Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
»—¡Eres implacable con los seres que has creado, Señor! —grité con todas mis fuerzas para hacer oír mi voz sobre el canto de los ángeles, mientras el torbellino me arrastraba hacia abajo—. ¡Esos hombres y mujeres que has creado a tu imagen y semejanza tienen razón al odiarte! ¡Habría sido mejor para ellos no haber nacido!
Memnoch se detuvo.
Luego arrugó levemente el ceño, juntando sus simétricas cejas, y agachó la cabeza como si hubiera oído un ruido sospechoso. Al cabo de unos momentos se volvió lentamente y me miró.
Yo sostuve su mirada.
—Es lo que tú hubieras hecho, ¿no es así? —preguntó.
—No lo sé —respondí—, te aseguro que no lo sé.
El paisaje había cambiado. Mientras Memnoch y yo nos mirábamos de frente, el mundo que nos rodeaba se iba llenando de nuevos sonidos. Deduje que había unos seres humanos cerca de donde nos hallábamos, unos hombres que conducían unos rebaños de cabras y ovejas. A lo lejos divisé las murallas de una población y, en la cima de una colina, un pequeño asentamiento. Nos encontrábamos en un mundo poblado, antiguo, pero no muy distinto al nuestro.
Sabía que esas personas no podían vernos ni oírnos. No hacía falta que Memnoch me lo dijera.
Memnoch siguió mirándome de hito en hito, con aire interrogante. El sol brillaban con fuerza. Me di cuenta de que tenía las manos húmedas, sudorosas. Me enjugué el sudor de la frente y miré las gotas de sangre que había en la palma de mi mano. Memnoch tenía la frente ligeramente perlada de sudor, pero nada más. Siguió contemplándome fijamente.
—¿Qué pasó? —pregunté—. ¿Por qué no me lo dices? ¿Por qué no continúas?
—Sabes perfectamente lo que pasó —contestó Memnoch—. Mira tu ropa. Llevas una túnica, una prenda más adecuada para el desierto. Ven, quiero que contemples lo que hay al otro lado de esas colinas... conmigo.
Memnoch se levantó y yo le seguí. Nos encontrábamos en Tierra Santa, sin duda. Pasamos junto a numerosos grupos de gente, pescadores, cerca de una pequeña población costera, y de pastores de cabras y ovejas, que conducían sus pequeños rebaños hacia unos asentamientos o recintos amurallados.
Todo me resultaba familiar. Turbadoramente familiar, como si hubiera vivido en ese lugar y lo tuviera grabado a fuego en la mente. Me refiero absolutamente a todo, incluido aquel hombre desnudo con las piernas torcidas, ciego, apoyado en una vara, que gritaba como un energúmeno.
Debajo de las múltiples capas de arenilla que lo cubrían todo, descubrí a mi alrededor formas, estilos y tipos de conducta que yo conocía íntimamente a través de las Sagradas Escrituras, los grabados, las ilustraciones de los libros y las películas. Era un terreno —en toda su escueta y magnífica gloria— sagrado y familiar.
Vimos a unas personas ante las cuevas donde vivían, allí en las laderas. Vimos también unos pequeños grupos de gentes que, sentadas bajo la sombra de un árbol, dormitaban o charlaban. En las ciudades fortificadas se oía un lejano murmullo. El aire estaba lleno de arena, que se me metía en la nariz y se pegaba a mis labios y a mi cabello.
Memnoch no tenía alas. Llevaba una túnica sucia, como la mía. Creo que ambas eran de lino; en cualquier caso, eran livianas y frescas. Se trataba de unas túnicas largas, sin adornos. Nuestra piel, nuestras formas, permanecían intactas.
El cielo era de un azul intenso y el Sol brillaba sobre mi cabeza como sobre la de cualquier ser de la Tierra. El sudor me refrescaba, pero en algunos momentos me resultaba insoportable. Pensé que en otras circunstancias me habría quedado maravillado ante el Sol, aquel Sol que les era negado a los hijos de la noche; sin embargo ahora apenas había reparado en él, porque después de haber visto la luz de Dios, el Sol había dejado de representar para mí la luz divina.
