Memento mori (45 page)

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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Memento mori
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Había llegado a Valladolid hacía algunas semanas, quizá meses, porque el único tiempo que le importaba a Mario era el que transcurría entre una dosis y la siguiente. Lo que sí recordaba era el motivo por el que, un día de mucho calor, guardó trece euros y se compró el billete de autobús con destino a esa ciudad tan fría en la que había nacido el abuelo Fermín. ¿O era el bisabuelo Agustín? Lo mismo daba.

Caminando sin saber dónde, notó que alguien le tocaba en el hombro.

—Disculpa.

Mario se giró asustado; normalmente, nadie le asaltaba por la calle a no ser que estuviera en alguna zona peligrosa, y esa precisamente no lo era.

—¿Y vos qué querés, tarado pendejo?

—Siento haberte asustado. Me llamo Juan Francisco Torrado, soy redactor de la revista
Tu salud
. Estoy haciendo un reportaje sobre la rutina diaria de un toxicómano.

—¡Andá la concha de tu hermana!

—Te pagaré bien.

Mario, que ya se había dado la vuelta, se paró en seco.

—¿Cuánto?

—Doscientos euros.


Tressientos
.

—Doscientos cincuenta.

—Dale. Enseñame la guita.

—No. Ahora te doy cien, y el resto cuando hayamos terminado —le expuso el periodista.

—Y… dale.

—Pero antes tengo que saber si te han detenido alguna vez en España. En la redacción nos han prohibido sacar a alguien con antecedentes.

—Nunca. Mirá —dijo sacando de la cazadora lo que un día fue un pasaporte—. Che, soy español. ¿Viste, pendejo? A mí no me agarraron nunca, te lo podés creer o no, lo mismo me da.

El periodista se quedó con el nombre y primer apellido: Mario Almeida.

—Bueno, pero tengo que comprobarlo, me juego mi puesto de trabajo.

—Che, bancátela como podás. Comprobalo o
hasé
lo que te salga de la loma del orto, pendejo. Como si te comés un garrón de la gran flauta.

El periodista parecía escrutar la veracidad de las palabras de Mario.

—Tengo el coche a la vuelta de la esquina. Te iré haciendo las preguntas mientras vamos al sitio en el que te sacaré las fotografías.

—Che, si querés retratarme, aflojá otro
bishete
de
sincuenta
—exigió haciendo el gesto con la mano de la castañuela invertida.

—Se te adelantó el gordo de Navidad, ¿eh? Aquí no tengo tanto, te lo doy en el coche.

—Dale.

De camino al lugar que el periodista había escogido para hacer el reportaje fotográfico y una vez que tuvo el dinero en su mano, Mario le hizo un resumen de su frustrada vida como artista y de cómo se las ingeniaba para conseguir pillar todos los días. No quiso hacer mención alguna a su mote.

El periodista detuvo el coche a las afueras de La Cistérniga, junto a una escombrera recubierta por un manto de densa y húmeda niebla.

—Este es el sitio.

—¿Qué carajo de lugar es este?

—Son los exteriores que necesito para el reportaje. No puedo hablar de la miseria de un drogadicto y publicar fotos tuyas sonriendo en el estanque del Campo Grande o en La Rosaleda, ¿entiendes? Aquí el que decide soy yo, ¿o es que además de ser un virtuoso de la guitarra eres periodista?

—Andate a cagar.

—Pues eso. Ponte este plumas rojo de una puta vez.

—¿No te gustá mi ropa de farlopero, boludo?

—No. Pero mira, podrás quedarte con él cuando terminemos. Considéralo un detalle por mi parte.

Mario no puso objeción alguna. Esa prenda de abrigo le vendría estupendamente para combatir el frío de las noches a la intemperie o para venderlo si venían mal dadas.

—Vale. Siéntate en esa piedra de ahí y deja la mirada perdida en el horizonte. Yo me encargo del resto.

Mario hizo lo que le indicó el periodista. Por fin iba a tener su pequeño momento de gloria y, en cuanto terminaran, lo celebraría en condiciones con los trescientos euros que le había sacado a aquel pendejo.

—Oye, pues sí que tienes porte. Están quedando unas fotos muy buenas. Mantén fija la mirada perdida en el horizonte —le indicó.

El periodista fue girando alrededor de Mario mientras disparaba su cámara de fotos hasta ponerse casi a su espalda. Sin dejar de hablar, sacó el martillo tipo tas con el mango recortado que llevaba en el interior de la cazadora.


Sha
te dije que había
nasido
para artista.

