Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
—No le creo capaz de hacerlo, parece demasiado asustado. ¡Si hasta está temblando!
—No es usted quien me inspira temor, Dora —contesté irritado—. No sé lo que está pasando. Soy terrenal, sí, es cierto. Y yo... yo maté a su padre. Soy culpable de su muerte. Más tarde se me apareció y me pidió que cuidara de usted. Ahora ya lo sabe. No es a usted a quien temo, sino a la situación. Jamás me había encontrado en semejantes circunstancias, nunca había tenido que responder a este tipo de interrogatorio.
—Comprendo —dijo Dora. Estaba profundamente impresionada. Su rostro brillaba como si estuviera sudando. El corazón le latía aceleradamente. Agachó la cabeza. Su mente resultaba impenetrable. Sin embargo, era evidente que estaba muy apenada, y las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. No soportaba verla de ese modo.
—Dios mío, esto es un infierno —murmuré—. No debí matarlo. Yo... lo hice por una razón muy sencilla. Él... se cruzó en mi camino. Fue un trágico error. Pero luego se me apareció y charlamos durante horas, tranquilamente, su fantasma y yo. Me habló sobre usted, sobre las reliquias y Wynken.
—¿Wynken? —repitió Dora, mirándome con extrañeza.
—Sí, Wynken de Wilde, ya sabe, el autor de los doce libros que posee su padre. Mire, Dora, me gustaría cogerle la mano para consolarla, pero no desearía que se echase a gritar.
—¿Por qué mató a mi padre? —increpó. Su pregunta significaba algo más. En realidad, me estaba diciendo: «¿Cómo es posible que un ser que se expresa como tú sea capaz de cometer semejante atrocidad?»
—Deseaba chuparle la sangre. Me alimento de la sangre de los demás. Por eso me conservo joven y sigo vivo. ¿No cree en los ángeles? Pues crea en los vampiros. Crea en mí. Existen peores cosas en el mundo.
Dora me miró estupefacta.
—Nosferatu —dije suavemente—. Verdilak. El vampiro. Lamia. Seres terrenales —añadí, encogiéndome de hombros. Me sentía totalmente desarmado—. Existen numerosas especies extrañas. Pero Roger apareció ante mí en forma de fantasma para hablarme de usted.
Dora empezó a sacudir la cabeza y sollozar. Sin embargo, no era un ataque de histeria. Tenía los ojos llenos de lágrimas y la cara crispada en una mueca de dolor.
—Dora, le aseguro que no le haré daño, se lo juro. No quiero lastimarla.
—¿Es cierto que mi padre está muerto? —preguntó Dora. De pronto rompió a llorar desconsoladamente, con el rostro oculto entre las manos. Sus delgados hombros se agitaban de forma violenta—. ¡Dios mío, ayúdame! —murmuró—. ¡Roger! ¡Roger!
Luego se santiguó y permaneció sentada en el suelo, llorando.
Yo aguardé mientras la observaba. Sus lágrimas y su dolor se nutrían de sí mismos. Su desconsuelo iba en aumento. Al cabo de unos minutos se inclinó hacia delante y se tumbó de bruces. Resultaba evidente que no me temía. Era como si yo no estuviera presente.
Me levanté despacio y abandoné mi escondite. Por fortuna, el techo del desván era bastante alto. Luego me acerqué a Dora y apoyé las manos sobre sus hombros.
Ella no opuso resistencia. Siguió llorando y moviendo la cabeza de un lado a otro como si estuviera bebida, agitando las manos como si quisiera atrapar el aire.
—¡Dios, Dios, Dios! —exclamó—. ¡Dios... Roger!
La cogí en brazos. Era tan ligera como había sospechado, aunque en ningún caso su peso hubiera representado un obstáculo para alguien tan fuerte como yo. Dora apoyó la cabeza en mi pecho.
—Lo sabía, me di cuenta cuando me besó —dijo con voz entrecortada—. Entonces comprendí que no volvería a verlo. Lo sabía...
Dora continuó pronunciando una serie de frases ininteligibles. Parecía tan frágil y vulnerable... La sostuve con cuidado, procurando no lastimarla. Cuando echó la cabeza hacia atrás, observé que estaba muy pálida. Su indefensión habría sido capaz de conmover incluso al mismísimo diablo.
Me dirigí hacia la puerta de su habitación. Dora yacía en mis brazos como una muñeca de trapo, sin oponer resistencia alguna. Al abrir la puerta de su habitación advertí una corriente de aire cálido.
La habitación, que antiguamente debió de cumplir las funciones de aula o dormitorio de las alumnas, era muy grande. Estaba ubicada en una esquina del edificio. En dos lados de la estancia había unas grandes ventanas por las que penetraba la luz de las farolas.
El resplandor del tráfico iluminaba la habitación.
