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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

Memento mori (27 page)

BOOK: Memento mori
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—El KGB —repitió Sancho.

—Exacto, el Komitet Gosudárstvennoy Bezopásnosti —pronunció en ruso— o Comité para la Seguridad del Estado. Como te dije al principio, tenemos que conocer de dónde venimos si queremos trabajar juntos en esto.

—Estoy de acuerdo, solo que me parece…

—¿De película? —se anticipó Carapocha.

—Sí, de película —corroboró Sancho.

—Bueno, te diré que no tiene tanto
glamour
como nos han hecho ver en Hollywood. Yo solo tenía veinte años y, estando en plena Guerra Fría, la Unión Soviética necesitaba sangre nueva para poder derramar la de sus enemigos. Aunque no existiera campo de batalla, matamos y morimos por unos ideales que se fundamentaban en el miedo. Mis estudios en psicología y mi facilidad para los idiomas hicieron que me destinaran al 8.º Alto Directorio. Nos ocupábamos del desarrollo de sistemas criptológicos, vigilancia de las comunicaciones en el exterior y nuevos métodos de comunicación. Pudimos saber que la CIA estaba desarrollando un grupo especializado en la elaboración de perfiles psicológicos, y nuestro director, Yuri Vladímirovich Andropov, no quería quedarse atrás. Ahí empecé yo a destacar y, a pesar de mi edad, me hice un hueco importante en Lubianka
[33]
. Mi padre no supo nada hasta que enfermó y empezó a perder la movilidad. Solo entonces decidí contárselo. Murió de un ataque al corazón en su silla de ruedas en junio de 1978 y, aunque nunca se lo escuché decir, creo que estaba orgulloso de mí.

Sancho no pestañeaba, lo cual animó a Armando a continuar.

—Con veinticinco, la carrera terminada y mi adiestramiento completado, me enviaron a mi primer destino en el extranjero: Berlín. En Normannenstrasse
[34]
colaboraba con el escudo y la espada del partido, la Stasi, en la organización de la Administración 12, que se encargaba de la vigilancia de las comunicaciones tanto internas como con el exterior. Durante esos años tuve el honor de trabajar con Mischa Wolf
[35]
, del que aprendí todo lo que no venía en los manuales. Mi primera misión fue elaborar el perfil psicológico de Karol Józef Wojtyła, un ciudadano polaco que se postulaba como nuevo Sumo Pontífice de la Iglesia católica, con el peligro que eso suponía para la hegemonía soviética en los países del este.

—¿Investigaste a Juan Pablo II?

—En realidad, nosotros no investigábamos. Simplemente, elaboramos el perfil a partir de los informes que nos llegaban de inteligencia. Buscábamos una posible conspiración orquestada por los alemanes occidentales y los americanos para desestabilizar el telón de acero. No encontramos nada. Bueno —rectificó—, nada que probara que el que sería Papa estuviera inmerso en aquella supuesta conspiración. Por cierto, su sucesor os bendecirá con una visita en unos días, ¿no? ¿Vas a ir a verle?

—Prefiero ver a los Rolling.

Sancho miró la hora: las 19:59.

—¡Mira, mamá! ¡¡Vete a la mieeerda!! Me casé con él porque me dio la gana, por lo menos a mí nunca me tocó la cara —gritó la muchacha justo antes de sacar sus carnes del local de forma tan airada como poco decorosa.

—Ni la cara ni ninguna otra cosa, que para eso ya tenía a la otra —replicó la madre a modo de despedida.

Carapocha le guiñó un ojo y continuó hablando:

—Se nos hace tarde, voy a concretar. Durante la carrera y a raíz de lo que le sucedió a mi hermana, me interesé por el estudio de la mente criminal y tuve la oportunidad de profundizar en el perfil psicológico de algunos asesinos en serie. Estudié toda la documentación a la que pude tener acceso en aquella época. Te puedo nombrar casos como el de Gilles de Rais, un noble francés del siglo
XV
al que, junto a sus lacayos, se le atribuyó el asesinato, violación y desmembramiento de no menos de mil niños en un período de ocho años. El de Thug Behram, un hindú de finales del siglo
XVIII
sobre el que pesan más de novecientos asesinatos rituales. En Japón, Miyuki Ishikawa terminó con la vida de más de cien recién nacidos con sus propias manos. El del Petiso Orejudo, en Argentina, que comenzó su carrera como asesino en serie con tan solo diez años llegando a matar a cuatro niños e intentándolo con otros siete. O el caso de H. H. Holmes; este es buenísimo, verás…

Sancho frunció el ceño como reacción a la sonrisa macabra que lucía Carapocha en su relato.

