El escritor Sterling North era el director general de la serie y cuando vio mi manuscrito quiso rescribirlo a su gusto. Al final, me devolvieron un manuscrito todo tachado que me heló la sangre. Acababa de escapar de las garras de Svirsky y no estaba dispuesto a caer en las de North.
Le dije a Austin que retiraría el manuscrito y le expliqué el porque. Austin se ofreció a publicarlo tal y como lo había escrito yo. Pero entonces no podría formar parte de la serie y probablemente no se vendería tanto ya que la colección era muy conocida y estaba prácticamente garantizada una buena venta. Le dije que las ventas no me preocupaban en absoluto, sólo me importaba publicar un libro tal y como lo había escrito yo y no como lo había escrito otro. Se publicó en 1963 y sus ventas fueron moderadas, pero yo me sentí feliz.
Después de aceptar escribir
Realm of Numbers
, que Austin me había sugerido, le persuadí para hacer
Words of Science
, una serie de doscientos cincuenta ensayos de una sola página sobre las derivaciones y explicaciones de términos científicos, organizados por orden alfabético. Trabajé en estos libros en la Facultad de Medicina con una versión íntegra del Webster a un lado de mi mesa. (Después de todo, no podía inventar la etimología de las palabras. Tenía que conocer exactamente la forma del latín y el griego de la que procedían.) Matthew Derow me vio y empezó a dar vueltas, y mirando por encima de mi hombro el Webster me dijo:
—Todo lo que haces es copiar el diccionario.
—Tienes razón —le respondí al tiempo que cerraba el diccionario y se lo entregaba—. Aquí lo tienes, Matthew. Te desafío a que escribas tú el libro.
No aceptó el reto.
La obra se vendió bastante bien, pero lo más importante fue que me divertí enormemente al hacerla, así que escribí
Words from the Myths
(1961),
Words on the Map
(1962),
Words in Genesis
(1962) y
Words from the Exodus
(1963), todos con Houghton Mifflin.
No fue bastante, así que busqué otros temas además de la mitología, la geografía y la Biblia que pudieran servir como fuente de palabras. Pensé en mi vieja pasión, la historia, y preparé un libro titulado
Words from Greek History
, en el que relataba la historia de Grecia, deteniéndome de vez en cuando para discutir palabras que utilizamos y que se derivaban de ella.
Austin leyó el manuscrito y dijo que le gustaba la historia mucho más que las derivaciones de palabras y no necesité oír nada más. Descarté el manuscrito y empecé a escribir una historia sencilla de Grecia para gente joven. La titulé
The Greeks (Historia Universal de Asimov. T.4. Los griegos)
y fue publicada por Houghton Mifflin en 1965.
Igual que Tim Seldes me había pedido que no hiciera una segunda colección de ensayos hasta que tuviéramos la oportunidad de ver cómo se vendía el primero, Austin me pidió que no hiciera más libros de historia hasta que viéramos cómo se vendía Los griegos.
Una vez publicado, esperé algún tiempo, después fui al despacho de Austin y le pregunté:
—¿Qué tal se está vendiendo Los griegos?
—Bastante bien —respondió Austin—. Puedes escribir otro libro de historia.
—Ya lo he hecho —le dije, y le llevé el manuscrito de
Historia Universal de Asimov. T.5. La república romana
.
Acabé escribiendo otros catorce libros de historia para Houghton Mifflin, no sólo sobre Grecia y Roma, sino también sobre Egipto, Oriente Próximo, Israel, la Alta Edad Media, los orígenes de Francia e Inglaterra, por no hablar de los cuatro volúmenes de la historia de Estados Unidos, desde los tiempos de los nativos americanos hasta 1918.
Escribir estos libros fue una pura diversión y puesto que los atiborré de datos, lugares y hechos relacionados con ellos, se convirtieron en trabajos de referencia importantes para mis obras posteriores.
Era evidente que mis libros publicados por Houghton Mifflin no se vendían tan bien como los de Doubleday, ni siquiera si se comparaban los de no ficción con los de ficción. Mis libros de historia nunca se publicaron en rústica, mientras que prácticamente todos mis libros de Doubleday, del tipo que fueran, aparecieron encuadernados de esta forma. Así que después de mi cuarto volumen de la historia de Estados Unidos,
Los Estados Unidos de la Guerra Civil a la Primera Guerra Mundial
, en 1977, Houghton Mifflin me dijo (con toda amabilidad, desde luego) que no querían ninguno más. Me molestó bastante, porque no me gusta que me impidan escribir lo que yo quiero. La consecuencia es que he escrito muy poco para esta editorial desde 1977.
Ya he comentado en el capítulo anterior que utilizo mis libros de historia como fuente de información para mis obras posteriores, y esto me recuerda que con frecuencia me preguntan si tengo una biblioteca de referencia.