—¡Que empiece el viaje ya!

Mario no supo interpretar esas últimas palabras del periodista. No le dio tiempo. El último sonido que escuchó fue el seco crujido de su hueso temporal al fracturarse. A partir de ahí, el Buñuelo ya no pudo sentir ninguno de los otros treinta y siete impactos que recibió en la cabeza, uno por cada palabra del inicio de
Spieluhr
. Huesos, músculos, cartílagos y tejidos se convirtieron en un deforme aglomerado de los rasgos y facciones que antes definían una cara.

En ocasiones, el río de la vida serpentea caprichosamente con el destino de las personas. El de Mario desembocó mucho antes de lo convenido para perderse en el océano del olvido.

El periodista sintió la necesidad de escuchar una de las canciones de su top:
1999
, de Love of Lesbian.

Hasta aquí llegó el ritual

de enfados y canibalismo estúpido
.

Son demasiadas horas en vela

y nada que decir
.

Descansamos nuestra espalda

en las persianas bien cerradas
,

tú y yo anémicos
,

y a cada parpadeo calmado

intentamos dormir
.

Tenía claro el escenario de la siguiente etapa. Las últimas semanas habían transcurrido como un espectáculo de fuegos artificiales, y ya tocaba la traca final. Después, necesitaría unas semanas, quién sabe si meses, de introspección para reordenarlo todo. Empezar de nuevo. Reencontrarse. Reinventarse.

Putas ganas de seguir el show

ni de continuar mintiendo

y en un travelling algo veloz

sale un «fin» en negro
.

Me pregunto quién pensó el guion
,

debe estar bastante enfermo
,

fue el estreno de un gran director
,

le caerán mil premios
.

Y a medias del viaje
,

callo a gritos

que no quieras bajar
.

Y pierdo la conciencia

cuando escucho cómo dices
.

La canción le evocó imágenes de Violeta. No sabía con certeza si la echaría de menos o no, pero lo cierto es que esa chica tenía algo especial, era distinta y en los últimos días Augusto no había dejado de preguntarse cómo hubiera sido todo en otras circunstancias.


Que sea cierto el jamás. ¡Oh, muérete
! —cantó casi emocionado dejándose llevar totalmente por el final instrumental de la canción.

ARDE GARGANTA

Residencia de Augusto Ledesma
Barrio de Covaresa
24 de diciembre de 2010, a las 16:30

E
n cuanto vio abrirse la puerta del garaje de Augusto, Bragado se agachó haciendo gala de una mayor agilidad de la que sus características físicas podrían hacer presuponer. Cuando el reflejo del flamante Q5 desapareció del retrovisor, se incorporó de nuevo.

«Se marcha. Ahora o nunca. ¡Vamos, Jesús, que esto es pan comido para un tipo como tú!».

El exinspector se bajó de su Renault Laguna con un duplicado del mando del garaje en la mano pensando que le estrujaría las pelotas a Lubo —el búlgaro que le había hecho el trabajo— como no funcionara. Y lo haría no por lo que le iba a costar —cantidad que no pensaba pagarle—, sino porque tenía su santo trasero como la piedra Rosetta de tanto esperar la oportunidad de entrar en la casa. Cuando el sonido del motor de la puerta llegó a sus oídos, la adrenalina empezó a dar saltos por todo su sistema nervioso. Sus vasos sanguíneos se contrajeron al tiempo que se incrementaba su ritmo cardíaco. Los canales por los que circulaba el aire, mezcla de oxígeno y humo de tabaco a partes iguales, se dilataron en respuesta al estado de alerta. Hacía tanto tiempo que no sentía aquello que no pudo evitar dejar escapar una sonrisa cuando volvió a cerrarse la puerta del garaje y se vio dentro de la vivienda.

«Ya estamos dentro. Bien, Jesús, bien. Vamos a darnos una vuelta por ahí a ver qué encontramos».

El exinspector encendió su linterna. Lo primero que le llamó la atención fue que ese garaje estaba más limpio que su cocina, y la pintura lucía mucho más que la de su salón. Tenía que encontrar algo con lo que negociar con el hijo adoptivo del Emperador. Se había enfrentado a tipos mucho más peligrosos a lo largo de su vida, delincuentes que otorgaban el mismo valor a la vida que al envoltorio de un caramelo. Únicamente tenía que encontrar una prueba con la que exprimir la cuenta corriente del tipo al que todos andaban buscando y que solo él había sido capaz de encontrar.