Memnoch y yo trepamos por agrestes colinas y escarpados senderos. Al cabo de un rato vimos ante nosotros, a nuestros pies, una inmensa zona cubierta de arena seca y ardiente que se removía levemente bajo la brisa.
Memnoch se detuvo en la orilla de ese desierto, por llamarlo así, el punto donde abandonaríamos terreno firme, pese a las piedras y a su accidentado trazado, para adentrarnos en el árido y mullido mar de arena.
Al cabo de unos minutos alcancé a Memnoch, pues me había quedado un poco rezagado. Memnoch me echó el brazo izquierdo sobre los hombros. Su gesto me tranquilizó, pues estaba un poco asustado, como si presintiera algo.
—Cuando Dios me expulsó del cielo —dijo Memnoch— vagué sin rumbo por la Tierra.
Tenía la vista fija en los áridos, ardientes y rocosos peñascos que se erguían a lo lejos, hostiles como el propio desierto.
—Anduve errante, como tú has hecho con frecuencia, Lestat. Sin alas y con el corazón hecho pedazos, recorrí las ciudades y naciones de la Tierra, los continentes y desiertos. Algún día te lo explicaré detalladamente, si lo deseas. Ahora no es necesario.
»Sólo te diré que no me atreví a hacerme visible ni darme a conocer a los hombres, sino que me oculté de ellos, sin atreverme a adoptar una forma humana por temor a enojar de nuevo a Dios; sin atreverme a unirme a la lucha de la humanidad bajo ninguna guisa, por temor a Dios y al perjuicio que podía causar a los seres humanos. Esos mismos temores me impidieron regresar al reino de las tinieblas. No quería aumentar los sufrimientos de aquellas desgraciadas almas. Sólo Dios podía liberarlas. ¿Qué esperanzas podía ofrecerles yo?
»Pero veía el reino de las tinieblas, su inmensidad, y sentía el dolor que experimentaban las almas que lo poblaban. Me desconcertaban los complejos y mutables esquemas de confusión que habían ido creando los mortales a medida que adoptaban una fe, secta o credo tras otro en su afán de alcanzar aquella tétrica región.
»De pronto se me ocurrió una brillante idea: si penetraba en el reino de las tinieblas podía instruir a las almas a fin de que ellas mismas pudieran transformarlo, crear en él unas formas que fuesen producto de la esperanza en lugar de la desesperanza, y hasta un jardín. A fin de cuentas, las almas elegidas, los millones de almas que yo había llevado al cielo, habían logrado transformar la parte en la que habitaban. Pero ¿y si no conseguía mi propósito, sino tan sólo que aumentara el caos? No me atreví a intentarlo, por temor a Dios y a mi incapacidad de alcanzar ese sueño.
»Durante mis andanzas por el mundo formulé numerosas teorías, pero no cambié de opinión sobre lo que creía firmemente y había referido ante Dios. Le rezaba con frecuencia, pero Él no respondía. Le decía que seguía pensando que había abandonado a su suerte su mejor creación. A veces, cansado, cantaba sus alabanzas; otras, guardaba silencio. Miraba, escuchaba... observaba...
»Memnoch, el observador, el ángel caído.
»¡Qué poco imaginaba que mi discusión con Dios no había hecho más que empezar! Al cabo de un tiempo regresé a los valles que había visitado con anterioridad, donde los hombres habían construido las primeras ciudades.
»Esa tierra representaba para mí la tierra de los comienzos, pues aunque habían aparecido grandes pueblos en muchas naciones, fue ahí donde yo había yacido con las hijas de los hombres; también fue ahí donde había aprendido como mortal muchas cosas que Dios ignoraba.
»Al regresar a este lugar, entré en Jerusalén, que se halla tan sólo a unos diez kilómetros al oeste de donde nos encontramos.