Por supuesto que la tengo. En cuanto alcancé una estabilidad económica suficiente, que me permitía comprarme libros, empecé a formar una. En la actualidad poseo unos dos mil libros, divididos por temas: matemáticas, historia de la ciencia, química, física, astronomía, geología, biología, literatura e historia. Tengo la
Encyclopedia Britannica
, la
Encyclopedia Americana
, la
McGraw-Hill Encyclopedia of Science and Technology
, un
Oxford English Dictionary
en su versión completa, libros de citas y otros muchos más.
Un entrevistador que inspeccionó mi biblioteca el 21 de junio de 1978, escribió después, de modo despectivo, que era bastante pequeña, pero no sabía de lo que estaba hablando. La mantengo así a propósito, eliminando los libros viejos cuando compro nuevos. Los que están anticuados o que, por una razón u otra, no he tenido ocasión de utilizar, no me sirven para nada. Lo que poseo es una biblioteca de trabajo y no para enseñar.
Por supuesto, mi referencia es mi mente. Mi memoria es excelente y muy útil, pero algunos de mis amigos la exageran, incluso de modo supersticioso. De vez en cuando, me llama algún amigo que no logra localizar determinada información y, desesperado, se dice: “Llamaré a Isaac. Él lo sabrá.”
A veces lo sé. Lin Carter, un miembro de mi club, los Trap Door Spiders, me llamó en cierta ocasión y me dijo:
—Isaac, necesito saber quién dijo: “¡Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”
—Madame Roland, cuando pasaba por delante de la estatua de la Libertad camino de la guillotina en 1794 —le respondí de inmediato.
Creo que Carter fue invitado a cenar durante meses gracias a esta anécdota, y sirvió para animar a otros a utilizarme como una enciclopedia portátil y muy a mano.
En otras ocasiones no sé la respuesta. Hace algunos meses, Sprague de Camp me llamó desde su nuevo hogar en Texas para preguntarme por las longitudes de onda de los gritos de los murciélagos. Esta información no la podía sacar de mi memoria, así que apenado (porque me gusta contestar preguntas de este tipo sin pensarlas), le dije que le volvería a llamar.
Registré minuciosamente mi biblioteca y finalmente encontré un excelente artículo sobre el sonido en mi
Encyclopedia Americana
, que contenía precisamente la información que necesitaba Sprague. Le llamé, le leí la información, me dio las gracias y entonces, después de colgar, descubrí que ¡el artículo lo había escrito yo! Como ya he dicho, mis propios libros son una fuente de información muy buena para mí. Sin embargo, para utilizarla tengo que recordar qué libro incluye una información concreta y dónde puede estar. Ser prolífico también tiene sus inconvenientes.
Cuando empecé a escribir, por supuesto, guardaba los números de las revistas en las que yo aparecía, pero no tenía ni idea del increíble volumen de material que estaba destinado a publicar. Pronto me di cuenta de que en el pequeño apartamento donde vivía no tendría sitio para guardar todas estas revistas, así que hice algo que sabía que había hecho Sprague. Arranqué con cuidado los relatos de las revistas junto con el índice (y la portada, si mi nombre aparecía en ella), y los encuaderné en un único volumen de tapa dura. Con el tiempo, seguí haciendo volúmenes de estas “hojas arrancadas”. También encuaderno mis novelas en rústica.
Entre unos y otros en la actualidad tengo alrededor de trescientos cincuenta volúmenes encuadernados, y aunque vivo en un piso mucho mayor que el de antes, se me ha acabado el sitio. Me he visto obligado a enviar los volúmenes menos importantes de material encuadernado a la Universidad de Boston, que colecciona mis obras.
Al principio, archivaba una copia de cada uno de mis libros, en todas sus ediciones, en inglés o en otro idioma, pero pronto empezaron a invadirlo todo, así que también envío todas las ediciones extranjeras a la Universidad de Boston. Ahora guardo sólo las ediciones en inglés, y también esto me está creando problemas.
Archivo mis libros en orden cronológico, pero ni siquiera esto garantiza que pueda encontrar un determinado libro con facilidad entre un total de cuatrocientos cincuenta y un títulos diferentes, y muchos de ellos, en múltiples ediciones en inglés. Lo que hecho es pegar un número (en orden cronológico) en cada título diferente. Otto Penzler, un comerciante de libros y bibliófilo, me advirtió que esto arruinaría el valor monetario de la colección, pero le contesté que no utilizaba los libros como una inversión financiera sino como referencia imprescindible.
Por supuesto, los números no significan nada a menos que los libros estén catalogados en función de ellos. Tengo una ficha de todos ellos en la que se indica su número y todas sus ediciones (incluso las que no guardo). Utilizo otras fichas para apuntar el argumento de cada libro y su edición, y fichas distintas para los relatos cortos y los ensayos.