«El puto niñato se ha hecho un gimnasio para él solito. Tiene que haberle costado una pasta. No escatimas en nada, ¿verdad?».

A la derecha de las escaleras que subían a la vivienda, pudo distinguir una puerta que daba acceso a lo que debía de ser el trastero. Entró y encendió la luz, no sin antes ponerse los guantes para poder rebuscar sin dejar rastro en ese mar de estanterías cuidadosamente ordenadas. Decidió invertir unos segundos en examinar aquella habitación de quince metros cuadrados y, al contrario de lo que haría la mayoría de las personas, Bragado hizo el recorrido visual de izquierda a derecha. Taladros varios, cajas de tornillería, una sierra de calar, una lijadora, ropa de faena limpia y planchada, tres cajas de herramientas de distintos tamaños, herrajes de obra, grifería, decenas de cajas de bombillas, una carretilla, una hormigonera, dos escaleras, un pico, dos palas, dos rastrillos, dos cortacésped, un cortasetos, dos motosierras y decenas de tiestos bien apilados.

«¡Joder!, he visto ferreterías con menos artículos y peor ordenadas que este trastero».

Haciendo esquina, en una zona a la que apenas llegaba luz, había un tablón abatible anclado a la pared que hacía de mesa de trabajo. Sobre el mismo, dos bultos le llamaron la atención. Uno parecía un maletín, y el otro, una pequeña bolsa de viaje.

«¿Qué hace eso fuera de su sitio, niñato?».

De dos zancadas, se colocó frente a ellos; se decidió primero por el maletín con caracteres orientales. Dentro de él había una funda negra en la que se sujetaban las herramientas para el cuidado de los bonsáis. A Bragado se le iluminó el rostro.

«Vaya, vaya, vaya. El kit de trabajo, ¿eh? ¿Y qué es esto otro que tenemos aquí?».

La intensidad con la que los latidos de Bragado golpearon su pecho certificó que podía dar por concluida la labor de búsqueda que acababa de empezar. Había encontrado la Taser X26.

«Ya te tengo, niñato. ¡Ya te tengo!».

Recogió ambos tesoros y subió las escaleras tratando de mantener la calma. Solo tenía que esperar.

«Paciencia, Jesús, todo va sobre ruedas».

Las escaleras desembocaban en el vestíbulo de entrada. Atraído por la luz, se encaminó al salón y lo chequeó desde la entrada. Las persianas estaban subidas, pero las cortinas salvaguardaban la intimidad de una estancia en la que el color blanco predominaba sobre el resto. Dejó los tesoros que acababa de encontrar encima de la mesa y, al reconocer el mueble del salón del Emperador, sus papilas gustativas se pusieron a trabajar. Era el mismo mueble que, a buen seguro, había trasladado desde la antigua casa. En aquella casa había pasado muchas tardes escuchando las historias de un hombre que, bajo una fingida coraza de dignidad y altivez, realmente escondía la debilidad de necesitar los oscuros favores de un policía experimentado y con contactos; como él. Reconoció también el mueble de comedor con uno de sus cuatro módulos dedicado a botellero, ese al que tantas veces había acudido y en el que reposaba el mejor whisky que jamás había probado: Chivas Regal de veinticinco años. Visualizó la botella, la ocasión merecía que todavía estuviera allí, que quedara al menos un trago para celebrar el paso a la nueva vida que estaba a punto de empezar.

«Vamos, Emperador, dime que todavía guardas mi botella».

Cuando abrió el botellero, su mirada se dirigió directamente al sitio donde esperaba reencontrarse con su estilizado recipiente.

«Cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa. ¿Cuántas veces me repetiste eso, viejo amigo? Claro que sí».

Sus pupilas reflejaron la forma y el color cobrizo del licor escocés; sus papilas liberaron tantos estimulantes que ya podía paladear el suave sabor de la malta envejecida en madera de roble.

—Claro que sí —repitió en voz alta con el néctar escocés en la mano.

Se sentó en el sofá y puso su vieja Glock 17 de nueve milímetros parabellum sobre las piernas. Encendió un cigarro. Quedaba más de media botella, suficiente para amenizar la espera.

Residencia de Ramiro Sancho
Barrio de Parquesol

El móvil de Sancho vibró encima de la mesa del comedor. Se incorporó para comprobar el identificador de llamada. Visualizó a Steve Buscemi y algún sentimiento afectivo difícil de comprender le empujó a responder de inmediato.

—Sancho.

—Ramiro, ya me imagino que eres tú, a no ser que hayas contratado a una secretaria para cogerte el teléfono.

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