«Enseguida comprendí que los romanos gobernaban esta tierra, que los hebreos habían sufrido un largo y terrible cautiverio y que las tribus que se remontaban a los primeros asentamientos, y que creían en un solo Dios, se hallaban dominadas por los politeístas, quienes no tomaban en serio sus leyendas.
»Las tribus de los monoteístas no estaban de acuerdo en numerosas cuestiones. Algunos hebreos eran estrictos fariseos, otros saduceos y otros trataban de crear unas comunidades puras en las cuevas de aquellas colinas que se alzan frente a nosotros.
»Una de las características de aquellos tiempos que más me impresionó fue el poder del Imperio Romano, el cual se extendía más allá de cualquier imperio en Occidente que yo conocía. Curiosamente, desconocía la existencia del gran Imperio de China, como si no perteneciera a este mundo.
»Algo me atrajo a este lugar. Intuía una presencia que era como una llamada, como si alguien me rogara que acudiera pero no quisiese utilizar su potente voz. Sentí la necesidad de venir aquí, como si buscara algo. Quizás esa presencia me siguió y me sedujo, como yo hice contigo. No lo sé.
»Recorrí Jerusalén en su totalidad, escuchando lo que decían los hombres en su lengua.
»Hablaban sobre profetas y hombres santos que vivían en los bosques, sobre disputas referentes a las leyes y la purificación y la voluntad de Dios. Hablaban sobre las tradiciones y los libros sagrados. Hablaban sobre hombres que eran "bautizados" en el agua a fin de "salvarse" ante los ojos de Dios.
»También hablaban de un hombre que después de su bautismo se había marchado al desierto, porque en el momento de meterse en el río Jordán para ser bautizado en sus aguas se habían abierto los cielos y todos habían contemplado la luz de Dios.
»Había oído ese tipo de historias en todo el mundo. No era una novedad, pero me sentí atraído por ellas. Éste era mi país. Salí de Jerusalén y partí hacia el este, como si una mano me guiara, hacia el desierto. Mi perspicacia de ángel me decía que me hallaba cerca de la presencia de algo misterioso, algo que participaba de lo sagrado y que yo, en tanto ángel, reconocería al instante. Mi razón rechazaba esa idea, pero seguí caminando bajo el ardiente sol, sin alas e invisible, en dirección al desierto.
Memnoch me pidió que le siguiera y nos adentramos en el desierto, cuya arena no era tan profunda como yo había imaginado, aunque sí era caliente y estaba llena de piedrecitas. Pasamos a través de unos desfiladeros y subimos por unas colinas; al fin llegamos a un pequeño claro, donde había unas piedras dispuestas en un círculo, como preparadas para acoger a las personas que acudían de vez en cuando a ese lugar; era tan normal como el otro lugar donde habíamos permanecido largo rato charlando. Un hito en el desierto, por decirlo así, quizás un monumento a algo.
Yo deseaba con impaciencia que Memnoch reanudara su relato. Cuando nos encontrábamos a un metro de distancia del conjunto de piedras, Memnoch se detuvo y dijo:
—Al aproximarme a esas piedras me puse a espiar con mis ojos angélicos, tan poderosos como los tuyos, y divisé a lo lejos un ser humano. Pero mis ojos me dijeron que no se trataba de un humano, sino de un hombre que poseía el fuego de Dios.
»Me parecía increíble, pero seguí avanzando, incapaz de detenerme, hasta llegar a este lugar, desde donde observé la figura que se hallaba sentada en una de esas piedras, mirándome.
»¡Era Dios! Estaba seguro de ello. Tenía un cuerpo mortal, tostado por la acción del sol, el cabello oscuro y los ojos negros de las gentes del desierto, pero era Dios. ¡Mi Dios!
»La figura permaneció sentada en la piedra, mirándome con ojos humanos, que al mismo tiempo eran los ojos de Dios. La luz divina lo llenaba por completo, estaba contenida en su cuerpo, oculta a los ojos del mundo como si el cuerpo constituyera la membrana más fuerte que existiese entre el cielo y la Tierra.