Mi sistema de catalogación es primitivo y sólo lo puedo usar yo porque lo conozco muy bien, pero cuando empecé no tenía ni idea de que tendría que manejar varios cientos de fichas de todo lo que escribiría. ¿Quién podía haber imaginado que tendría que utilizar alrededor de cinco mil fichas? El problema se fue agudizando tan despacio que en ningún momento se me ocurrió buscarme un profesional para que creara un sistema de archivo para mí, o mejor todavía, para que informatizara todo el sistema.
No obstante, para ser un escritor de ciencia ficción y un experto conocedor de los cambios, en realidad soy un patán. Me gusta conservar las cosas como han sido siempre. Después de todo, todavía puedo hacer que mi sistema funcione, a trancas y barrancas, y no hay duda de que mi carrera profesional se acerca a su fin, así que… olvidémoslo.
Mi buen amigo Martin Harry Greenberg (no confundir con el Martin Greenberg de Gnome Press) quería hacer una bibliografía completa de todo lo que yo había escrito. Detesto negarle a Marty cualquier cosa, porque su corazón es bueno como pocos, pero no quería que lo hiciera. No me quedaría más remedio que implicarme, y podía verme a mí mismo metido hasta las cejas en un proyecto que requeriría un libro de mil páginas de letra pequeña, que nadie querría, ni podría pagar si lo quisiera.
Así que le dije:
—Escucha, Marty, espera hasta que me muera, así sabrás que tienes todo el material y no verás como la bibliografía se queda anticuada enseguida.
—Cuando mueras, no parará nada —me respondió Martin—. Habrá nuevas publicaciones de tus libros y seguirán publicándose durante muchos años.
—¿De verdad? —pregunté asombrado. Pero después de un momento de reflexión, supe que tenía razón y, de repente, vi la ventaja de estar muerto: no tendría que meterme en todo ese lío.
He dicho en el capítulo anterior que la Universidad de Boston colecciona mis obras. Todo empezó de la siguiente manera.
En 1964, Howard Gotlieb, el conservador de la Colección Especial de la Universidad de Boston, me dijo que quería coleccionar mis manuscritos. La universidad se estaba especializando en escritores del siglo XX y le parecía ridículo no tener en cuenta a un escritor prolífico que estaba entre el profesorado de su universidad.
Le costó bastante convencerme de que no estaba tomándome el pelo. Después de todo, yo consideraba mis “papeles” (viejos manuscritos, segundas copias, galeradas, etc.) mera basura, que es exactamente lo que era y lo que es, no importa lo que diga Gotlieb. De vez en cuando, reunía más o menos una tonelada de este material que saturaba mi despacho y lo quemaba en la barbacoa del jardín de atrás de nuestra casa, en West Newton. No utilizábamos la barbacoa para nada más (nunca para asados, se lo garantizo), pero siempre me pareció que era un accesorio enormemente útil como sistema de eliminación de material no deseado.
Gotlieb se molestó cuando descubrió que quemaba mis papeles, pero le di todo lo que tenía, y desde entonces le envío una copia de todos los libros en todas sus ediciones, inglesas y en otros idiomas, de todas las revistas que incluyen algún artículo mío, mi correspondencia y manuscritos y todo lo demás. Cuando vivía en Boston, le llevaba el material periódicamente y almorzábamos juntos. Pero al trasladarme a Nueva York, decidí llevar ese material a Doubleday, donde tenían la amabilidad de enviárselo por correo a Gotlieb como un favor especial. Periódicamente insisto en que me lo descuenten de mis derechos de autor, e invariablemente sueltan comentarios despectivos sobre mi inteligencia y se niegan en redondo.
Pero sigo pensando que la mayoría de mis papeles son basura, y me estoy empezando a rebelar. Gotlieb está convencido de que los estudiantes de literatura del siglo XX estudiarán mis papeles y que el resultado serán innumerables tesis doctorales. Creo que está loco; angélico y amable, le quiero muchísimo pero está loco.
La bóveda especial en la que se almacena mi basura está a disposición del público en general, que puede estudiar con detenimiento su contenido cuando quiera; allí un joven aficionado entusiasta encontró el manuscrito de un relato que yo daba por “perdido”. No lo estaba, e incluso se había publicado bajo un seudónimo algo que nunca había registrado y que por alguna razón había olvidado por completo. Procuré que fuera publicado en el siguiente libro que consideré más apropiado. Después, Charles Waugh, de Maine (con quien he colaborado en varios libros), encontró versiones antiguas de dos novelas y de un relato corto. Uno de los hallazgos era la versión original del relato que se convirtió en
Un guijarro en el cielo
. Publiqué todas estas versiones antiguas con el título
The Alternate Asimovs
en 1986, sólo por su interés histórico (y para recuperarme del trauma de que en 1947 el protoguijarro hubiese sido rechazado). Incluso se vendieron algunos ejemplares.