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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

Memento mori (28 page)

BOOK: Memento mori
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Sumergido completamente, reconoció los acordes de uno de sus temas favoritos del grupo:
Faith, hope, love
. Sacó la cabeza del agua para cantar la letra desde la segunda estrofa.

Tired of living in this modern land
,

too many ideals to meet with its demands
.

Tired of looking for sympathy
,

got to learn to stand on my own two feet
.

Faith, hope, love
!!

(
Too much, too soon, to see it through, look back at your life with some kind of pride
).

Be enough
.

If I ever let you down
,

would you ever feel the ground
?

Faith, hope, love
!!

(
Too much, too soon, to see it through, look back at your life with some kind of pride
).

Be enough
.

En aquel momento, notó una sensación extraña que nacía en la base del cráneo para recorrerle la espalda en sentido descendente. Se estremeció y, sin poder ponerle remedio, dos generosas lágrimas recorrieron sus mejillas para perderse en el fondo de la bañera. Trató de aislar esa emoción e identificarla. Estaba casi seguro de que se trataba de felicidad contenida, y se dejó llevar. Cayeron muchas más lágrimas antes de deslizarse completamente. Transcurrieron muchos segundos hasta poder certificarlo.

Definitivamente, se trataba de felicidad; o algo parecido.

Casco histórico de Valladolid

Hacía ya varias horas que los termómetros habían caído bajo cero, por lo que apretaron el paso al enfilar la calle Correos.

—¿Sabes que en Valladolid tenemos dos estaciones? —preguntó el inspector.

Carapocha le miró con cara amable, condescendiente ante su inminente respuesta. Vestía con un gorro de lana negro y una tres cuartos de tela verde de corte militar, un pantalón vaquero azul oscuro y unos botines que ya hubiera querido poder calzarse John Wayne.

—El invierno y la del tren.

Carapocha se pasó el índice por la nariz antes de hablar.

—Ese chiste se repite en todas las ciudades en las que sus habitantes presumen de pasar frío. Tú no tienes ni la más remota idea de lo que es aguantar semanas en las que la máxima no llegaba a los veinte grados bajo cero con noches por debajo de los cuarenta. Eso es frío, querido amigo.

—Claro, por eso a tu edad has decidido mudarte a zonas más cálidas. ¿Vas mucho a Benidorm?

—¿Tienes hermanas, Ramiro?

—Sí, una, felizmente casada y con dos niños. ¿Tú tienes hijas?

—Una, preciosa, pero muy lejos de tu alcance, por distancia y por categoría.

—¿Así que tienes una hija? —preguntó eludiendo el último ataque del psicólogo.

—Erika. Ahora vive conmigo en Plentzia, en la casa que levantó mi abuelo, que yo rehabilité y en la que me refugié tras mi funesta etapa de los Balcanes. Se está preparando el doctorado en Psicología. Ella ha vivido siempre en Berlín y yo… en fin, yo he dormido en muchos sitios y vivido en pocos. Siempre me he sentido un extraño, incluso en mi tierra. Últimamente, trato de pasar más tiempo con ella, pero tenerla delante me causa mucho dolor. Es clavada a su madre en todos los aspectos.

Carapocha hizo un esfuerzo por borrar de su cara los restos de un naufragio que llevaba toda una vida tratando de olvidar. Resultó baldío.

Sancho interpretó perfectamente el guion y cambió de registro:

—Ya estamos llegando. Ese de ahí es El Jero.

El sitio lucía media entrada, pero todos los parroquianos allí congregados se agolpaban en la barra a la espera de ser servidos.

—Bonito y acogedor, sí señor.

Sancho se paró justo en la entrada para mostrarle a su acompañante, y más que posible invitado, el cartel en el que podían leerse las distintas opciones en montaditos. El psicólogo se arrancó a leer.

—«La cabra: queso de cabra con toffe»; ¿con toffe? Nominado. «Misión imposible: bacalao con boletus»; este me lo anoto. «Galáctico: cecina con membrillo»; el membrillo, para la policía. «Náufrago: pescado adobado con verduras»; este, para ti. «Campesino: morcilla con manzana»; este sí. «Matrix: higo con crema de queso»; ¡sus muertos, en Rusia te disparan por menos! «Hatillo de Colón: pasta con sorpresa»; no me gustan las sorpresas ni el día de mi cumpleaños.

—Mira, camarada, pillamos esa mesa y esperamos a Martina —interrumpió Sancho.

—Ve pidiendo algo de ese vino del que tanto alardeáis, que yo tengo que contribuir a incrementar el caudal del Pisuerga.

—Tienes que mirarte esa próstata.

Justo cuando los últimos destellos del pelo blanco polar del psicólogo se perdían escaleras abajo, entraba por la puerta del bar la melena suelta de color castaño oscuro, casi negro, de Martina. Sancho le hizo un gesto con la mano y le dedicó una sonrisa cuya intensidad tuvo que restringir en contra de su voluntad.

—Hola, Martina.