El lecho de Dora estaba adosado a la pared que se hallaba frente a la puerta. Era un viejo camastro de hierro forjado, pintado de blanco, sencillo y estrecho como el lecho de un convento, con un marco rectangular del que antiguamente debió de colgar una mosquitera. La pintura se había desprendido en algunas de las delgadas varas de hierro. Vi unas estanterías llenas de libros. Había montones de libros por doquier, algunos abiertos, otros apoyados en unos improvisados atriles; y su reliquias, centenares de cuadros, estatuas y todo tipo de objetos que quizá le había regalado Roger antes de que ella averiguara la verdad. En los marcos de madera de las puertas y las ventanas aparecían escritas unas palabras en cursiva con tinta negra.
Me dirigí hacia el lecho y deposité a Dora en él. Ella apoyó la cabeza en la almohada, agradecida de poder tumbarse sobre el mullido colchón. La habitación estaba inmaculadamente limpia y ofrecía un aire alegre y moderno.
Entregué a Dora mi pañuelo de seda. Ella lo cogió, lo miró y dijo:
—Es demasiado bueno.
—No, úselo. No tiene importancia. Tengo muchos pañuelos.
Dora me observó en silencio y se secó los ojos y las mejillas. El corazón le latía ahora más despacio, pero la intensa emoción que había sentido al enterarse de la muerte de su padre había intensificado su olor.
Pensé en su menstruación, absorbida por una compresa de algodón blanco que llevaba entre las piernas. Era un olor muy intenso, deliciosamente penetrante. La idea de lamer esa sangre empezó a atormentarme. Aunque no sea propiamente sangre, la contiene, y sentí la tentación que experimentaría cualquier vampiro en mi lugar: lamer la sangre que fluía entre sus piernas, alimentarme de ella sin hacerle daño.
Naturalmente, dadas las circunstancias eso era una idea absolutamente disparatada.
Se produjo un largo silencio.
Yo me senté en una silla de madera. Sabía que ella estaba junto a mí, sentada en la cama, con las piernas cruzadas, enjugándose los ojos y sonándose con unos pañuelos de papel que había hallado en la mesita de noche. Todavía sostenía en la mano mi pañuelo de seda.
Mi presencia la excitaba pero no le infundía miedo. Estaba demasiado deprimida para gozar de esta confirmación de millares de creencias: un ser no humano vivo, con aspecto de hombre y que se expresaba como un mortal. En esos momentos no podía asimilarlo, pero resultaba evidente que se sentía impresionada. Su valor era auténtico coraje. Dora no era estúpida. Se encontraba en un plano moral tan superior que ningún cobarde habría alcanzado a entenderlo.
Algunos imbéciles lo habrían interpretado como fatalismo. Pero no era eso. Era la facultad de pensar más allá del instante presente, evitando así caer presa del pánico. Algunos mortales quizás experimenten esa sensación poco antes de morir, cuando el juego ha tocado a su fin y todo el mundo se ha despedido. Dora lo contemplaba todo desde esa perspectiva fatal, trágica, infalible.
Yo miré hacia el suelo. No vayas a enamorarte de ella.
Las tablas de pino amarillo habían sido lijadas, lacadas y enceradas. Eran de color ámbar. Preciosas. Quizá todo el palacio sería un día así. La Bella y la Bestia. Aunque, para ser una bestia, les aseguro que no estoy nada mal.
Me odiaba a mí mismo por disfrutar en unos momentos tan delicados para Dora, imaginando que bailaba con ella por los pasillos. Pensé en Roger, lo cual me devolvió a la realidad, y en el Hombre Corriente, aquel monstruo que me estaba esperando.
Contemplé el escritorio de Dora, los dos teléfonos, el ordenador, más pilas de libros y, en un rincón, aquel pequeño televisor, un instrumento de estudio, cuya pantalla no medía más de cuatro o cinco pulgadas, aunque estaba conectado a un largo cable negro que, a su vez, conectaba el aparato al resto del mundo.
Había muchos otros artilugios electrónicos. No era la celda de una monja. Las palabras que aparecían inscritas en los marcos de puertas y ventanas consistían en frases como: «El misterio se opone a la teología», «Extraña conmoción» y, la más curiosa de todas, «Escucho las tinieblas».
Sí, pensé, el misterio se opone a la teología, eso era lo que Roger había tratado de decirme, que Dora no había alcanzado la fama que se merecía porque en ella se conjugaba lo místico con lo teológico y le faltaba fuego o magia. Roger había insistido en que su hija era una teóloga. También estaba convencido de que sus reliquias eran misteriosas, lo cual era cierto.
De nuevo evoqué un remoto recuerdo de mi infancia, cuando ante el crucifijo que había en nuestra iglesia de la Auvernia me sentí impresionado por la sangre que brotaba de las manos y los pies de Jesús. Yo era muy pequeño. A los quince años ya me acostaba con las jóvenes aldeanas en la parte posterior de la iglesia, lo cual constituía un auténtico prodigio en aquellos tiempos. Claro que en nuestra aldea se suponía que el hijo del terrateniente tenía que ser una especie de sátiro. Mis hermanos, de talante excesivamente conservador, habían defraudado a la mitología local al comportarse siempre como auténticos caballeros. Su mezquina virtud era capaz incluso de afectar a las cosechas. Sonreí. Por fortuna, mis proezas amatorias compensaban con creces las deficiencias de mis hermanos. Sin embargo, al contemplar el crucifijo —yo debía de tener unos siete u ocho años a lo sumo— había exclamado: «¡Qué forma tan horrible de morir!» Mi madre se había echado a reír ante aquella ocurrencia, pero mi padre se había sentido humillado.
