Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
Aquella combinación de desorden y orden constituía un misterio que me intrigaba. Lo que presenciaba no era el caos ni un tumulto, sino la hilaridad de una reunión inmensa y definitiva, y al decir definitiva me refiero a que parecía la resolución de algo que se desarrollaba perpetuamente, una prodigiosa y constante revelación a la que todos asistían, a medida que se movían apresurada o lánguidamente (algunos estaban sentados, sin hacer nada) entre colinas, valles, senderos, bosques y edificios que parecían ligados entre sí de un modo que yo jamás había contemplado en ninguna estructura en la Tierra.
No vi ningún edificio específicamente doméstico, como una casa o un palacio. Por el contrario, las estructuras eran infinitamente mayores, llenas de luz y alegres como un jardín, con pasillos y escalinatas que se extendían aquí y allá en perfecta armonía. Todo poseía una fascinante cualidad ornamental. Las superficies y las texturas eran tan vanadas que no me habría cansado de admirarlas.
No puedo explicar la sensación de observación simultánea que experimenté. Trataré de describir por partes lo que vi, oí y sentí, a fin de arrojar mi pobre y limitada luz sobre el conjunto de aquel infinito y maravilloso lugar.
Había arcos, torres, salas, galerías, jardines, campos, bosques, arroyos. Una zona se confundía con otra, y yo viajaba a través de ellas junto a Memnoch, quien me sujetaba con fuerza. Una y otra vez me sentí atraído por una escultura espectacularmente hermosa, una cascada de flores o un árbol gigantesco que se elevaba hacia la bóveda azul, pero Memnoch me obligaba a volverme bruscamente, como si me mantuviera sobre una cuerda floja de la que pudiera caer.
Reí, lloré, ambas cosas a un tiempo. Las emociones sacudían todo mi ser. Agarrado a Memnoch, traté de mirar por encima de su hombro, de ver lo que había a sus espaldas, y me revolví inquieto como un niño para lograr ver durante una fracción de segundo a esa o aquella persona, para observar a un grupo, para captar una conversación.
De pronto aparecimos en una enorme sala.
—¡Ojalá estuviera David aquí! —exclamé.
La sala estaba repleta de libros y pergaminos. No había nada ilógico o confuso en la forma en que aquellos documentos yacían abiertos, listos para ser examinados.
—No los mires, porque no recordarás lo que has visto —me advirtió Memnoch.
Cuando traté de coger un pergamino en el que figuraba una asombrosa explicación sobre algo referente a los átomos, fotones y neutrinos, me propinó una palmada en la mano como si yo fuera una criatura. Pero Memnoch tenía razón. Olvidé en un instante lo que había visto. De pronto me encontré en un vasto jardín. Perdí el equilibrio, pero Memnoch me sostuvo.
Al mirar hacia abajo vi unas flores de una rara perfección; unas flores que eran el ideal de flor al que podían aspirar las flores de nuestro mundo. No se me ocurre ninguna otra forma de describir la perfección de sus pétalos, tallos y colores. Los colores eran tan vivos y tan exquisitos que durante unos momentos dudé que pertenecieran a nuestro espectro óptico.
Me refiero a que no creo que nuestro espectro óptico fuera el límite, sino que intervenían otras normas. O puede que se tratara simplemente de una ampliación, de la capacidad de ver unas combinaciones de colores que químicamente no son visibles en la Tierra.
Las oleadas de risas, cantos y conversaciones aumentaron hasta el punto de nublar el resto de mis sentidos. Estaba cegado por el sonido y, sin embargo, la luz ponía de relieve cada maravilloso detalle.
—¡Zafirino! —exclamé, tratando de identificar el azul verdoso de las hojas que nos rodeaban y se agitaban con suavidad. Memnoch me miró sonriendo y asintió, impidiéndome una vez más que tocara el cielo, que intentara atrapar un pedazo de lo que éste contenía.