—Sancho.

Sus mejillas se rozaron y sonaron los besos.

—¿Todo bien? —empezó ella.

—Sí, bien. Todo lo bien que se puede estar cuando a uno le llega la mierda hasta el cuello.

—Te noto tenso.

—Es como si una garra me estuviera apretando por dentro.

—Tienes que tratar de relajarte un poco.

La respuesta de Sancho se ahogó en su garganta y fue arrastrada por la saliva para diluirse en los jugos gástricos de su estómago.

—Es posible, no eres la primera persona que me lo dice, y también es probable que nuestro acompañante de esta noche tenga un poco que ver también. Armando Lopategui. Verás qué encanto de persona. Un cielo.

Martina captó la ironía.

—¿Sí?

—Sí, soy un encanto —certificó Carapocha clavando la mirada en los ojos de Martina—. Armando Lopategui —se presentó extendiendo la mano.

—Martina Corvo.

—El inspector se quedó corto cuando me aseguró que eras una mujer espectacular —dijo sin soltar la mano de la doctora.

Sancho resopló bajando la cabeza.

—Lo dicho, encantador —masculló Sancho.

—Precisamente, hoy leía unas declaraciones de otro tipo encantador. Un gran líder político y ejemplo para los gobiernos occidentales en la defensa a ultranza de la igualdad de sexos: Silvio Berlusconi. Venía a decir algo así como que era mejor que a uno le gusten las mujeres guapas que los gays. Sobre todo, las que puede pagar él; también yo prefiero esas. Un fenómeno de masas,
Il Cavaliere
.

—Bueno, bueno… pues aquí tenemos la versión castellana en la persona de nuestro querido alcalde —añadió Martina.

—Vamos a ver —intervino Sancho—, nada tiene que ver el uno con el otro. El comentario de De la Riva puede que haya sido desafortunado y que se considere un error político, pero las reacciones en los medios afines al Gobierno han sido desmedidas con el único propósito de desacreditarle políticamente. Lo que ha mejorado la ciudad en muchos aspectos durante sus legislaturas es digno de elogio. Cuando volví de San Sebastián, casi no reconocía las calles. Lo que pasa es que la gente olvida muy rápido lo bueno, y se tatúa en el recuerdo lo malo.

—Ya le ha dado tiempo en quince años que lleva en el Ayuntamiento.

—Señal inequívoca de que la gente está de acuerdo con su gestión, ¿no? Yo, desde luego, volveré a votarle.

—Pues, por mi parte, yo volveré a no votarle.

Carapocha no perdía detalle de la escena.

—Entre vosotros hay algo —sugirió Carapocha agarrando a ambos por los hombros. Sancho y Martina se rieron sin ganas—. Hechas las presentaciones, ¿os parece que aposentemos nuestros culos y tapemos los agujeros de nuestros estómagos?

Martina y Sancho seguían mirándose.

—Andando —dijo él—, que mañana me levanto con resaca otra vez.

—Puedes estar seguro —garantizó Carapocha.

Martina les miraba como quien acaba de incorporarse tarde a una fiesta. Se acomodaron en una mesa para cuatro; Sancho y Carapocha, el uno frente al otro. Martina, a la izquierda del psicólogo y a la derecha del inspector.

—Y bien —intervino Sancho mirando al psicólogo—, todavía no te lo he preguntado; ¿cómo prefieres que nos dirijamos a ti?

—¿Me estás preguntando si me ofende que me llames por mi bonito apodo? En absoluto. Mira —le dijo a Martina—, como el inspector ya lo sabe, te lo cuento a ti. A los diez años, una epidemia de viruela se extendió por el colegio y nos vimos afectados unos cincuenta niños, de los cuales tres murieron. En mi caso, y gracias a la herencia de albinismo que me regaló mi abuelo por parte de padre, la viruela se cebó con mi cara dejándome estas marcas de por vida. Mis queridos compañeros de El Centro
[40]
no tardaron en rebautizarme
cratcherlitsó
—pronunció en ruso—, que traducido viene a significar «cara cráter». Luego, durante mis años en Berlín, mis amigos de la Stasi hicieron una adaptación del término en alemán
Pickelgesicht
—sonó en alemán—, que podría traducirse como «cara picada».

Martina levantó las cejas haciendo evidente su asombro.

—Cuando nos trasladamos a España en 1990 —prosiguió—, un año después de la caída del muro, fijamos nuestra residencia en Plentzia, donde nació mi abuelo, una magnífica y tranquila villa a unos kilómetros de Bilbao. En esa década pasaba más tiempo en los Balcanes que en el País Vasco, pero a los pocos meses ya me llamaban Carapocha, y tengo que reconocer que este mote es el que más me ha gustado de todos. Así pues —se dirigió de nuevo a Sancho—, puedes llamarme Armando, doctor, Carapocha o como te plazca. Menos señor Lopategui, lo que quieras.

—Armando, entonces.

—Me parece estupendo, Ramiro.

