Se paró frente al espejo del vestíbulo y exhaló lentamente el humo del tabaco hacia su propio reflejo emulando a Marilyn. Al llegar al estribillo, se quitó el cigarro de la boca para gritar:
¡¡
Cas-tra-ción
!!
Y todas las cosas que hice mal
se vuelven hoy a conjurar… contra mí
.
¿
Cómo he llegado a esto? No lo sé
.
Tan lúcido y siniestro
…
Pero sé ¡que no lo sé
!
Y un hombre de traje me invita a pasar
…
Gang bang
Gang bang
Gang bang
—¡Cojones! —gritó frenéticamente con los puños cerrados mientras arqueaba la espalda hacia atrás—. ¡Qué bueno!
Se incorporó para dirigirse a la cocina a paso de legionario. Una vez allí, abrió el mueble donde sabía que iba a encontrar la copa adecuada para servirse su gin tonic de Hendrick’s con Fever Tree. Con su vaso de borgoña, sus hielos de agua mineral y su lima sobre la encimera, siguió cantando las últimas estrofas de
Gang bang
preparándose para el ritual.
Y si viviera una vez más
,
me volvería a equivocar… otra vez
.
Sí, no te quepa duda, no, hasta la locura
y hasta el dolor
.
Y un hombre de traje me invita a pasar
.
Llenó la copa hasta arriba de hielo, cortó la cáscara de la lima con cuidado de no llegar hasta la peptina y la dobló contra el borde del vaso. Abrió la botella de Hendrick’s y se la colocó entre las piernas mientras tarareaba los últimos «lararara, larararara» de la canción. Cuando se vio reflejado en el cristal del microondas, soltó una carcajada nerviosa y estridente.
Se gustaba. Escanció la ginebra sobre la copa repleta de hielo, contó tres segundos y no vertió ni una gota más. Abrió la tónica y la empezó a soltar muy despacio, apenas un hilo continuo que fue llenando la copa lentamente hasta el borde. Se la llevó al salón y la dejó reposar sobre la mesa para sentarse en su sillón; el tacto del cuero era de los pocos roces que admitía sobre su piel. Seguía sonando Nacho Vegas; agarró la copa y le dio un trago.
—Esto es un gin tonic —dijo reclinándose en el sillón—, y no las mierdas que dan por ahí, cabrones.
Con todo preparado para hacer un viaje a su hipocampo y sumergirse en sus recuerdos más recientes, fue haciendo crujir uno a uno los nudillos de sus manos. Era una práctica habitual que realizaba de forma inconsciente cuando se encontraba o muy relajado o alterado en exceso. Siempre seguía el mismo procedimiento: empezaba por el dedo índice de la mano izquierda; totalmente extendido, lo empujaba hacia atrás con la palma de la mano derecha hasta que conseguía liberar los gases acumulados en el líquido sinovial de sus nudillos provocando ese chasquido tan peculiar. Uno tras otro, iba logrando sus ocho primeros objetivos dejándose los pulgares para el final. Finalmente, escondía estos en el puño y empujaba con el dedo corazón hacia dentro hasta lograr el sonido más enérgico de todos; primero, el izquierdo, y luego, el derecho.
Planificación, procedimiento y perseverancia, las tres «pes» eran infalibles, esa era la fórmula. Así se lo había enseñado él, así lo había aprendido y, gracias a ello, había conseguido encontrarse a sí mismo.
Hizo la primera parada de su recorrido por la memoria en el Zero Café, su garito preferido y el único sitio donde, según él, ponían buena música en todo Valladolid. Allí podía disfrutar de las canciones de Depeche Mode, Héroes del Silencio, Rammstein, Placebo, Solar Fake, Muse, U2, The Cure, Marilyn Manson, VNV Nation, REM, Apoptygma Berzerk y otros muchos que nada tenían que ver con la basura comercial que sonaba en el resto de bares de copas de la ciudad. Su sensibilidad y dependencia musical eran tales que se había autoimpuesto una norma que cumplía a rajatabla: marcharse del bar en el que estuviera en el momento en que se escuchara el
Voy a pasármelo bien
, de los Hombres G. Detestaba la tan manida música española de los ochenta y huía de ella como de la cabeza de un tiñoso.
