Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
—¿Es eso lo que te dijo mi padre?
—Sí. Por cierto, el diablo, o lo que fuera, me pidió que te hiciese una pregunta. Me pidió que te preguntara la verdad sobre el ojo del tío Mickey. —Acababa de recordarlo. No se me había ocurrido contar esa anécdota a David ni a Armand, pero no tenía importancia.
Dora me miró sorprendida.
—¿El diablo te pidió que me preguntaras eso? —preguntó, visiblemente impresionada.
—Dijo que era un regalo que me hacía. Quiere que le ayude. Afirma que no es un ser maligno. Dice que Dios es su adversario. Te lo explicaré todo, pero antes contesta a mi pregunta. El diablo quiso hacerme ese regalo, un pequeño obsequio para convencerme de que es quien asegura ser.
Dora se llevó la mano a la sien al tiempo que sacudía la cabeza, en un gesto que indicaba confusión.
—Espera. ¿Estás seguro de que fue el diablo quien te dijo que me preguntaras la verdad sobre el ojo del tío Mickey? ¿No te habló mi padre de él?
—No, ni tampoco capté ninguna imagen de tu tío en la mente o el corazón de tu padre. El diablo dijo que Roger no conocía la verdad. ¿A qué se refería?
—Es cierto, mi padre no sabía la verdad —respondió Dora—. Su madre nunca se la contó. Mickey era tío suyo, el hermano de mi abuelo. Fueron los padres de mi madre, la familia de Terry, quienes me explicaron la historia. Según me dijeron, la madre de mi padre era muy rica y poseía una magnífica casa en la avenida St. Charles.
—Conozco la historia de esa casa. Roger conoció a Terry allí.
—Exacto, pero mi abuela de joven había sido pobre. Su madre trabajaba de sirvienta en el Garden District, como tantas otras chicas irlandesas. El tío Mickey era un tipo amable y campechano, que no se daba ninguna importancia.
»Mi padre desconocía la verdadera historia del tío Mickey. Los padres de mi madre me la contaron para demostrarme que era absurdo que mi padre se diera tantos aires, teniendo en cuenta que provenía de una familia humilde.
»Mi padre quería mucho al tío Mickey. Éste murió cuando mi padre aún era un niño. El tío Mickey tenía una fisura en el paladar y un ojo de cristal. Recuerdo que mi padre me enseñó su fotografía y me contó la historia de cómo había perdido el ojo. Le encantaban los fuegos artificiales y un día, mientras jugaba con unos cohetes, se le disparó uno accidentalmente y le hirió en el ojo. Ésa es la historia sobre el tío Mickey que yo había creído siempre. Lo conocía sólo de verlo en fotografías. Mi abuela y mi tío abuelo murieron antes de que yo naciese.
—Y un día la familia de tu madre te contó la verdad.
—Mi abuelo materno era policía. Conocía la historia de la familia de Roger. Me dijo que el abuelo de Roger había sido un borracho, igual que el tío Mickey. De joven, el tío Mickey trabajaba para un corredor de apuestas. En cierta ocasión se quedó con el dinero en lugar de apostarlo por un determinado caballo, y éste ganó la carrera.
—Ya.
—El tío Mickey, que era muy joven y me imagino que estaría muerto de miedo, se encontraba en el Corona's Bar, en el Canal Irlandés.
—En la calle Magazine —dije—. Ese bar estuvo allí durante años, quizás un siglo.
—Sí. Los matones del corredor de apuestas se presentaron en el bar y arrastraron al tío Mickey hasta la parte trasera del local. El padre de mi madre presenció toda la escena. Estaba allí, pero no podía intervenir. Nadie se atrevía a hacer nada. El caso es que mi abuelo vio cómo aquellos individuos propinaban una soberana paliza al tío Mickey. Ellos fueron quienes le causaron esa fisura en el paladar que lo obligaba a hablar de una forma muy rara. También le vaciaron un ojo de una patada. Cada vez que mi abuelo me relataba esa historia, me decía: «Esos tipos pudieron haber salvado el ojo, Dora, pero lo pisotearon salvajemente con sus zapatos puntiagudos.»
