Memorias (15 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

BOOK: Memorias
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Esto me dejaba con la química, que no era demasiado matemática. Es decir, la química, elegida por defecto, no era una muy buena base para una profesión, pero no podía hacer nada más.

Por desgracia, como mi objetivo había sido un doctorado en medicina y no uno de otro tipo, me encontré con que solicitar una plaza en una facultad era un problema. No había estudiado suficiente química en los años anteriores. Para la Facultad de Medicina, sí; pero no para la Facultad de Ciencias. Además, yo no le gustaba al jefe del Departamento de química. En realidad, llegué a la conclusión de que me detestaba.

Este hecho en sí no me preocupaba demasiado. Tenía un largo historial de profesores a los que no gustaba, sin duda por buenas y abundantes razones. Pero el jefe de departamento podía impedir que entrara en la facultad y su intención era hacerlo.

Entonces empezó el duelo. Él me ordenaba que me fuera del despacho; y yo volvía con el reglamento que demostraba que podía entrar en la facultad a prueba hasta que aprobara la asignatura necesaria que me faltaba, química física.

Mi persistencia y obstinación me dieron la victoria. Me fui ganando la simpatía de los demás miembros del departamento y el jefe cedió, pero no me lo puso fácil. Podía hacer química-física siempre que eligiera un programa completo de otras asignaturas (para todas las cuales la química-física era la clave). Además, tenía que lograr por lo menos una media de notable o no obtendría ningún crédito por ninguna de las asignaturas y todo el dinero que hubiera gastado en un año de enseñanza se iría a la basura. Eran unas condiciones draconianas, pero acepté. ¿Qué otra opción tenía?

Lo logré. En el curso de química-física que daba Louis P. Hammett, fui uno de los tres alumnos de una clase numerosa que obtuvo un sobresaliente. Esto hizo que pasara de estar a prueba a ser un alumno normal al cabo de medio año.

Por aquel entonces tenía veinte años y resultó ser mi último triunfo académico.

En realidad, mi carrera académica fue inexorablemente hacia abajo desde mis comienzos notables. En el
college
seguía siendo un alumno inteligente. Para cuando llegué a la facultad, era poco más que mediocre. Por lo general, los demás alumnos parecían entender la materia mejor y con más facilidad que yo, y en el laboratorio era un perfecto inútil. Casi nunca me salían los experimentos y cuando lo hacían, demostraba menos habilidad y pericia que cualquiera de la clase.

En cierto modo, esto no era sorprendente. Los demás alumnos habían hecho de la química el objetivo de su vida. Su meta era lograr un puesto en la universidad o en la industria, mientras que yo me limitaba a dejar pasar el tiempo, trabajando en química, partiendo de la base de que cualquier otra cosa era peor, sólo para alejar de mí el día funesto en que tendría que buscar un trabajo y (estaba tristemente convencido) no encontraría ninguno.

Pero ¿qué pasó con mi convencimiento (sostenido con tanta firmeza durante mi infancia) de que era una persona notable? Ahora que había dejado de ser un monumento a la inteligencia brillante y no era más que un estudiante de notables bastante corriente (que seguía sin gustar a los profesores), ¿tendría que volverme atrás, perder al menos algo de seguridad en mí mismo, ceder mi puesto y prepararme para la oscuridad y los lamentos de una vida que empezó tan bien y continuó tan mal?

Por extraño que parezca, no sucedió nada de eso. No me dejé amedrentar y mi opinión sobre mí mismo permaneció firme. Me había vuelto más sabio. Empecé a darme cuenta de que los logros académicos eran algo más que títulos y puntuaciones de exámenes, puesto que éstos eran criterios más o menos arbitrarios y triviales diseñados para juzgar los progresos de los jóvenes durante su enseñanza. Lo verdaderamente importante de cuanto había hecho en el escuela (y en la biblioteca) era crear una base de conocimientos y comprensión en una gran variedad de temas.

No importaba que los estudiantes de química que había a mi alrededor fueran mejores que yo en química. La mayoría eran prácticamente incultos en cada una de las doce áreas del conocimiento en las que yo me sentía a gusto.

Empezaba a darme cuenta de que yo no era un especialista; de que en cualquier campo del conocimiento habría muchos que sabrían mucho más que yo y que, quizá, podrían ganarse la vida y alcanzar la fama en ese campo, mientras que yo no. Yo era un generalista, con conocimientos considerables sobre casi todo. Había muchos especialistas de cien o de mil clases diferentes, pero, me dije a mí mismo, sólo iba a haber un Isaac Asimov. Al principio, este sentimiento era débil, pero con el tiempo se fue haciendo cada vez más fuerte.

¿Megalomanía? ¡No! Tenía un buen conocimiento de mis aptitudes y talentos y trataba de mostrárselos al mundo.

A medida que mi éxito en química se desvanecía (y por desgracia lo hacía) mis logros literarios seguían aumentando y la propia impresión de que era extraordinario se afianzaba con más fuerza (y quizá con más lógica) que nunca.

