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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

Memento mori (31 page)

BOOK: Memento mori
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—¿Parece ser? —recalcó Manuel Villamil—. Cuando yo estudiaba se aseguraba que la psicopatía iba siempre asociada a la herencia genética.

—Efectivamente, y por eso he hecho énfasis en esa palabra porque, bajo mi criterio, estas teorías no están lo suficientemente probadas; depende de la «eminencia» a la que leas. Se supone que un psiquiatra debería tratar a un psicópata y un psicólogo a un sociópata, pero esto tampoco se cumple. Cuando yo lo estudié, y creo que somos de la misma quinta aunque de distinta escuela —sostuvo mirando al forense—, les denominábamos a todos psicópatas y punto.

—Cierto —confirmó Villamil.

—Por tanto, como decía antes, esta distinción carece de importancia para la investigación, ya que, en ambos casos, los comportamientos son coincidentes. Así, vamos a obviar ambos términos y vamos a referirnos a ellos como los definió un colega y buen amigo mío cubano, el doctor Sanz Marín, que no es ninguna eminencia pero sí muy brillante con la dosis adecuada de ron; los TPA: trastornados pero astutos —expuso tratando de imitar el acento cubano—. ¿De acuerdo?

Nadie se opuso. Bebió agua directamente de la botella y prosiguió:

—Lo primero que habría que considerar es que ni todos los TPA son asesinos en serie ni todos los asesinos en serie son TPA. Les puedo asegurar que hay muchas clases y subtipos. En ambos casos, se trata de un proceso evolutivo que puede manifestarse antes o después. Tenemos asesinos en serie muy prematuros, como es el caso del Petiso Orejudo en Argentina, o los cada vez más habituales de menores que, una mañana, acuden al instituto armados hasta los dientes y se llevan por delante al mayor número de compañeros posible antes de ser abatidos o suicidarse. Los hay también muy tardíos, como el reciente caso de la Reme, que asesinó a cuatro ancianas en Barcelona. No constaban antecedentes hasta que empezó su carrera de asesinatos a los cincuenta años, si no recuerdo mal. En el caso que nos ocupa, nuestro sospechoso ha decidido empezar su carrera ahora, con unos treinta o treinta y cinco años según la descripción de los agentes que le tomaron declaración. Muy joven. Muy peligroso —recalcó.

—¡Y tanto! —dijo la juez.

—¿Ustedes saben quién era Manolito Delgado Villegas? —preguntó Carapocha.

No hubo respuesta.

—Lo suponía. ¿Y si les digo que es uno de los mayores asesinos en serie de la historia contemporánea y que nació en Sevilla en 1943? —El psicólogo hizo de nuevo una pausa con tintes cinematográficos—. Me van a permitir que les ilustre; y también voy a pedirles disculpas. Seguro que algunos habrían levantado la mano si les hubiera preguntado por el Arropiero. Lo que les puedo asegurar es que, si este tipo hubiera nacido al otro lado de los Pirineos, se habrían escrito cientos de libros sobre él y se habrían rodado varias películas contando su historia, y tendría millares de admiradores si llega a tener pasaporte norteamericano. Pero ustedes, los españoles, por no saber valorar lo suyo, no aprecian ni a sus asesinos en serie más distinguidos.

Un murmullo generalizado se adueñó de la sala.

—Este hombrecillo de apenas un metro sesenta y bigote a lo Cantinflas que, además, era analfabeto, tartamudo y disléxico, fue capaz de asesinar a más de cuarenta personas en apenas diez años. Cuando le echaron de la Legión, donde por cierto aprendió el golpe en la tráquea con el que mató a la mayor parte de sus víctimas, se dedicó a recorrer la geografía española viviendo como un mendigo y ganándose la vida como… ¿Cómo llaman aquí a los prostitutos?

—Chaperos —apuntó Peteira acertadamente.