Dora se detuvo.
—Y Roger nunca supo la verdad.
—La única persona viva que lo sabe soy yo —contestó Dora—. Mi abuelo ha muerto. Que yo sepa, todas las personas que presenciaron la escena han muerto. El tío Mickey falleció a principios de los cincuenta. Roger me llevaba de vez en cuando al cementerio para visitar su tumba. Roger siempre sintió un gran cariño por el tío Mickey, con su extraña forma de hablar y su ojo de cristal. Todo el mundo lo quería, según me dijo Roger. Hasta lo decían los padres de mi madre. Era un encanto. Cuando murió trabajaba de vigilante nocturno. Vivía en una pensión de la calle Magazine, sobre Baer's Bakery. Murió en el hospital de una neumonía, aunque nadie de la familia sabía que estuviera enfermo. Roger jamás supo la verdad sobre el ojo del tío Mickey. De haberlo sabido, me lo habría comentado, como es natural.
Permanecí sentado en la moqueta, reflexionando sobre lo que me acababa de contar Dora. No captaba ninguna imagen de su mente, que mantenía totalmente cerrada a mí, pero se había expresado con suficiente generosidad. Yo conocía el Corona's Bar, como cualquiera que hubiera pasado por la calle Magazine en la época de los irlandeses. Conocía al tipo de criminales que había descrito Dora, capaces de pisotear un ojo humano con sus puntiagudos zapatos.
—Lo pisotearon y lo aplastaron —dijo Dora, como si me hubiera adivinado el pensamiento—. Mi abuelo siempre decía: «Podían haber salvado el ojo, de no haberlo pisoteado con sus zapatos puntiagudos.»
Al cabo de unos minutos de silencio, dije:
—Eso no demuestra nada.
—Demuestra que tu amigo, o enemigo, conoce algunos secretos.
—Pero no demuestra que sea el diablo —insistí—. Me pregunto por qué se le ocurrió elegir esa anécdota.
—Quizá se hallaba presente —contestó Dora sonriendo con amargura.
Ambos soltamos una pequeña carcajada.
—Dices que era el diablo, pero sin embargo declaró que no era maligno —dijo Dora. Hablaba en un tono persuasivo, sincero y controlado.
Tenía la sensación de haber obrado de forma sensata al buscar su consejo. Dora me observó fijamente.
—Cuéntame lo que hizo ese diablo —me rogó Dora.
Le expliqué toda la historia. Tuve que reconocer que había seguido a su padre durante un tiempo, acechando cada uno de sus movimientos, y que el diablo había hecho lo mismo conmigo. Se lo conté todo, sin omitir ningún detalle, tal como había hecho con David y Armand. Concluí con estas enigmáticas palabras:
—Te diré lo siguiente sobre ese ser, quienquiera que sea: posee una mente que no descansa en su corazón y una personalidad insaciable. Es la pura verdad. La primera vez que utilicé estas palabras para describirlo, se me ocurrieron de pronto, sin más. No sé de dónde las saqué. Pero son ciertas.
—¿Puedes repetirlas? —preguntó Dora.
Yo hice lo que me pedía.
Dora guardó un profundo silencio. Permaneció sentada con una mano apoyada en la barbilla y los ojos entrecerrados.
—Voy a pedirte un favor que te parecerá absurdo, Lestat —dijo Dora al cabo de unos instantes—. Encarga que nos suban algo para comer y beber. O ve tú a por ello. Debo meditar sobre lo que me has contado.
—Desde luego —respondí, levantándome de un salto—. ¿Qué te apetece?