—Pero no voy a estropearlo —protesté. De pronto me pareció impensable que alguien pudiera estropear algo de lo que había allí, desde los muros de cuarzo y cristal con sus gigantescas torres y campanarios, hasta las suaves y delicadas parras que trepaban por las ramas de unos árboles cargados de frutas y flores—. No pretendo causar ningún daño —dije.
Oí mi voz con toda claridad, aunque las voces de quienes me rodeaban parecían sofocarla.
—¡Míralos! —dijo Memnoch—. ¡Fíjate en ellos!
Memnoch me hizo volver la cabeza para evitar que ocultase el rostro contra su pecho y me obligó a contemplar aquella multitud, compuesta por grupos, clanes, familias o amigos íntimos que se conocían bien, unos seres que compartían las mismas manifestaciones físicas y materiales. Durante un breve momento, sólo un instante, vi que todos esos seres se hallaban conectados de un extremo de este infinito lugar hasta el otro a través de las manos, las yemas de los dedos, un brazo o el roce de un pie. Los clanes parecían replegarse en el útero de los otros clanes, las tribus se extendían entre las innumerables familias, las familias se unían para formar naciones, y que todos ellos conformaban una entidad palpable, visible e interconectada. Todos se encontraban vinculados entre sí. La individualidad de cada ser existía en función de la individualidad de los demás.
Me sentí mareado, a punto de perder el conocimiento. Pero Memnoch me sostuvo.
—¡Míralos otra vez! —me ordenó.
Pero yo me tapé los ojos, porque sabía que si presenciaba de nuevo aquellas interconexiones perdería el sentido. ¡Perecería dentro de mi propio sentido de la individualidad! Y, sin embargo, cada uno de los seres que vi constituían un individuo.
—¡Todos son ellos mismos! —grité, tapándome los ojos con las manos.
Los cantos, los interminables rápidos y cascadas de voces, sonaban cada vez con mayor intensidad, pero debajo de aquel estruendo percibí una secuencia de ritmos que se superponían, y empecé también a cantar.
Durante unos instantes me separé de Memnoch y canté con los demás, con los ojos abiertos, escuchando mi voz que brotaba de mi garganta y se alzaba hacia el universo.
Canté y canté; pero mi canción estaba teñida de melancolía, de una curiosidad inmensa y de desespero. De golpe comprendí que ninguno de los seres que me rodeaban parecía sentirse insatisfecho o en peligro, que no experimentaba nada remotamente parecido al tedio o al anquilosamiento; con todo, la palabra «frenesí» no era aplicable al constante movimiento y animación de los rostros y las formas que tenía ante mí.
Mi canción era la única nota triste en el cielo, pero la tristeza se transfiguró de inmediato en armonía, en una forma de salmo o cántico, en un himno de alabanza, júbilo y gratitud.
Grité. Creo que en mi grito pronuncié una sola palabra: «¡Dios!» No fue una oración, una confesión de fe o un ruego, sino una exclamación.
Memnoch y yo nos hallábamos en un portal desde el que podía contemplarse un vasto panorama, y de pronto comprendí que al otro lado de la balaustrada se extendía el mundo entero.
El mundo como jamás lo había visto, con sus secretos del pasado al descubierto. Sólo tenía que correr hacia la balaustrada y mirar abajo para contemplar la época del Edén y de la arcaica Mesopotamia, o el momento en que las legiones romanas marchaban a través de los bosques de mi hogar terrenal; vería el Vesubio en erupción, derramando sus funestas cenizas sobre la antigua ciudad viva de Pompeya.
Al fin lo conocería y comprendería todo; todos los enigmas quedarían resueltos, el olor, el sabor de otros tiempos...
Me precipité hacia la balaustrada, que parecía alejarse por momentos. Yo corrí cada vez más y más deprisa hacia ella, pero no conseguí salvar la distancia. De golpe me di cuenta de que esa visión de la Tierra se mezclaba con humo, fuego y sufrimiento, y que podía aniquilar en mí la sensación de euforia que experimentaba. No obstante, tenía que ver lo que había más allá de la balaustrada. No estaba muerto. No iba a quedarme para siempre en el cielo.