»Pero más terrible aún que esa aparición era el hecho de que Él me mirase como si me conociera y me estuviera aguardando, y que yo, en aquellos momentos, sólo sintiera hacia Él un profundo amor.
«Entonamos sin cesar las canciones del amor. Tal vez en esos cánticos se hallaran resumidas todas las canciones dedicadas a la Creación.
»Lo miré aterrado, impresionado ante la visión de su cuerpo mortal, su carne quemada por el sol, su sed, el vacío que sentía en el estómago, el sufrimiento que reflejaban sus ojos bajo aquel sofocante calor, la presencia de Dios Todopoderoso en Él y el inmenso amor que me inspiraba.
»—Aquí me tienes, Memnoch —dijo en la lengua de los mortales y con voz humana—. He venido.
»Yo me postré ante Él, en un gesto instintivo. Tendido en el suelo, alargué la mano para tocar el extremo de la correa de su sandalia. Suspiré y mi cuerpo tembló de alegría por haber hallado a Dios, por haberme librado de la soledad. Luego me puse a llorar, conmovido al sentirme junto a Él, verlo, tocarlo, maravillado ante ese prodigio.
»—Levántate y siéntate a mi lado —dijo Dios—. Soy un hombre y soy Dios, pero tengo miedo.
»Su voz me produjo una emoción indescriptible. Era humana pero estaba llena de sabiduría divina. Se expresaba en la lengua y con el acento de Jerusalén.
»—¿Qué puedo hacer para aliviar tu sufrimiento, Señor? —pregunté, pues era evidente que sufría. Luego obedecí y me levanté—. ¿Qué has hecho y por qué?
»—He hecho exactamente lo que sugeriste que hiciera, Memnoch —respondió Dios, esbozando una maravillosa sonrisa—. Me he convertido en un hombre. Pero te he superado. He nacido de una mujer mortal, tras depositar yo mismo mi semilla en su vientre. He vivido en esta Tierra a lo largo de treinta años, como niño y como hombre, alimentando la duda durante largos períodos, no, incluso olvidando y dejando de creer en ello... de que yo fuese Dios.
»—Sé que eres tú, mi Dios y mi Señor —dije. Estaba impresionado por su rostro, el cual reconocí bajo la máscara de piel que cubría los huesos de su cráneo. Durante unos mágicos instantes recuperé la sensación que había experimentado al contemplar su semblante bajo la luz divina, y ahora veía la misma expresión en su rostro humano. Caí de rodillas y exclamé—: ¡Eres mi Dios!
»—Ahora lo sé, Memnoch, pero decidí sumergirme por completo en un cuerpo humano para olvidarlo, para saber lo que siente, tal como tú dijiste, un ser mortal; quise experimentar en mi propia carne los sufrimientos que padecen los humanos, sus temores y sus deseos, lo que son capaces de aprender aquí en la Tierra o en el cielo. Hice lo que me pediste que hiciera, y lo hice mejor que tú, Memnoch, tal como debe hacerlo Dios, con todas sus consecuencias.
»—Señor, no soporto verte sufrir —dije, incapaz de apartar la mirada de Él y soñando con poder llevarle agua y comida—. Deja que te enjugue el sudor. Deja que vaya a buscar agua. Deja que te conduzca hasta una fuente. Deja que te consuele, te lave y te vista con unas prendas dignas del Dios hecho Hombre.
»—No —contestó Dios—. Cuando creí haberme vuelto loco, cuando apenas recordaba que era Dios, cuando comprendí que había renunciado a mi omnisciencia para padecer y conocer las limitaciones de los mortales, podrías haberme convencido de seguir ese camino. Quizás habría aceptado tu oferta. Sí, conviérteme en un rey, me revelaré ante ellos de esa forma. Pero ahora, no. Sé quién soy, y lo que soy. Sé lo que acontecerá. Tienes razón, Memnoch, en el reino de las tinieblas hay unas almas preparadas para ir al cielo, y yo mismo las llevaré. He aprendido lo que tú me sugeriste que aprendiera.