—Este yanqui de finales del
XIX
se construyó su propio castillo a base de estafas, y a él llevaba a sus víctimas para torturarlas primero y asesinarlas después de mil y una formas distintas. Incluso —añadió Carapocha entre risas— inventó un sistema industrial para hacer desaparecer los cadáveres. Un fenómeno.

—Parece que todo esto te divierte —objetó el policía en tono acusador.

—Yo no diría tanto. Pero sí, tengo que reconocer que haber estudiado más de doscientos expedientes de asesinatos en serie ha provocado en mí una pérdida de la sensibilidad que se le presupone al ser humano ante las atrocidades cometidas por sus semejantes. Sin embargo, déjame que te hable de otros casos mucho más recientes, como el de Albert de Salvo, Ted Bundy, Ed Kemper, Monty Russell, John Gacy, Andrew Cunanan o Henry Lee Lucas, por citarte algunos. He profundizado en todos estos y participado personalmente en otros como el de Peter Sutcliffe
[36]
y no —enfatizó negando con el dedo índice—, no quiero darte la impresión de ser frívolo, pero puedes dar por seguro que todo esto te superará como me superó a mí si cometes el error de implicarte demasiado. ¿Puedo contarte algo?

—Adelante.

—Joachim Kroll, más conocido como el caníbal del Ruhr, fue el primer asesino en serie con el que me entrevisté en persona. No podía haber elegido a un espécimen peor. Este analfabeto asesinó desde 1955 hasta 1976 a, por lo menos, trece personas de edades comprendidas entre los cuatro y los sesenta y un años. Normalmente, las estrangulaba y las violaba, por ese orden —aclaró—. Pude hablar con él en tres ocasiones en la cárcel de Rheinbach, durante el año 1979. ¿Sabes qué es lo que más me impresionó o, mejor dicho, me marcó de este sujeto?

Sancho no contestó.

—No fue que me contara cómo disfrutaba cuando estrangulaba a una niña de cinco años ni el placer que le causaba cocinar los muslos de otra víctima de doce, no. Lo que realmente me impactó de él fue que, cuando actuaba, lo hacía de forma impulsiva y aleatoria. Nada de planificación. Joachim Kroll vivía su vida hasta que se le presentaban las condiciones propicias para cometer otro asesinato. Entonces, procedía con una determinación absoluta digna de admiración.

—¿Admiración? —repitió frunciendo el ceño.

—Sí, admiración y pavor. Que terminara sus días como asesino en serie fue simplemente fruto de la casualidad. Algunos restos de su última víctima aparecieron en el retrete de un vecino, y eso llevó a la policía a su detención. Confesó ocho de los asesinatos porque era de los que se acordaba, pero aseguró haber cometido muchos más. No pasó ni un año desde 1955 sin que asesinara brutalmente a alguien. En mis conclusiones, anoté que nunca habrían dado con él si hubiera procedido de forma más organizada.

—¿Adónde quieres llegar? Te aseguro que me tienes desconcertado.

—Lo que quiero hacerte entender, Ramiro, es que tendrás que estar preparado para competir en una carrera de fondo en la que tu rival conoce mejor el recorrido y te lleva mucha ventaja. Durante el trayecto hasta aquí, he podido detectar que estás empeñado en correr a un ritmo mucho más elevado del que vas a ser capaz de aguantar.

Sancho se acarició el mentón y pensó que un día de estos debería podar su barba.

—Es posible que tengas razón —reconoció—, pero no cuento con un bagaje en este tipo de casos y no sé muy bien a qué nos enfrentamos.

—A quién —corrigió Carapocha—. Esa es la clave, y para eso estoy yo aquí, para ayudarte.

—¡Hay que joderse! ¿Tenía que tocarme esto a mí?

—Bueno, muchos otros antes que tú han tenido que enfrentarse a estos monstruos. De hecho, mis amigos del FBI aseguran que, en estos momentos, hay al menos doscientos asesinos en serie en activo solo en los Estados Unidos. No hay rincón del planeta en el que no se hayan producido hechos similares a los que te he mencionado. Y todavía no te he hablado de otros a los que, amparados en un conflicto bélico, se les permite dar rienda suelta a su voracidad. Estos asesinos, denominados genocidas, focalizan todo su odio en una etnia concreta buscando su exterminio, y te puedo asegurar que actúan con total impunidad. Fui testigo de ello en primera persona durante el conflicto de los Balcanes. Lo tengo aún tan reciente…

El gesto se le endureció y desvió la mirada. Tragó saliva antes de pronunciar el nombre de Ratko Mladic
[37]
. Luego cogió aire para seguir hablando.

—Te sorprenderías del nivel de crueldad al que pueden, rectifico, podemos —enfatizó señalando con el índice a Sancho y a sí mismo— llegar los seres humanos. No existe otro ser vivo que nos pueda igualar en atrocidades cometidas contra miembros de su misma especie.

