hechos. Sólo tendría que proporcionar algunos de mi cosecha y revisarlos todos para eliminar los que me parecieran equivocados o simplemente dudosos.
Consideré la posibilidad. Sería el primer libro en el que un equipo de investigadores haría gran parte del trabajo. Por lo general yo lo hacía todo, no importa lo largo y complicado que fuera el libro, y estaba orgulloso de ello. Algo inquieto acepté, siempre que no apareciera como el autor del libro y que todos los miembros del equipo de investigación fueran citados al principio. Estuvieron de acuerdo.
Así que trabajé en ello, proporcioné alrededor del veinte por ciento de los hechos que aparecieron en el libro, revisé todos los demás y eliminé unos cuantos.
El libro se publicó en 1979 bajo el sello editorial Grosset & Dunlap y, como acordamos, yo no aparecía como autor. Pero el título era
Isaac Asimov’s Book of Facts
, lo que implicaba concederme más importancia de la que merecía. A la vuelta de la página del título aparecían todos los que habían intervenido. Yo constaba en primer lugar como “editor”, pero las letras eran del mismo tamaño que las de los otros dieciséis.
Me di por satisfecho y había trabajado lo suficiente en el libro como para sentirme cómodo para ser incluidos en la lista de autores. Menos cómoda fue la circunstancia de que, al contener varios miles de hechos, era inevitable que algunos resultaran dudosos o incluso erróneos, a pesar de todos mis esfuerzos por evitarlo. Y cuando los lectores protestaban por algún error se dirigían a mí. Casi siempre fue por datos que yo no sabía cuál era la fuente. Me limitaba a enviárselos a
Red
.
El 11 de junio de 1981
Red
apareció con otro proyecto. Un canadiense, Ken Fisher, le había llevado un libro de acertijos y
Red
me pidió que le echara una mirada. Lo hice, y me aventuré a pronosticar que los acertijos parecían interesantes y adecuados, así que merecería la pena publicar el libro. Entonces me pidió que seleccionara alrededor de la mitad, corrigiera los errores, escribiera la introducción y permitiera que el libro se publicara como
Isaac Asimov Presents Superquiz
. En compensación, recibiría una pequeña parte de los derechos de autor.
Le dije que eso sería injusto para Ken Fisher.
Red
me explicó que Fisher aparecería como el autor y que estaba ilusionado porque el libro se vendería mejor con mi nombre en la portada. (De nuevo la superstición del poder mágico de mi nombre.)
Me cuesta mucho negarle algo a la gente agradable y no hay duda de que Red lo es. Dembner Books publicó el libro en 1982 con el nombre de Fisher colocado de manera destacada en la cubierta.
Durante los siete años posteriores, al libro le siguieron tres volúmenes más. En cada caso, trabajé en el libro y escribí una introducción. Tuve que soportar a los que encontraron errores que se me habían pasado por alto, el más destacado de los cuales fue una pregunta sobre la única nación que tenía la combinación de letras “ate” en su nombre. La respuesta que se daba era “Guatemala”, que debido a su pronunciación en inglés es difícil de acertar. No obstante, no es la única nación con esta combinación. Un lector me escribió para preguntarme por qué United States no servía. Y no hallé una respuesta convincente.
Hicieron un juego a partir de los libros de Superquiz, para aprovechar el éxito increíble, aunque de corta duración como era de prever, del Trivial Pursuit. El juego del Superquiz se vendió bastante bien, pero desde luego no era el Trivial Pursuit. También se creó, a partir de los libros, una columna de preguntas y respuestas para varios periódicos, que mencionaba sólo mi nombre y no el de Fisher. Pregunté y, como era habitual en estos casos, mis quejas fueron desoídas.
En relación con el juego del Superquiz, tuve una experiencia bastante desagradable, que merece una explicación detallada.
No me importa firmar libros en una librería si se hace algún esfuerzo por convocar al público. Con una promoción adecuada me las arreglo para firmar alrededor de un centenar de libros o más a los lectores entusiastas. En cierta ocasión estuve ocupado firmando libros durante una hora y media sin interrupción, aunque me habían contratado para hacerlo sólo durante una hora. (Es difícil contemplar una larga hilera de esperanzados lectores y decir: “Bueno, mi hora se ha terminado. Los demás no han tenido suerte”, así que seguí firmando.)