—Premio. Este chapero, que fue sembrando de cadáveres su periplo, nunca levantó sospechas. Llegó a matar incluso en Francia, y digamos que no tenía una motivación especial ni una tipología de víctima marcada. Hombre o mujer, de cualquier edad y condición, todos eran perfectamente válidos. Mataba por notoriedad. Básicamente, para ir sumando víctimas a su currículum y convertirse así en uno de los mayores asesinos en serie de la historia. El único problema, insisto, es que era español; si no, lo habría conseguido. Cuentan que, en cierta ocasión, fue con un amigo al cine a ver
El estrangulador de Boston
, esa película protagonizada por Tony Curtis. Salió indignado de la sala porque él ya había matado a más de veinte personas mientras que el otro «solamente» había acabado con la vida de trece; encima, prostitutas. Abrevio: Manolito, como le llamaron los investigadores con los que recorrió el país durante dos años reconstruyendo sus crímenes, relató con pelos y señales todas sus «hazañas», y se constató entonces que su mente criminal había ido evolucionando hasta convertirse en la de un auténtico necrofílico. En Barcelona, mató a una anciana y guardó su cadáver bajo un puente para abusar de él cuando le apeteciera. No obstante, como la mayor parte de los megalómanos, era patológicamente pulcro.

—Un tanto paradójico en alguien que mantiene relaciones sexuales con cadáveres —expuso Manuel Villamil haciendo visible su repulsa.

—¡Exacto! —exclamó marcando cada sílaba con un golpe en la mesa—. Justo ahí quería yo llegar. La mente de un asesino en serie resulta en sí misma una gran paradoja. No podemos ponernos en su lugar. Por tanto, si queremos anticiparnos a sus movimientos, tenemos que tratar de pensar de forma muy distinta a como nos dicta la razón. Fíjense, en aquellos años, llegaron a justificar sus actos por el cromosoma cuarenta y siete, ese del que se llegó a asegurar que era el causante de la agresividad. Tonterías. A lo que iba: finalmente, detuvieron a Manolito por asesinar a su novia en el Puerto de Santa María. ¿Saben por qué la mató?

Nadie articuló palabra alguna.

—Porque le pidió practicar sexo oral, y eso le repugnaba. Ese fue su error, matar a alguien de su entorno. Así, cuando le preguntaron por la desaparición de la chica, lo confesó todo; porque «había llegado el momento de hacerse famoso», dicho con sus propias palabras.

Carapocha hizo un pequeño descanso para beber agua antes de continuar.

—Cada caso debe ser estudiado de forma particular, aunque también es cierto que estos sujetos presentan características comunes entre sí. Por ejemplo, la falta de empatía. Son individuos incapaces de conectar con otras personas; mucho menos, con sus víctimas. De esta forma, cometen atrocidades contra la vida de otros por el simple hecho de considerarlos seres inferiores. Cuando los TPA se proponen algo, harán todo lo que esté en sus manos para conseguirlo, y los medios necesarios carecen de importancia. Por eso, muchos terminan por delinquir antes o después. Además, suelen abusar del alcohol y las drogas en el momento de perpetrar los crímenes, lo que les ayuda a evadirse de la realidad. En contrapartida, esto incrementa las probabilidades de que cometan errores. Tienen la necesidad de ejercer el control en busca de esa sensación de poder que desemboca en el placer. Muchos, no todos, disfrutan causando dolor a sus víctimas, razón por la que las armas de fuego no suelen ser sus preferidas.

—Enfermos —murmuró Pemán con palpable desprecio.

—¡No, no, no y no! ¡En absoluto! —Carapocha se levantó de su silla y se dirigió al subdelegado del Gobierno casi de forma amenazante—. ¡¡En absoluto!! —repitió alzando más la voz—. Estos individuos diferencian con total y absoluta claridad lo que está bien de lo que está mal, el único problema es que ¡¡¡se la suda!!! —dijo remarcando cada sílaba y elevando aún más el tono—. No cometamos el error de considerar a este sujeto como un enfermo mental, porque no lo es.

El tiempo volvió a congelarse en la sala.