Memnoch trató de detenerme, pero yo seguí corriendo.
De pronto se alzó una inmensa luz rosada, una fuente directa infinitamente más calurosa e intensa que la espléndida luz que se derramaba sobre todo cuanto veía. Aquella inmensa luz unificadora fue agrandándose hasta que el mundo que yacía más abajo, el sombrío paisaje de humo, horror y sufrimiento, adquirió un color blanco bajo ella y pasó a ofrecer la imagen de una abstracción de sí mismo, a punto de estallar.
Memnoch me obligó a retroceder y alzó los brazos para cubrirme los ojos. Yo hice otro tanto. Me di cuenta de que él había agachado la cabeza y ocultaba sus ojos tras mi espalda.
De repente lo oí suspirar, ¿o fue acaso un suspiro? No estoy seguro. Durante un segundo el sonido de los gritos, risas y cánticos llenó el universo, y comprendí que el suspiro de Memnoch era como un gemido que brotara de las entrañas de la Tierra.
Noté que sus poderosos brazos se relajaban, y me soltó.
Levanté la vista y vi de nuevo, en medio del torrente de luz, la balaustrada, sólida e inmóvil, ante mí.
Inclinado sobre ella, mirando hacia abajo, había una silueta alta y esbelta, que parecía la de un hombre. De repente se volvió, me miró y extendió los brazos para recibirme.
Tenía el cabello y los ojos de color castaño oscuro, el rostro simétrico y perfecto, la mirada intensa, las manos vigorosas.
Respiré hondo, sintiendo mi cuerpo en toda su solidez y fragilidad mientras aquellas manos me agarraban con fuerza. Estaba a punto de morir. Temí dejar de respirar o que cesara todo movimiento y acabara entregándome a la muerte.
El misterioso ser me atrajo hacia sí. De su persona emanaba una luz que se mezclaba con la que había a sus espaldas y a su alrededor, resaltando cada detalle de su rostro. Observé los poros de su piel dorada, las grietas de sus labios, la sombra del vello que se había afeitado en las mejillas y la barbilla.
De pronto habló en voz alta, con tono suplicante. Era una voz recia y masculina, incluso juvenil.
—Jamás te convertirás en mi adversario, ¿no es cierto, Lestat?
¡Dios mío! De súbito sentí que Memnoch me arrancaba de sus brazos, de su presencia, de su alcance.
El torbellino nos engulló de nuevo. ¡El cielo había desaparecido! Rompí a sollozar amargamente.
—¡Suéltame, Memnoch! —grité, golpeándole en el pecho—. ¡Era Dios!
Pero Memnoch me sujetó con fuerza, para arrastrarme hacia abajo, obligarme a someterme a él y emprender el descenso hacia los infiernos.
Sentí que nos precipitábamos en el vacío a gran velocidad. Estaba tan aterrado que era incapaz de protestar o de agarrarme a Memnoch, ni de hacer nada salvo contemplar las rápidas corrientes de almas que a nuestro alrededor ascendían, observaban, descendían, se sumían de nuevo en la oscuridad, en unas impenetrables tinieblas, hasta que noté que atravesábamos un espacio húmedo, rebosante de aromas familiares y naturales, y de pronto se produjo una suave y silenciosa pausa.
Nos hallábamos de nuevo en un jardín apacible y bellísimo. Era la Tierra. Estaba seguro de ello. Mi Tierra, con su complejidad, sus olores y su sustancia. Aliviado, me arrojé al suelo y clavé los dedos en la mullida tierra, sintiendo su tacto suave y rugoso al mismo tiempo, su sabor a barro. Luego, rompí a llorar.
