Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
—No voy a prometeros nada respecto a Dora —respondí—. No puedo.
—No destruyas a esa joven, Lestat —dijo David con firmeza—. Si es cierto que nos encontramos en un ámbito donde los espíritus de los muertos pueden rogar que les ayudemos, también pueden perjudicarnos. ¿Has pensado en eso?
David se incorporó, furioso, tratando de dominar su distinguida voz, de no perder su flema británica.
—No le hagas daño a esa chica —dijo—. Su padre te pidió que velaras por ella, no que la trastornes hasta hacerla enloquecer.
—No sigas con tu discurso, David. Sé adonde quieres ir a parar. Pero estoy solo. Solo con Memnoch, el diablo. Los dos habéis sido buenos amigos míos; pertenecemos a la misma especie. Pero no creo que nadie pueda aconsejarme sobre lo que debo hacer, excepto Dora.
—¡Dora! —exclamó David, atónito.
—¿Acaso piensas contarle esta historia? —preguntó Armand tímidamente.
—Sí, eso es lo que pienso hacer. Ella es la única que cree en el diablo. En estos momentos necesito apoyarme en un creyente, un santo, un teólogo, y por eso voy a recurrir a Dora.
—Eres perverso, obstinado, destructivo —dijo David. Sonaba como una maldición—. ¡Siempre has de salirte con la tuya!
Estaba furioso. En aquellos momentos habían aflorado todas las razones que tenía para despreciarme, y no había nada que yo pudiera decir en mi defensa.
—Espera —dijo Armand con suavidad—. Lestat, esto es una locura. Es como consultar con la sibila. ¿Pretendes que esa chica asuma el papel de oráculo, te diga lo que ella, como mortal, opina que debes hacer?
—No es una simple mortal, es diferente. No le inspiro ningún temor. No teme nada. Es humana y, sin embargo, parece de una especie distinta. Es una santa, Armand, tal como debía de ser Juana de Arco cuando condujo a los ejércitos. Dora sabe cosas sobre Dios y el diablo que yo desconozco.
—Hablas de fe, lo cual sin duda atraerá a Dora —dijo David— igual que atrajo a tu amiga la monja, Gretchen, que ahora está irremediablemente loca.
—Loca y muda —apostillé—. No dice una palabra, tan sólo reza, al menos eso dicen los periódicos. Pero ten presente que, antes de aparecer yo enescena, Gretchen no creía realmente en Dios. En su caso, la fe y la locura son una misma cosa.
—¡Nunca aprenderás! —exclamó David.
—¿Qué es lo que debo aprender? —pregunté—. Iré a ver a Dora, David. Es la única persona a la que puedo recurrir. Además, no puedo dejar las cosas tal como han quedado entre ella y yo. Debo volver y reparar mi torpeza. En cuanto a ti, Armand, quiero que me prometas una cosa; supongo que imaginas a qué me refiero. He arrojado una luz protectora alrededor de Dora, ninguno de nosotros puede tocarla.
—¿Me crees capaz de lastimar a tu amiga? Me duele que pienses eso de mí —protestó Armand, ofendido.
—Lamento haberlo dicho —respondí—. Pero sé lo que es la sangre y sé lo que es la inocencia, y ambas cosas constituyen una mezcla muy tentadora. Confieso que yo mismo me siento tentado por esa joven.
—Entonces, serás tú quien caiga en la tentación —me espetó Armand—. Como sabes, ya no me molesto en elegir a mis víctimas. Sólo tengo que colocarme delante de una casa y esperar a que las personas que lo deseen se arrojen en mis brazos. Puedes estar seguro que no haré daño a esa chica. ¿Acaso crees que vivo en el pasado? ¿No comprendes que uno cambia con cada era? ¿Qué demonios puede decirte Dora para ayudarte?
—No lo sé —contesté—. Pero iré a verla mañana por la noche. Si no fuera tan tarde, iría ahora mismo. Si algo me sucediera, David, si desapareciera, si... la herencia de Dora está en tus manos.
David asintió.
—Tienes mi palabra de honor de que velaré por los intereses de esa joven, pero te ruego que no vayas a verla.
—Si me necesitas, Lestat... —dijo Armand—. Si ese ser trata de llevarte con él a la fuerza...
—¿Por qué te preocupas por mí? —pregunté—. Después de todas las malas pasadas que te he jugado, ¿por qué?
—No seas idiota —respondió con suavidad—. Hace tiempo me convenciste de que el mundo es un jardín salvaje. ¿Recuerdas tus viejas poesías? Dijiste que las únicas leyes verdaderas, las únicas que te merecían respeto, eran las leyes estéticas.
—Sí, lo recuerdo muy bien. Me temo que es cierto. Siempre he temido que fuera cierto, desde que era un niño mortal. Una mañana, al despertarme, comprobé que no creía en nada.
—Pero en tu jardín salvaje brillas con luz propia —dijo Armand—. Te paseas por él como si te perteneciera y pudieras hacer lo que te viniera en gana. He recorrido el mundo entero, pero siempre regreso a ti para contemplar los colores del jardín a tu sombra o reflejados en tus ojos, o para escuchar tus últimas locuras y obsesiones. Además, somos hermanos, ¿no es así?