Carapocha buscó en los gestos faciales de algunos de los asistentes las reacciones a su salida de tono. La juez Miralles, con el ceño fruncido y rictus severo, como Margaret Thatcher en la Bombonera
[41]
, incómoda; el subdelegado Pemán, amarrado a la silla con los ojos extremadamente abiertos, como un monje franciscano en un
tuppersex
, absorto; el comisario provincial Travieso, mordiéndose los interiores de los carrillos, como Hitler en una celebración del Janucá
[42]
, irritado; y el comisario Mejía, con la mirada perdida en la inmensidad eterna, como un californiano en un partido de pelota vasca, indiferente. El inspector le dio al
play
con un golpecito en la mesa y un gesto de complicidad hacia el ponente que le bastó para que este retomara la palabra.

—Les pido sinceras disculpas a todos, y particularmente a usted —expresó dirigiéndose a Pablo Pemán—. Tengo que reconocer que, en ocasiones, haber vivido tan de cerca casos similares a este y haber tratado directamente con personas que han sido capaces de contarme sin titubear sus «hazañas» me hace perder el control. Me van a permitir que les cuente una historia.

Carapocha volvió a su sitio, pero no se sentó. Terminó con el agua que quedaba en la botella y se tomó unos segundos antes de comenzar.

—En 1991, casi recién instalado en Plentzia, un viejo amigo que trabajaba en la Fiscalía de Henao, en Bélgica, me pidió que viajara a Charleroi para examinar a un convicto condenado a trece años de prisión por violar, junto a su compañera sentimental, a cinco niñas. Había cumplido solo dos años, pero barajaban la posibilidad de darle la libertad condicional por buen comportamiento. La verdad es que estuve a punto de decirle que no, pero le debía una al bueno de Aarjen. La primera vez que me entrevisté con aquel tipo ya me transmitió una sensación extraña, se esforzaba demasiado por parecer un pobre hombre. Hablaba muy bajo, casi entre dientes, evitaba mirar directamente a los ojos y elevaba continuamente los hombros como si no supiera que el sol sale y se pone todos los días. Durante las siguientes entrevistas, le hice preguntas mucho más comprometedoras sobre los hechos en sí, y le recordé detalles escabrosos de aquellas violaciones para comprobar cuál era su reacción. Únicamente conseguí lágrimas, montones de lágrimas. Parecía ciertamente afectado, avergonzado por haberse dejado llevar por su compañera sentimental. Nunca trató de exculparse, todo lo contrario; asumía su culpabilidad y mostraba arrepentimiento. Eso fue lo que, definitivamente, convenció tanto al psiquiatra de la prisión como al juez; a pesar de mi informe. Nunca terminé de creerme su papel, pero lo cierto es que no tenía más ganas de aguantar el horrible clima de la región valona y no me opuse lo suficiente. —Apoyó los nudillos en la mesa y cerró los ojos—. Aquel pobrecito se llamaba Marc Dutroux, ¿lo recuerdan?

Nadie contestó, pero todos asociaron ese nombre con el de un monstruo.

—En el verano de 1996, Aarjen volvió a llamarme para contarme que habían detenido a Dutroux como principal sospechoso de una serie de desapariciones de unas niñas de ocho años, y que se estaba confesando coautor de esas desapariciones y muchos más delitos aderezados con torturas, violaciones, abusos grabados en vídeo y, cómo no, asesinatos. —A Carapocha se le notaba visiblemente afectado—. Un año antes yo había perdido a mi esposa y aquello significó otro duro golpe para mí; casi definitivo. En cierto modo, me sentí culpable de todo el sufrimiento que Dutroux había causado estando en libertad. Ya en 2004, me llamaron para declarar en el juicio. Lo gracioso es que, a pesar de los cargos que se le imputaban, muchos le seguían considerando un pobre hombre, un enfermo mental, un desgraciado. Yo les puedo asegurar que Marc Dutroux era un psicópata con tendencias pederastas que sabía lo que hacía en todo momento. Por eso, no podemos caer en el error de menospreciar, ni mucho menos compadecer, a nuestro enemigo. No debemos tratarle como a un enfermo mental, porque no lo es. Lamento de nuevo haberme extralimitado.

—Disculpas aceptadas —mintió Pemán.