Cuando no se hace ninguna promoción, puede ser un desastre, pero es parte del precio que tienen que pagar los escritores. Además, la mayoría están dispuestos a viajar por todo el país para promocionar sus libros, haciendo un increíble número de paradas en un solo día. Yo me niego rotundamente a hacerlo. Sólo me aventuro en contadas ocasiones por los barrios residenciales de los alrededores, y una vez incluso llegué a firmar libros hasta en Filadelfia. Por esta razón, trato de compensarlo no negándome nunca a firmar en Manhattan, concedo entrevistas telefónicas y acepto, con resignación, cualquier fallo.
Pero hay algunos difíciles de aceptar. Por ejemplo, el 16 de diciembre de 1979, un montón de mis libros y yo estábamos en Bloomingdale’s y a la dirección no se le ocurrió llevarme a otro lugar más apropiado que el departamento de ropa de señoras. Me senté allí durante una hora intentando hacer caso omiso de las miradas hostiles de las mujeres que pasaban, que obviamente creían que era un mirón.
A pesar de todo firmé algunos libros. Incluso una mujer vino muy emocionada y me felicitó por el éxito de mi obra en Broadway y me deseó que ganara un millón de dólares con ella. Le respondí con toda educación que yo también, ya que me pareció que no tenía por qué avergonzarla innecesariamente. ¿Para qué le iba a decir que yo no era Isaac Bashevis Singer?
No obstante, la situación más desagradable se produjo el 15 de junio de 1984. había aceptado estar sentado en los almacenes Macy’s durante tres horas con una pila de juegos de Superquiz que me había ofrecido a firmar. En estas tres interminables horas hubo exactamente ocho ventas, y lo peor de todo fue que uno de los ocho que cogió la caja para comprarla se negó en redondo a que se la firmara.
Hubo otra situación aún más embarazosa relacionada con este juego. Los editores del juego deseaban conseguir un poco de publicidad y tener la oportunidad de aparecer en los medios de comunicación, así que me hicieron asistir a una demostración de cómo se jugaba. Tenía que proporcionar el carisma necesario (que ellos pensaban que tenía).
Un hombre mayor empujó hacia delante a su nieto y presentándolo como un genio increíble me pidio que le hiciera cualquier pregunta del Superquiz. El niño miraba avergonzado, así que vacilé, pero el abuelo insistió.
Saqué un par de preguntas, elegí la más sencilla, y se la hice. El chico, como me temía, se quedó en blanco. Le cubrí lo mejor que pude, y me las arreglé para encontrar una pregunta todavía más fácil. Otra vez en blanco. Así que saqué otra tarjeta, pero ignoré lo que ponía y en vez de eso le hice una pregunta que era imposible no contestar. El niño acertó la respuesta y después de alabarlo con entusiasmo hice que se fueran.
Si algún abuelo lee este libro y tiene un nieto que es un genio, por favor, déle a su nieto un respiro y no le haga avergonzarse en público. Sé por experiencia que los niños realmente brillantes se las arreglan para hacerse publicidad ellos solos de forma bastante detestable, de modo que no necesitan parientes que los ayuden.
Un caso similar se produjo cuando me invitaron a una
Bar Mitzva
en 1979. En esta ceremonia se celebra el decimotercer cumpleaños de un muchacho judío e indica que ya es lo bastante mayor para obedecer todas las leyes rituales judías bajo su propia responsabilidad. (Ni Stan ni yo la celebramos, lo que supone para nosotros una victoria sobre la hipocresía, ya que no teníamos intención alguna de obedecer las leyes incluso aunque hubiésemos cumplido el rito.)
Las pocas
Bar Mitzva
a las que he asistido (porque no encontré una buena excusa para evitarlas) me han parecido terriblemente aburridas. No obstante, todas se acompañaban de una abundante comida que contenía sal, colesterol, grasas saturadas y otros componentes nocivos, aunque todo eso tiene un sabor exquisito. Siempre podía comer y matar el aburrimiento.