—¿Por qué no me ayudaste la última vez, cuando me metí en un lío por haber cambiado mi cuerpo por el de un ser humano?
—Si te lo digo no me lo perdonarás —contestó Armand.
—Dímelo.
—Porque confiaba en que permanecieras en aquel cuerpo inmortal y salvaras tu alma, y recé por ello. Creí que te habían concedido el mayor don, me sentía eufórico por ti, por tu triunfo. No debía inmiscuirme. ¡No podía hacerlo!
—Eres infantil e idiota, siempre lo has sido.
Armand se encogió de hombros.
—Por lo visto, tienes otra oportunidad de salvar tu alma. Espero que esta vez sepas hacer uso de tu fortaleza y tu talento, Lestat. No me fío de ese Memnoch, creo que es mucho peor que todos los enemigos humanos a los que te enfrentaste cuando estabas atrapado en aquel cuerpo humano. No creo que ese Memnoch tenga nada que ver con el cielo. ¿Por qué habían de dejarte entrar con él?
—Una excelente pregunta.
—Lestat —intervino David—, no vayas a ver a Dora. Recuerda que, de haber seguido mi consejo, te habrías evitado muchos problemas la última vez que te viste en un aprieto.
Habría mucho que comentar sobre eso, pues en tal caso él no se habría convertido en lo que era ahora, una espléndida criatura. Por más que quisiera, no podía arrepentirme de que estuviera ahí, de que hubiera ganado el trofeo carnal del ladrón de cuerpos. Sencillamente, no podía.
—Creo que el diablo quiere apoderarse de ti.
—¿Por qué? —pregunté.
—Te ruego que no vayas a ver a Dora —dijo David con aire solemne.
—Debo hacerlo, está a punto de amanecer. Os quiero.
Ambos me miraron perplejos, recelosos, con incertidumbre.
Hice lo único que podía hacer. Me largué de allí.
La noche siguiente abandoné mi escondite del desván y salí en busca de Dora. No deseaba encontrarme otra vez con David o Armand. Por más que lo intentaran, no conseguirían disuadirme.
El problema era qué hacer respecto a Dora. David y Armand, sin quererlo, habían confirmado varias cosas: yo no estaba loco de remate ni había imaginado todo lo que estaba sucediendo a mi alrededor. Tal vez una parte, pero no todo.
Sea como fuere, decidí utilizar con Dora un método radical que, de buen seguro, ni David ni Armand habrían aprobado.
Puesto que conocía bastante bien sus costumbres y los lugares que frecuentaba, fui a su encuentro cuando salía de los estudios de televisión de la calle Chartres, en el barrio francés. Había pasado la tarde grabando un programa de una hora y charlando luego con sus seguidores. Aguardé en el portal de una tienda mientras Dora se despedía de sus «hermanas» o seguidoras. Eran unas mujeres jóvenes, aunque no unas adolescentes, convencidas de que debían ayudar a Dora a cambiar el mundo. Tenían un aire informal, inconformista.
Cuando desaparecieron, Dora se dirigió hacia la plaza donde había dejado aparcado el coche. Vestía un abrigo de lana negra, con medias también de lana y calzaba unos zapatos de tacón alto, como los que le solía ponerse para bailar en el programa. Su atuendo, rematado por su casquete de cabello negro y rizado, le daba un aspecto muy dramático y frágil, tremendamente vulnerable en un mundo de hombres mortales.
La agarré por la cintura antes de que pudiera advertir mi presencia. Nos elevamos a tal velocidad que era imposible que ella consiguiera ver o comprender nada.
—Estás a salvo —le dije al oído.
Luego la estreché entre mis brazos para impedir que el viento y la velocidad a la viajábamos pudieran lastimarla, y seguí ascendiendo con ella, indefensa y vulnerable, mientras permanecía atento al ritmo de su corazón y respiración.
Al cabo de unos momentos noté que se relajaba entre mis brazos, mejor dicho, que confiaba en mí. Su reacción no dejó de sorprenderme, como todo lo referente a ella. Dora hundió el rostro en mi chaqueta, como si temiera mirar a su alrededor, aunque creo que era más bien para defenderse del frío. Yo la protegí con mi chaqueta y seguimos volando. El viaje duró más de lo previsto, pues no podía volar con un ser humano tan frágil como Dora a una altitud excesiva, pero resultó mucho menos aburrido y peligroso que en un reactor; esos trastos contaminan la atmósfera con sus emanaciones y siempre existe el riesgo de que estallen.
En menos de una hora aterrizamos en el vestíbulo de la Torre Olímpica. Dora recobró el conocimiento en mis brazos, como si despertara de un profundo letargo. Fue inevitable: había perdido el conocimiento, por diversos motivos físicos y psicológicos, aunque se recuperó de inmediato. Me miró con sus enormes ojos de búho y luego contempló la fachada lateral de San Patricio, que se alzaba ante nosotros en su inexorable gloria.
—Vamos, te enseñaré las cosas de tu padre —dije, mientras la conducía hacia el ascensor.