—Estoy seguro de ello. Hay mucho enfermo por el mundo.

Carapocha le indicó con la mano que se detuviese mientras apuraba la pinta.

—Espera, espera…, creo que tendríamos que establecer las bases principales para que podamos entendernos. Los que tú denominas «enfermos» son solo una parte de los individuos que protagonizan estas macabras historias. No quiero aburrirte con una clase magistral, pero te diría que hay que distinguir dos grandes grupos siguiendo el criterio de imputabilidad y por simplificar las cosas: los enfermos mentales y los que sufren un trastorno de la personalidad. Entre los primeros, se encuentran los psicóticos, esquizofrénicos y paranoicos, incapaces todos de conectar con la realidad; los oligofrénicos, que sufren una insuficiencia cuantitativa en el grado de inteligencia, o los neuróticos, que son los que experimentan reacciones anómalas ante determinadas situaciones. En la otra gran categoría, se agrupa a todos aquellos que padecen un trastorno grave de la personalidad y que conocemos como psicópatas o sociópatas. ¿Está clara la categorización hasta aquí?

—Creo que sí. Consecuentemente, al primer grupo, el de los enfermos mentales, no se le puede imponer una pena de cárcel, mientras que a los psicópatas sí.

—Eso es, aunque, por norma, los enfermos mentales actúan de forma impulsiva y, por lo tanto, son mucho más fáciles de localizar y detener. Sin embargo, los psicópatas que desembocan en el crimen son rivales mucho más peligrosos y complicados de atrapar; sobre todo, aquellos que se encuadran entre los que denominamos como «organizados».

—¿Y bien? ¿A quién crees que nos enfrentamos? —quiso saber el inspector levantando sus pobladas cejas pelirrojas.

—Veamos. Normalmente, parto del modus operandi para llegar a un diagnóstico por descarte. Así, yo descartaría casi con total seguridad que se trate de un enfermo mental dada la premeditación, planificación y cuidado con el que actúa.

—¿Se trata, por tanto, de un psicópata?

—Es probable, pero aunque tuviéramos la certeza absoluta, significaría avanzar muy poco, ya que no hay dos psicópatas que actúen de la misma forma. En este caso, el hecho de que nos esté dejando poemas marca su estilo propio.

—¿Se conocen casos similares?

—Muchos en las películas yanquis, menos en la vida real, pero no tengo ninguno en la cabeza que haya dejado poemas en el escenario del crimen. No obstante, revisaré mis archivos. ¿Qué hora tenemos?

—Las ocho y media pasadas.

—Pues paga y vámonos, no hagamos esperar demasiado a la doctora. Por cierto, que no quiero que se me olvide: el jueguecito de la observación de antes era solo un montaje. Verás, cuando subí al baño, hice el esfuerzo de fijarme muy bien en los rasgos de ambas mujeres y escuché un «Mira, hija, ese tipo no era para ti». Entonces, me monté la historia en el baño con el objeto de enseñarte algo que te puede servir de mucho en el futuro y que contradice lo que todo el mundo piensa sobre el juego del engaño. Me lo dijo un buen amigo, Goran Jercic
[38]
, un apátrida musulmán cuyo destino quedó unido al mío un mes de julio de 1992 en Prijedor
[39]
. Aquella frase se me quedó grabada por siempre en mi memoria.

—Dispara, camarada.

—Normalmente, lo que parece es simplemente eso: lo que parece que es. Ahí radica el secreto, en hacer creer a tu rival que nada es lo que parece cuando la realidad es, precisamente, lo que se refleja en el espejo.

Sancho grabó la frase, aunque no supo interpretar su significado en ese momento.

—Ya lo entenderás, ahora tienes que decidir dónde nos vas a invitar a cenar.

Y TENGO LA IMPRESIÓN DE DIVAGAR

Residencia de Augusto Ledesma
Barrio de Covaresa
2 de noviembre de 2010, a las 21:18

A
ugusto necesitaba desconectar. El cuerpo le pedía salir de fiesta y darse un buen homenaje, pero sus obligaciones profesionales pudieron más. Decidió entonces darse un baño y relajarse. Se preparó un gin tonic, y llenó la bañera de agua tibia antes de comprobar la temperatura. Cortó el agua fría y dejó que el vaho se hiciera dueño y señor de la atmósfera antes de prender una barra de incienso con olor a lavanda. Tardó unos cuantos minutos en elegir la música, no quería equivocarse. Finalmente, se decidió por Starsailor y dudó entre los dos discos que más le gustaban de la banda de rock británica:
Silence is easy
u
On the outside
. Optó por el último y apretó el botón de reproducción aleatoria. Acompañado por la voz de James Walsh, fue tomando contacto con el agua. Muy despacio. Con la espuma cubriéndole por el ombligo, se encendió un purito y dio un trago a la copa.

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