Pero en este caso, el orgulloso padre era un amigo, y me dijo que su hijo estaba muy interesado en Shakespeare y que si podía llevar una copia de mi
Asimov’s Guide to Shakespeare
para el joven. Lo cierto es que no estaba muy dispuesto, ya que tenía muy pocos ejemplares y eran irreemplazables pues el libro estaba agotado, pero un regalo de Bar Mitzva es, de todas maneras, de
rigueur
, y un amigo es un amigo.
Por tanto, llevé conmigo un ejemplar y se lo entregué al joven con la mejor de mis sonrisas. Lo cogió con un aire inconfundible de asombro y desagrado, y por la manera en que hojeó cautelosamente el libro, deduje que ni siquiera había oído hablar del bardo de Avon. Sencillamente, sacrifiqué el libro por la vanidad de un orgulloso papá.
Pero volvamos al asunto de mis libros dudosos. Preparé para Carolina Biological Supplies
The History of Biology
, que se publicó en 1988, y
The History of Mathematics
, publicado en 1989. Son esquemas enormes para exhibir en escuelas y bibliotecas, y que citan una gran cantidad de detalles precisos de la historia de estas ciencias animados por caricaturas muy inteligentes.
También me ocupé de realizar para Dembner un libro llamado
From Harding to Hiroshima
, de Barrington Boardman, subtitulado
An Anecdotal History of the United States from 1923-1945
. Me encantó. Lo leí cuidadosamente, corregí las galeradas y las pruebas de las compaginadas, y se publicó como
Isaac Asimov Presents: From Harding to Hiroshima
. En la cubierta aparecía de manera destacada el nombre de Boardman como autor.
Después me enviaron una selección de un gran número de citas de científicos y de otros personajes famosos sobre cuestiones científicas. Me pidieron que las corrigiera o las desechara si lo estimaba conveniente, que creara pequeños epigramas para encabezar cada una de las ochenta y seis clasificaciones en las que se dividieron las citas, y que escribiera una introducción. Insistí en que el editor correspondiente incluyera su propio nombre como coeditor, y el libro lo publicó en 1988 el sello editorial Weidenfeld & Nicholson, con el título de
Isaac Asimov’s Book of Science and Nature Quotations
, editado por Isaac Asimov y Jason A. Shulman.
Hay alguna que otra obra más de este tipo dispersa entre mis cientos de libros. ¿Por qué las hago? Por una razón. Representan un trabajo que encuentro interesante, incluso fascinante. Y también porque me cuesta negarme a participar en cualquier proyecto de obra literaria, sobre todo cuando se trata de algo muy diferente de lo que suelo hacer habitualmente.
A lo mejor debería haber presentado más batalla contra las proclamaciones de
Isaac Asimov Presenta
, pero las editoriales por lo general insisten y, debo admitirlo, a mí me satisfacen. Después de todo, mi nombre puede incitar a vender el libro hasta cierto punto, pero nada más. También eso ayuda a que el público vea mi nombre y entonces puede que algunos compren un libro que yo haya escrito en su totalidad. Así nos ayudamos mutuamente y todos salimos ganando.
A medida que avanzaban los años setenta mis ingresos continuaron creciendo y mis negocios se complicaron cada vez más. De vez en cuando, mi contable murmuraba que haría mejor en convertirme en una sociedad anónima, y cada vez que lo oía, me sumía en algo muy parecido al pánico.
La sociedad anónima sería un paso más, otro eslabón de mi vasallaje a la riqueza.
Obviamente me gustaban algunas de las ventajas de ser relativamente rico. Después de haber pasado la mitad de mi vida sabiendo exactamente cuánto dinero llevaba en el bolsillo y analizando cuidadosamente cada compra, era muy agradable entrar en un restaurante y pedir lo que me apetecía sin ni siquiera mirar la lista de precios. Era una delicia tomar un taxi para ir a cualquier parte, y firmar cheques para pagar las cuentas cuando llegaban, sin preocuparme del saldo bancario.
Todo esto me gustaba, pero no quería padecer los efectos secundarios de la riqueza. Temía todo lo que la gente pudiera esperar de mí: que diera fiestas de disfraces, que tuviera que asistir a fiestas sociales durante el resto de mi vida, que se diera por supuesto que debía tener mi piso lleno de los últimos avances tecnológicos, que dispusiera de un ama de llaves y de un despacho fantástico, un coche de lujo, un barco, una casa de veraneo y cualquier otra cosa que la imaginación pueda sugerir.