—Me da lo mismo. Lo que sea. No he probado bocado desde ayer. Me siento demasiado débil para pensar con claridad. Ve a comprar algo para comer y vuelve aquí. Necesito estar sola para rezar, reflexionar y deambular entre las cosas de mi padre. Espero que al diablo no se le ocurra apoderarse de ti antes del tiempo acordado...
—No lo creo, aunque sólo sé lo que te he dicho. Voy enseguida a comprar algo.
Salí de inmediato, caminando como un mortal, en busca de un restaurante del centro donde me vendieran algún plato preparado y caliente. También compré varias botellas de agua mineral, puesto que es lo que los mortales suelen beber en estos tiempos, y regresé cargado con los paquetes.
Pero cuando se abrieron las puertas del ascensor en el tercer piso, me di cuenta de que había hecho algo que se salía por completo de lo normal. Yo, un vampiro de doscientos años, feroz y orgulloso por naturaleza, había ido a hacer un recado para una joven mortal sólo porque ella me lo había pedido.
Claro que las circunstancias justificaban mi conducta. Había secuestrado a Dora y la había llevado a Nueva York. La necesitaba. ¡La amaba!
Aquel episodio me demostró un hecho palpable: Dora tenía la facultad, como suelen tener los santos, de hacer que los demás la obedecieran. Yo había salido tan contento a comprarle algo para comer, como si fuera ella quien me hubiera hecho un favor a mí al pedírmelo.
Entré en el apartamento con los paquetes y los coloqué sobre la mesa.
La atmósfera del apartamento estaba impregnada de los aromas de Dora, incluyendo su menstruación, esa sangre especial que fluía entre sus piernas. Todo el lugar estaba saturado de su presencia y su olor.
Me esforcé en dominar el intenso deseo de chuparle la sangre hasta dejarla muerta.
Dora seguía sentada en el sillón, con las manos entrelazadas y aspecto pensativo. Vi que las carpetas negras yacían abiertas en el suelo. De modo que había examinado los documentos de su herencia, o una parte de los mismos.
Sin embargo, Dora no miraba las carpetas, sino que estaba inmersa en sus pensamientos. Cuando entré ni siquiera alzó la vista.
Al cabo de unos segundos se levantó y se dirigió hacia la mesa, como sumida en un trance. Entretanto, fui a la cocina en busca de unos platos y unos cubiertos. Tras revolver en los armarios y cajones, cogí un plato de porcelana y unos tenedores y cuchillos de acero inoxidable de aspecto inofensivo. Los coloqué en la mesa y abrí los paquetes que contenían unas humeantes raciones de carne y verduras. También le había comprado un postre. Todo aquello me resultaba completamente extraño, como si no hubiera habitado recientemente un cuerpo mortal y jamás hubiera probado los alimentos que comen los humanos. En cualquier caso, era una experiencia que prefería no recordar.
—Gracias —dijo Dora distraídamente, sin mirarme siquiera—. Eres un encanto.
Luego abrió una botella de agua mineral y bebió con avidez.
Mientras Dora bebía observé su cuello. Aunque procuraba apartar de mi mente cualquier tentación, su intenso olor era capaz de volverme loco.
Si crees que no podrás dominar este deseo, me dije, es mejor que te marches y no vuelvas a verla.
Dora comió sin fijarse en lo que ingería, de forma mecánica. De pronto me miró y dijo:
—Disculpa. Siéntate, por favor. No puedes comer estas cosas, ¿verdad?
—No —respondí—, pero puedo sentarme.
Tomé asiento junto a ella, procurando no observarla ni aspirar su aroma. Con el fin de distraerme, dirigí la vista hacia el ventanal. Parecía que nevaba, porque todo estaba cubierto por un espeso manto blanco. Eso, sin duda, significaba que o bien Nueva York había desaparecido sin dejar rastro, o que estaba nevando.