—Por lo que veo, has tenido una vida bastante… —intervino de inmediato Martina.

—Digamos que no me he aburrido —se adelantó Carapocha.

—Por aportar más datos, aquí el amigo también es exagente del KGB.

—¿Ex? —recalcó maliciosamente el ruso.

—Bueno, si os parece, vamos con lo que nos ha traído hasta aquí —propuso Sancho.

—Estupendo, ¿qué pedimos? —consultó el psicólogo mientras se frotaba las manos como un chacal ante un desfile de ovejas.

—Surtido de montaditos y que cada perro se lama su cipote.

—Bonita expresión, inspector —dijo Martina abriendo la cremallera del portafolios.

Sancho bebió y el psicólogo le imitó.

—Bueno, yo os cuento lo referente al poema y ya os dejo lamiéndoos lo que queráis, ¿de acuerdo? Por cierto, ¿lo habéis leído?

Sancho asintió levemente.

—Podría recitarlo como un juglar —aseguró el psicólogo.

—Prefiero no arriesgarme a comprobarlo —replicó ella—. Empezando por el título, Clitemnestra fue, según la mitología griega, reina de Micenas y esposa del gran Agamenón. Clitemnestra y su amante, Egisto, asesinaron a Agamenón durante la archiconocida guerra de Troya, y ambos se hicieron con el trono de Micenas. Unos años más tarde, la pareja fue a su vez asesinada por Orestes, único hijo varón de Clitemnestra y Agamenón, con la inestimable ayuda de su amigo Pílades. Estos hechos se narran con detalle en
La Orestíada
, de Esquilo.

—Interesante —intervino Carapocha.

—Revelador —añadió Sancho con cierta sorna.

—El poema presenta la misma estructura que el primero: las cinco primeras estrofas siguen la rima de los tercetos encadenados y se remata con un pareado final. Si os parece, lo leo.

Ambos asintieron.

Clitemnestra

Camino del corazón al pasado,

camino arrastrando el tiempo y el peso,

camino al ritmo de un reo ahorcado.

Me empeño en recordar un solo beso,

un solo instante, un solo momento,

y si lo recuerdo, yo lo hago preso.

Fuerzo la marcha, contengo el aliento,

para poder encontrar las razones

que den sentido a este sentimiento.

De vacío sin dolor ni cuestiones,

de ternura insípida con aliño,

de conflicto sincero hecho jirones.

Tropiezo en mi vida, cuando era niño,

me mató tu aguja, tu odio con saña.

Enterraste mi alma; yo, mi cariño.

Como Orestes, vendré con mi guadaña

a llevarme el tesoro, alimaña.

—Tengo que reconocer que, leídas por ti, las palabras cobran mucha más fuerza. Veo una herida muy profunda y mucho rencor —apuntó Carapocha.

—Desde luego. Tratando de quedarme solo con la esencia, diría que en la primera y segunda estrofa nos habla en pasado de lo duro que se le hace recordar los inexistentes momentos de afecto y cariño. En la tercera y la cuarta, trata de entender los motivos por los que se siente tan…

—Vacío —completó el psicólogo.

—Exacto, esa es la palabra clave.

—Penita me está dando el hombre —intervino irónicamente el inspector.

—En el último terceto, nos cuenta, precisamente, cuáles son los motivos.

Carapocha lo repitió de memoria y, cuando terminó, hizo una pausa para engullir un «campesino» primero y un «misión imposible» después. Sancho y Martina intercambiaron miradas.

—¿Malos tratos? —sugirió el inspector retomando la conversación.

—Muy posiblemente —contestó Carapocha con los carrillos llenos—. ¿Doctora?

—Estoy de acuerdo, aunque no sabría concretar si físicos o psíquicos.

—Ambos se retroalimentan. Las palabras «aguja», «odio» y «saña» son suficientemente explícitas. Ese verso, «enterraste mi alma; yo, mi cariño», es concluyente para mí.

—¿Creéis realmente que está dirigido a su madre? —preguntó Sancho—. Si es así, estaría dándonos una pista muy fácil de seguir, aunque quizá eso explique por qué hay archivos que han sido destruidos por un virus; concretamente, un expediente de adopción con el nombre de la víctima.

—¿Poeta y pirata informático? —preguntó Martina sin esperar respuesta.

—Interesante combinación. Estoy de acuerdo con el inspector, sería demasiado fácil que se tratara de su madre. No obstante, puede que el poema sí esté dedicado a su madre, pero que la víctima no lo sea. Puede que le recordara a ella, y así saldaría una deuda que tenía pendiente.

Carapocha miró a Martina invitándola a dar su opinión. Martina aceptó:

—Yo tengo claro que el poema está dirigido a su madre. El pareado final es del todo concluyente. «Como Orestes, vendré con mi guadaña a llevarme el tesoro, alimaña». Lo que me desconcierta es eso del tesoro. Le he dado muchas vueltas, pero no sé muy bien a qué se refiere —reconoció Martina.

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