31. Las mujeres

Quiso la suerte que nunca sintiera confusión o duda alguna sobre el sexo. Incluso en el jardín de infancia ya pensaba que las niñas eran mucho más agradables de contemplar que los niños. En esa época, nunca me pregunté la causa, me limité a aceptarlo como un hecho.

Con el tiempo, por supuesto, me instruí sobre la naturaleza del sexo. No a través de mis padres, como se podrá imaginar. Ni a mi padre y ni a mi madre se les habría pasado por la imaginación hablar de sexo conmigo (me temo que tampoco entre ellos, aunque puede que me equivoque). Y a mí no se me habría ocurrido hacerles preguntas sobre este tema.

Tampoco recurrí a una fuente de información adecuada. Lo aprendí a través del conocimiento, distorsionado e imperfecto, de otros chicos. Éste es el destino usual impuesto a los jóvenes por una sociedad que es demasiado mojigata e hipócrita para enseñar educación sexual como cualquier otra asignatura del conocimiento.

Teniendo en cuenta la importancia del sexo, que es una gran fuente de placer, una causa importante de miserias y enfermedades y que impregna todo el noviazgo y el matrimonio, ¿no resulta extraño que hagamos todo lo posible para enseñar a nuestros hijos a jugar al fútbol y no nos esforcemos en enseñarles a hacer el amor?

Cualquier intento de introducir las clases de educación sexual en los planes de estudios siempre encuentra una oposición feroz. Los que se oponen piensan (una vez eliminada la hipocresía de la "moralidad") que la educación sexual animaría a los jóvenes a experimentar, lo que conduciría a embarazos no deseados y a enfermedades.

A mí, esto me parece ridículo. Nada en el mundo puede evitar que los jóvenes experimenten con el sexo, a no ser que los mantenga en una ignorancia y cautiverio tan brutales que sus vidas se vean distorsionadas y arruinadas. Eliminando los misterios del sexo y tratándolo abiertamente, el acto pierde su ilegalidad, su atracción como "fruto prohibido". En mi opinión, un buen conocimiento de todos los aspectos del sexo, incluidos los métodos anticonceptivos y la higiene, reduce los embarazos no deseados y las enfermedades.

Podría, sin duda, haber aprendido algo más sobre el sexo que lo que me dijeron otros chicos y haber puesto a prueba mis conocimientos escasos e imperfectos. Seguramente habría sido fácil con chicas de buen corazón. Podría, sobre todo, haber encontrado una mujer con experiencia que hubiera querido enseñarme.

El hecho es que no lo hice. No fue porque no lo deseara. Miraba a las chicas con ansia y aprendí a flirtear de una manera bastante torpe, pero nunca logré nada.

La razón principal es que no tenía tiempo. Tenía que empollar en la escuela y trabajar en la tienda de caramelos. Para poner la guinda al pastel, mi padre decidió vender la primera edición de la noche del Daily News, que no se entregaba directamente a los quioscos. Así que, todas las noches sin excepción del final de mi adolescencia, no importaba el tiempo que hiciera, tenía que recorrer alrededor de un kilómetro hasta un centro de distribución, esperar a que llegara el camión, recoger los periódicos, pagarlos y después llevarlos a la tienda. Esto me ocupaba todas las noches y me imposibilitaba tener ni siquiera una inocente relación amistosa con una chica.

De hecho, no tuve una cita con ninguna hasta que no cumplí los veinte años.

Además, entre los doce y los diecinueve años asistí a la Boys High School, al Seth Low Junior College y al Columbia College, en ninguno de los cuales había chicas en clase. Así que en la escuela viví en una soledad monástica.

Puede que eso no haya sido tan malo. La ausencia del otro sexo me permitió concentrarme en mis estudios sin la menor distracción. Además, como iba adelantado, todas las chicas de mi clase hubieran sido dos años mayores que yo y me habrían mirado por encima del hombro, rechazando con desprecio cualquier requerimiento amoroso que me hubiese atrevido a insinuar.

Tampoco fue tan bueno. La ausencia de mujeres contribuyó a distorsionar mi desarrollo social. También significó que en mi noche de bodas (a la edad de veintidós años) era virgen, con una mujer que también lo era. Puede que a los moralistas esto les parezca algo maravilloso, pero yo creo que resultó un desastre.

32. Mi corazón roto

Por fin, al entrar en la facultad a los diecinueve años, me encontré en clases en las que había chicas. Quiso la suerte que la que ocupaba la mesa de al lado en la clase de química orgánica sintética fuera una rubia atractiva, sólo un año mayor que yo y mucho mejor química que yo.

(Cuando fui uno de los tres que consiguió un sobresaliente en química-física, ella fue otra y le costó mucho menos que a mí.)

En estas circunstancias, no es sorprendente que me enamorara enseguida de ella. Era estúpido hacerlo con tanta rapidez, pero creo que fue muy natural.