Dora tardó menos de seis minutos y medio en devorar la comida. Jamás había visto a nadie comer a esa velocidad. Luego lo recogió todo y lo llevó a la cocina. Yo insistí en que no era necesario que lavara el plato y los cubiertos y la conduje de nuevo a la sala de estar, lo cual me dio la oportunidad de sostener sus manos cálidas y frágiles entre las mías y aproximarme a ella.
—¿Qué me aconsejas? —pregunté.
Dora se sentó y reflexionó durante unos minutos antes de contestar.
—Creo que no tienes nada que perder si colaboras con ese ser. Es evidente que si quisiera destruirte ya lo habría hecho. Fuiste a dormir a tu casa aun sabiendo que él, el Hombre Corriente, como tú lo llamas, conocía la dirección. Es obvio que no le temes en un sentido material. Cuando se transformó en un diablo, conseguiste apartarlo de ti. ¿Qué arriesgas cooperando con él? Supongamos que sea capaz de llevarte al cielo o al infierno. Siempre puedes negarte a ayudarle, ¿no? Puedes decirle, utilizando su distinguida forma de expresarse: «Lo siento, no veo las cosas desde el mismo punto de vista que tú.»
—Cierto.
—Quiero decir que si te muestras dispuesto a hacer lo que te pide, ello no significa que le aceptes. Por el contrario, es él quien tiene la obligación de hacerte ver las cosas desde su óptica, ¿no crees? Además, siempre puedes romper las reglas.
—¿Te refieres a que no conseguirá llevarme al infierno con engaños?
—¿Bromeas? ¿Crees que Dios permitiría que el diablo se llevara a las personas al infierno por medio de engaños?
—Yo no soy una persona, Dora. Soy lo que soy. No pretendo trazar ningún paralelismo con Dios en mis reiterativos epítetos. Sólo pretendo decir que soy malvado. Muy malvado. Lo sé. Desde que empecé a alimentarme de sangre humana. Soy Caín, el asesino de su hermano.
—En tal caso, Dios podría arrojarte al infierno en cualquier momento, ¿no es cierto?
—Ojalá lo supiera —contesté, sacudiendo la cabeza—. Ojalá supiera por qué Dios no me ha arrojado ya al infierno. Pero, si lo he entendido bien, lo que dices es que el poder se halla repartido entre ambos.
—Es evidente.
—Y que creer que el diablo pueda embaucarme es casi una superstición.
—Justamente. Si vas al cielo, si hablas con Dios...
Dora se detuvo.
—Si te pidiera que le ayudaras, si te asegurara que no es malvado, aunque sea el adversario de Dios, ¿estarías dispuesta a aceptar que es capaz de cambiar tu forma de pensar?
—No lo sé —contestó Dora—. Es posible. Conservaría mi libre albedrío durante la experiencia, pero es posible que aceptara.
—De eso se trata. El libre albedrío. Temo perder mi voluntad y el juicio.
—Creo que estás en plena posesión de ambas cosas, así como de una enorme fuerza sobrenatural.
—¿No intuyes la maldad en mí?
—No, eres demasiado hermoso, lo sabes de sobra.
—Pero debe de existir algo podrido y perverso en mí que presientes y ves.
—Quieres que te consuele y no puedo hacerlo —respondió Dora—. No, no lo presiento. Creo lo que me has dicho.
—¿Por qué?
Dora reflexionó durante largo rato. Luego se levantó y se dirigió al ventanal.
—He elevado una petición a las fuerzas sobrenaturales —contestó Dora mientras contemplaba el tejado de la catedral, que yo no alcanzaba a ver—. Les he pedido que me concedan una visión.
—¿Y crees que yo puedo ser la respuesta a tu petición?
—Posiblemente —contestó Dora volviéndose hacia mí—. Aunque ello no signifique que todo esto esté sucediendo debido a Dora y a lo que Dora desea. Al fin y al cabo, te está ocurriendo a ti. Pero he rogado por una visión, y he asistido a varios hechos en apariencia prodigiosos; y, sí, te creo, lo mismo que creo en la existencia y la bondad de Dios.