El sol brillaba en lo alto. Memnoch estaba sentado, observándome. De pronto sus inmensas alas empezaron a desvanecerse, hasta que asumió una forma masculina semejante a la mía; dos seres solitarios en medio de aquel vasto jardín, el uno tumbado boca abajo, llorando como un niño, mientras el otro, el imponente ángel cuya alborotada melena despedía destellos, aguardaba pacientemente con aire pensativo.
—¡Ya has oído lo que me ha dicho! —exclamé, incorporándome de repente. Supuse que voz mi voz resonaría de forma ensordecedora, pero sólo era lo suficientemente fuerte para que Memnoch comprendiera mis palabras—. Me dijo: «¡Jamás te convertirás en mi adversario!» ¡Tú mismo lo oíste! Me llamó por mi nombre.
Memnoch tenía un aire sosegado y mucho más seductor y encantador bajo su pálida forma angélica que cuando adoptaba la apariencia del Hombre Corriente.
—Por supuesto que te llamó por tu nombre —respondió, abriendo los ojos para recalcar sus palabras—. No quiere que me ayudes. Ya te lo dije. Estoy ganando la batalla.
—Pero ¿qué hacías tú allí? ¿Cómo es posible que siendo su adversario puedas entrar en el cielo?
—Únete a mí, Lestat. Quiero que seas mi lugarteniente, podrás ir y venir a tu antojo.
Yo le miré atónito, sin decir palabra.
—¿Lo dices en serio? ¿Podré entrar y salir del infierno a mi voluntad?
—Sí, ya te lo he dicho. ¿No conoces las Sagradas Escrituras? No pretendo afirmar la autenticidad de los fragmentos que quedan, ni siquiera de los poemas originales, pero no dudes que podrás entrar y salir a tu antojo. No te convertirás en un morador de ese lugar hasta que te redimas en él, pero una vez que te hayas puesto de mi parte tendrás absoluta libertad para ir y venir.
Traté de comprender lo que Memnoch decía. Intenté visualizar de nuevo las galerías, las bibliotecas, las interminables hileras de libros. De golpe comprendí que todo ello se había vuelto inmaterial; los detalles desaparecían. Yo había retenido una décima parte de lo que había contemplado; tal vez menos. Lo que he descrito aquí es lo que pude retener en aquellos momentos y lo que recuerdo ahora, una ínfima parte.
—¿Cómo es posible que Dios nos permitiera entrar en el cielo? —pregunté.
Traté de concentrarme en las Sagradas Escrituras, de recordar algo que David había comentado hacía tiempo acerca del Libro de Job, algo sobre que Satanás andaba volando de un lado al otro y Dios le había preguntado un día: «¿Dónde has estado?» Una explicación sobre el
bene ha elohim
o la corte celestial...
—Somos sus criaturas —contestó Memnoch—. ¿Quieres saber cómo comenzó todo, la historia de la creación y mi caída, o prefieres simplemente regresar y arrojarte en sus brazos?
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —pregunté.
Pero yo comprendía muy bien lo que decía Memnoch. Sabía que para entrar en el cielo se requería algo más. No podía presentarme ante sus puertas sin más, y Memnoch lo sabía. Yo podía elegir, sí, entre ponerme del lado de Memnoch o regresar a la Tierra, pero la entrada en el cielo no es algo que se consiga tan fácilmente. Recordé el sarcástico comentario de Memnoch: puedes regresar y arrojarte en sus brazos.
—Tienes razón —dijo Memnoch—. Y a la vez estás muy equivocado.
—¡No quiero contemplar el infierno! —exclamé, espantado. Miré a mi alrededor. Estábamos en un jardín, en mi jardín salvaje, donde proliferaban las plantas llenas de espinos y los árboles de tronco retorcido, los hierbajos y las orquídeas suspendidas de ramas cubiertas de musgo y aves que revoloteaban sobre la maraña de hojas—. ¡No quiero contemplar el infierno! —repetí—. ¡Me niego!