Dora me siguió sin titubear, tal como los vampiros soñamos que se comporten los mortales ante nosotros y jamás sucede, igual que si no existiera el menor motivo para que sintiera miedo de mí.
—No dispongo de mucho tiempo —dije. Subimos al ascensor y pulsé el botón que correspondía a mi apartamento—. Me persigue algo y no sé lo que quiere de mí. Pero tenía que traerte aquí. Descuida, me ocuparé de que regreses a casa sana y salva.
Le expliqué que no conocía ninguna entrada al edificio por el tejado, pues hacía poco que me había mudado a mi nuevo apartamento, y ése era el motivo por el que habíamos cogido el ascensor. Era una forma de disculparme por obligarla a utilizar este lento y anacrónico medio de transporte después de haber cruzado un continente en una hora.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, entregué a Dora las llaves del apartamento y la conduje hacia él.
—Abre tú misma la puerta, todo lo que contiene te pertenece.
Dora me miró perpleja durante unos instantes, luego se alisó el pelo con la mano, introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta.
—Las cosas de Roger —fueron las primeras palabras que pronunció al entrar en el apartamento.
Las reconoció por su olor, tal como cualquier anticuario habría reconocido aquellos iconos y reliquias. Luego descubrió el ángel que había instalado en el pasillo, con el ventanal al fondo, y creí que iba a desmayarse en mis brazos.
Dora se desplomó hacia atrás, como si ya hubiera previsto mi apoyo. La sostuve con las yemas de los dedos, temeroso de lastimarla.
—¡Dios mío! —murmuró. Su corazón latía aceleradamente, pero era joven y fuerte, capaz de resistir la impresión—. Estamos aquí. Veo que no me has mentido.
Dora se apartó de mí antes de que yo pudiera responder, pasó frente al ángel y se dirigió con paso decidido hacia la amplia sala de estar. Las torres de San Patricio asomaban justo por debajo del nivel de la ventana. La sala se hallaba atestada de paquetes envueltos en plástico, a través del cual se detectaba la forma de un crucifijo o de un santo. Los libros de Wynken yacían en la mesa, pero no quise abordar ese tema en aquellos momentos.
Dora se volvió hacia mí y me analizó detenidamente. Soy muy sensible a este tipo de escrutinio, hasta el extremo de creer que mi vanidad reside en cada una de mis células.
Dora murmuró unas palabras en latín, pero no las capté ni tampoco se produjo una traducción automática en mi mente.
—¿Qué has dicho? —pregunté.
—Lucifer, el Hijo de la Mañana —murmuró Dora al tiempo que me observaba con franca admiración.
Acto seguido tomó asiento en un sillón de cuero, uno de los anodinos muebles que contenía el apartamento, destinados a hombres de negocios aunque sumamente confortables. Dora no retiró la vista de mí.
—No, no soy Lucifer —respondí—. Sólo soy lo que te dije, nada más. Pero él es quien me persigue.
—¿El diablo?
—Sí. Te lo contaré todo y luego quiero que me aconsejes. Entretanto... —me volví hacia el archivador— tu herencia, las obras de arte, el dinero que posees y cuya existencia ignorabas, limpio y legítimo, todo aparece detallado en unas carpetas negras que hay dentro del archivador. Tu padre murió con el deseo de que utilizaras su herencia para construir tu iglesia. Si la rechazas, no estés tan segura de que eso sea la voluntad de Dios. Recuerda, tu padre ha muerto. Su sangre ha purificado el dinero.
¿Estaba convencido de lo que acababa de decir? En todo caso, era lo que Roger quería que le transmitiera.
—Roger me pidió que te lo dijera —añadí, tratando de mostrarme seguro de mí mismo.
—Te comprendo —contestó Dora—. Te preocupas por algo que ya no tiene importancia. Acércate, deja que te abrace. Estás temblando.
—¿Que estoy temblando?
—Aquí hace calor, pero tú no pareces notarlo. Anda, acércate.
Me arrodillé delante de ella y la abracé como había abrazado a Armand. Luego apoyé la cabeza contra la suya. Tenía la mejilla fría, pero ni siquiera el día en que la enterrasen estaría tan fría como lo estaba yo en aquellos momentos. Yo había absorbido todo el frío del invierno como si fuera un mármol poroso, lo cual quizá fuera cierto.
—Dora, Dora, Dora —murmuré—. No sabes lo mucho que te quería tu padre. Deseaba ayudarte a conseguir todo lo que te habías propuesto.
El olor que exhalaba su persona era muy poderoso, pero yo también.
—Explícame lo del diablo, Lestat —dijo Dora.
Me senté en la moqueta con objeto de poder contemplar su rostro. Dora estaba sentada en el borde del sillón, con las rodillas a la vista. Entre las solapas del abrigo asomaba el extremo de una bufanda dorada. Su semblante estaba pálido pero animado por una expresión muy vivaz que le daba un aire radiante y ligeramente mágico, como si no fuera humana.
—Ni siquiera tu padre fue capaz de describir tu belleza —dije—. Eres como la virgen de un templo, una ninfa de los bosques.