El tráfico que circulaba por la avenida Napoleón generaba un leve ruido previsible y tranquilizador.
Al menos, a mí me parecía tranquilizador.
Oí suspirar a Dora. Luego advertí que apoyaba la mano en mi brazo y lo oprimía con delicadeza, como si quisiera sentir la textura que yacía bajo la armadura de la ropa.
A continuación noté que sus dedos me rozaban la cara.
Por alguna razón, es lo que suelen hacer los mortales cuando quieren asegurarse de que somos de carne y hueso: flexionan los dedos hacia dentro y nos tocan la cara con los nudillos. Es una forma de tocar a alguien superficialmente. Supongo que hacerlo con la palma de la mano o con las suaves yemas de los dedos sería un gesto demasiado íntimo.
No me moví. Dejé que me palpara el rostro como si estuviera ciega y aquél fuera un gesto de cortesía. Noté sus dedos en mi cabello, del cual me sentía muy orgulloso; sabía que lo tenía sedoso y brillante. Pese a sentirme desorientado y confuso, seguía siendo el mismo individuo vanidoso y egocéntrico de siempre.
Dora se santiguó de nuevo. Pero no me temía. Supongo que lo hizo para confirmar algo, aunque, bien pensado, no sé exactamente qué. Luego rezó en silencio.
—Yo también sé rezar —dije—. «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.» —Repetí toda la letanía en latín.
Dora me miró con asombro y emitió una suave risita.
Yo sonreí. El lecho y la silla que Dora y yo ocupábamos respectivamente, a escasa distancia uno del otro, se hallaban en un rincón. Había una ventana por encima del hombro de Dora y otra detrás de mí. Ventanas y más ventanas; era un palacio lleno de ventanas. La madera oscura del techo se encontraba a casi cinco metros de altura. Me fascinaba la escala de aquel edificio; en Europa eso era normal. Por fortuna, no había sido sacrificado a las dimensiones modernas.
—La primera vez que entré en Notre Dame —dije— después de haberme convertido en esto, en un vampiro, lo cual no fue idea mía dicho sea de paso... era completamente humano y más joven que usted, me obligaron a ello, no recuerdo si recé cuando sucedió, pero sí que luché como un desesperado, y consta por escrito. Pero, como le iba diciendo, la primera vez que entré en Notre Dame me extrañó que Dios no me fulminara.
—Debe de reservarle un lugar en el esquema de las cosas.
—¿Usted cree?
—Sí. Jamás imaginé encontrarme cara a cara con un ser como usted, pero tampoco me parecía imposible o siquiera improbable. Durante años he esperado una señal, una confirmación. De no haberse producido me habría resignado, pero en el fondo siempre tuve la sensación... de que esa señal iba a producirse.
Dora tenía una voz atiplada, típicamente femenina, pero se expresaba con aplastante seguridad y sus palabras poseían tanta autoridad como si las hubiera pronunciado un hombre.
—De repente se presenta aquí, me comunica que ha matado a mi padre y me dice que su fantasma habló con usted. No soy dada a despachar este tipo de cosas a la ligera. Lo que dice me interesa, posee una retórica que me atrae. De joven, lo que más me gustaba de la Biblia era su calidad retórica. He percibido cosas que se salen de lo común. Le confiaré un secreto. En cierta ocasión deseé que mi madre muriera, y ese mismo día, al cabo de una hora, mi madre desaparecía de mi vida para siempre. Deseo aprender de usted. Según me ha explicado, entró en la catedral de Notre Dame y Dios no le fulminó.
—Le contaré algo divertido —dije—. Sucedió hace doscientos años. En París, antes de la Revolución. Por aquel entonces vivían numerosos vampiros en París, en Les Innocents, un enorme cementerio que ya no existe. Vivían en las catacumbas y no se atrevían a pisar Notre Dame. Cuando me vieron entrar allí, creyeron que Dios iba a fulminarme.
Dora me observaba plácidamente.
—Destruí su fe, dejaron de creer en Dios y en el diablo —dije—. Y eran unos vampiros. Unas criaturas terrenales, como yo, medio demonios y medio humanos, estúpidas, torpes, que creían que Dios las destruiría si se atrevían a poner un pie en la catedral.
—¿Y antes del episodio que me ha relatado eran creyentes?
—Sí, tenían su propia religión —contesté—. Se consideraban siervos del diablo, lo cual era un honor. Vivían como vampiros, pero llevaban una existencia desgraciada y deliberadamente penitente. Yo era, por decirlo así, un príncipe. Me paseaba por París con una capa roja forrada con pelo de lobo. Ésa era mi vida humana, la capa. ¿Le impresiona el hecho de que unos vampiros creyeran en Dios? Como le he dicho, destruí su fe. Creo que jamás me lo han perdonado, me refiero a los escasos vampiros que todavía hay desperdigados por el mundo. Nuestra especie casi se ha extinguido.