—Gracias. Si les parece, continuaré con algunas apreciaciones importantes.

—Por favor —pidió la juez Miralles.

—Algo que tenemos que considerar es la alta probabilidad de que la persona que estamos buscando esté perfectamente integrada en la sociedad. Por las capacidades que nos ha demostrado poseer, no parece ser un delincuente con una carrera delictiva que vaya a resultarnos fácil desenmascarar. Les puedo asegurar que hay muchos más TPA de los que estamos dispuestos a admitir públicamente. Viven entre nosotros tratando de pasar desapercibidos, y muchos llegan o han llegado a ocupar altos cargos en las capas más altas de nuestra sociedad. Créanme. Los yanquis, que son muy amigos de los estudios sociodemográficos y que, dicho sea de paso, tienen registrados más de mil trescientos casos de asesinos en serie, aseguran que el dos y medio por ciento de la población presenta algún grado de TPA. Seguro que si nos ponemos a pensar en nuestros conocidos, surge alguna que otra candidatura.

—O varias —intervino Carlos Aranzana sin levantar la cabeza del móvil.

—Debemos pensar que se trata de un individuo que, por las circunstancias que sean, ha decidido emprender una «cruzada» —enfatizó el término haciendo el gesto de las comillas con los dedos— contra la sociedad. Normalmente, se caracterizan por ser personas con un talento especial para la persuasión y la manipulación. Mienten de forma patológica; incluso, a sí mismos. Insisto, no tienen la capacidad de empatizar y, por tanto, carecen absolutamente del sentimiento de culpabilidad o arrepentimiento. Suelen considerarse superiores al resto, y eso les licita para cometer sus crímenes, que pueden ir desde el fraude o la extorsión hasta la violación o el asesinato en serie. Un ejemplo muy claro de este tipo de sujetos sería el de Ted Bundy; seguro que a muchos de ustedes les suena. Hasta le hicieron una película, y su recuerdo aún provoca admiración en algunas personas.

Carapocha buscó el móvil en el bolsillo de su pantalón, miró el identificador de llamada y la rechazó.

—Disculpen. Ted Bundy, el hombre por el que se acuñó por vez primera el término «asesino en serie». Un tipo de buen aspecto físico, con mucho encanto y buen estudiante hasta que, en 1974, con veintisiete años, decidió que el remedio para luchar contra sus depresiones y sus frustraciones sexuales era violar y matar a mujeres, y no obligatoriamente en ese orden. En solo dos años, hasta su arresto, asesinó al menos a veinticinco mujeres. Hagan ustedes cuentas del promedio. Su método era convencerlas para que se subieran a su coche utilizando distintas artimañas, o bien, colarse en sus apartamentos. Actuaba con total impunidad dejando su estela de muerte por varios estados, y estaba tan seguro de sí mismo que ni siquiera utilizaba un seudónimo. La primera vez que le arrestaron fue en un control rutinario de carretera. Se escapó durante unos días antes de ser arrestado de nuevo, pero volvió a fugarse; esta vez de una prisión. Durante ese período, no trató de esconderse, aunque ya era uno de los criminales más buscados del país; no, siguió asesinando hasta que le detuvieron por conducción temeraria. En el segundo juicio, decidió defenderse a sí mismo, a pesar de no tener terminada la carrera de Derecho, y consiguió aplazar una y otra vez su ejecución a cambio de proporcionar información relevante sobre otras desapariciones y asesinatos que permanecían sin resolver. Se le imputaron hasta treinta y tres asesinatos, aunque muchos piensan que llegó a terminar con la vida de más de cien jóvenes; la mayoría, con el pelo largo y castaño, como su madre. Finalmente, murió en la silla eléctrica en 1989, diez años después de ser condenado a muerte. En sus últimos años, incluso colaboró en la investigación de otro caso de un asesino en serie. Ahora mismo no recuerdo su nombre. Concedió entrevistas a los medios, a periodistas y escritores; se convirtió en el primer criminal mediático de la historia. Hasta tal punto que recibió cientos de cartas de admiradoras en los meses previos a su ejecución.

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