No me molestaba en absoluto que fuera mucho mejor químico que yo. Cuando miro hacia atrás, este hecho es para mí la mayor prueba de que, entonces, ya había reorganizado mi escala de prioridades. En una época anterior de mi vida, cuando las notas eran lo más importante para mí, nunca me habían gustado los alumnos que sacaban mejores notas que yo o que amenazaban con hacerlo (aunque nunca perdí el tiempo con grandes odios o envidias). Si todavía hubiese tenido esa opinión de la "inteligencia", el que ella fuera mejor que yo en química me habría hecho perder mi interés.

Era una chica dulce y amable que se desvivió para no herir mis sentimientos aunque no estaba en absoluto interesada en mí de un modo romántico. Salimos varias veces (mis primeras citas) y aguantó mis increíbles torpezas. Por ejemplo, me enseñó que las cafeterías de autoservicio no eran los únicos sitios en los que se puede comer y me llevó a un pequeño restaurante después de advertirme, muy amablemente, que tenía que dejar propina.

De hecho, el día más feliz de mi vida, hasta ese momento, fue el 26 de mayo de 1940, cuando la llevé a la Exposición Universal, pasé el día entero con ella e incluso logré darle lo que yo pensaba que eran "besos".

Sin embargo, esto fue el final. Ella había obtenido el título de master, y lo consideraba suficiente. Consiguió un trabajo en una industria de Wilmington (Delaware) y el 30 de mayo me dijo adiós y yo me quedé completamente desconsolado.

Después de esto la vi un par de veces. Una fui a Wilmington a verla y acudimos junto al cine. Veinticinco años después, estaba dando una charla en la Sociedad Química Americana en Atlantic City y una mujer que esperaba tranquilamente para hablarme después de que terminara la conferencia me dijo:

—¿Me recuerdas, Isaac?

Era ella y la reconocí, pero no me produjo ninguna emoción especial. Cené con ella y su marido en el paseo de la playa. Entonces ya tenían cinco hijos.

Lo que ocurrió después de nuestra separación, me parece ahora (ahora, medio siglo después) que es la parte más interesante de todo el suceso. Se me rompió el corazón, por primera y única vez en toda mi vida.

El corazón se rompe, tal y como yo lo juzgo con mi limitada experiencia, cuando se siente dolor por la pérdida de una persona amada, en el caso de que ésta, al no corresponder con su amor, rompe (ya sea amable o cruelmente) y desaparece. La persona a quien se ama se ha ido, pero sigue existiendo y no está a nuestro alcance. Ésta es una situación bastante benigna comparada con la pérdida irreparable que constituye la muerte de alguien que amamos, pero no por ello deja de ser muy dolorosa.

Durante mucho tiempo vagué triste e infeliz. Para mí, las nubes resultaban opresivas y me daba igual que el sol brillara. No podía pensar en nada que no fuera ella, y cuando lo hacía, se me encogía el pecho y me resultaba difícil respirar. Decidí que la vida no tenía sentido para mí y estaba convencido de que nunca lo superaría. En realidad, creí que tumbarse y morir por tener el corazón roto no era tan mala idea.

Lo extraño es que lo superé y no recuerdo cómo. ¿Fue por etapas? ¿Se aligeró la carga lentamente, día a día? ¿O me levanté una mañana silbando? Ni siquiera estoy seguro del tiempo que me costó recuperarme.

Y cuando se me pasó, no dejó ninguna cicatriz. Por eso digo que es benigno. Supongo que cuanto más joven se es cuando se te rompe el corazón, más suave es el ataque y más completa es la recuperación. (Me pregunto si alguien ha estudiado alguna vez este tema.) Suponiendo que mis conjeturas sean ciertas, me alegro de no haberlo experimentado después de cumplidos los veinte.

Me gustaría suponer que el que se te rompa una vez el corazón confiere una cierta inmunidad, si no se es una persona increíblemente emotiva. Al menos yo, después de mi experiencia, tuve mucho cuidado de no dejarme arrastrar por mis emociones. Mantenía a raya mis sentimientos hacia las chicas y sólo permitía que crecieran si me parecía notar una respuesta. El resultado fue que nunca se me volvió a romper el corazón.

Me casé dos veces, las dos por amor, pero lo hice, quiero creer, con sensatez; y con más sensatez la segunda vez que la primera.

33.
Anochecer

En la primavera de 1941 ya llevaba publicados quince relatos, cuatro de ellos en
ASF
. También había escrito otros diez que no había vendido. La mayor parte de lo que había publicado no era muy buena. Sin embargo, por aquel entonces, empecé a escribir una serie de relatos sobre "robots positrónicos" que alcanzaría un cierto renombre. Había publicado ya tres relatos:
Strange Playfellow
, para el que después utilicé el nombre de
Robbie
(
Super Science
, septiembre de 1940),
Reason
(
ASF
, abril de 1941) y
Liar!
(
ASF
, mayo de 1941). Eran bastante buenos.

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