La atmósfera del Zero Café era única, cálidamente sombría. Detalles de luz roja cargaban de energía las zonas muertas, mientras que destellos de luz azul rompían tímidamente el espacio del bar creando rincones donde antes solo había oscuridad. Los candelabros sobre la barra y las lámparas colgando del techo le daban un toque gótico que rozaba lo siniestro. Las paredes estaban revestidas con ladrillo caravista, y el suelo era de madera con azulejos insertados, creando composiciones al más puro estilo medieval. Ese contraste de luces y sombras, aderezado con la música, dotaba de vida al Zero Café. Lo consideraba más acogedor que su propio salón. Las copas eran buenas, nada de garrafón, y lo frecuentaba bastante desde que lo descubrió, hacía más de tres años. Casi siempre solo y a partir de cierta hora. Esa noche llegó algo más temprano de lo habitual. Estaba cansado de las vacías charlas que mantenía con sus pseudoamigos. Quedaba con ellos solo por seguir teniendo contacto con la realidad exterior y no perder la perspectiva. Como venía siendo habitual, el tema principal de conversación volvió a ser el Mundial de Fútbol que había ganado España hacía ya tres meses. Aunque detestaba el fútbol y todo lo que lo rodeaba, podía llegar a entender la locura colectiva de cientos de miles de personas para las que ser campeones del mundo era el logro más importante para un país. Así, esa noche, más aburrido de lo habitual y con un simple «Tíos, me piro a casa, que mañana tengo mucho curre», se marchó a su refugio. Tampoco nadie trató de convencerle para que se quedara.
En el Zero Café conocía al pincha, Paco
Devotion
, seguidor incondicional de Depeche Mode, cuyo parecido físico con el vocalista y líder del grupo, David Gahan, era apreciable. Para legitimizarlo, se había tatuado en el hombro izquierdo una cruz griega tribal con un ojo en el centro, idéntica a la que lucía el cantante. Conocía también al camarero de toda la vida, Luis, con quien, atraído por su agudeza verbal, guardaba una buena relación. Entre los dos habían dado buena cuenta, a base de chupitos, de muchas de las botellas de tequila que se consumían en el Zero. Allí pasaba las horas observando, disfrutando de la buena música y bebiendo.
Conservaba muy frescos los recuerdos de la pasada noche. Según abrió la puerta, se dio de bruces con el vídeo de The Cranberries,
Promises
. Acababa de empezar y, gritando las primeras estrofas con el brazo derecho en alto, se fue adentrando en el bar.
You better believe I’m coming
.
You better believe what I say
.
You better hold on to your promises
.
Because you bet, you’ll get what you deserve
.
Se acercó a la barra sin dejar de mirar el vídeo y, girándose hacia Luis, le pidió un gin tonic de Hendrick’s. Habría visto aquel vídeo más de veinte veces. No tenía nada que ver con la letra de la canción, pero le encantaba. Una especie de bruja perseguía a un vaquero vestido de blanco mientras Dolores O’Riordan, subida con los otros miembros del grupo en un depósito de agua, rompía su voz bajo un ritmo brutal de guitarras y percusión. Siguió gritando la letra de la canción a todo lo que le daba la voz. Algunos de los que estaban en el bar ya le dedicaban miradas inquisitorias, pero poco le importaba mientras no le dirigieran la palabra; él seguía gritando:
Oh, oh, oh, oh, oh
.
All the promises we made
,
all the meaningless and empty words
.
I prayed, prayed, prayed
.
Oh, oh, oh, oh, oh
.
All the promises we broke
.
All the meaningless and empty words
.
I spoke, spoke, spoke
.
Cuando terminó la canción, ya casi se había bebido la copa y pidió otra.
—Esto no ha hecho más que empezar —le advirtió a Luis, que le devolvió una mueca de complicidad.
Con la segunda copa en la mano, buscó su sitio. Solía sentarse en alguno de los sillones de piel situados frente a la barra porque desde allí podía estudiar el comportamiento de la gente. Frecuentemente, se quedaba mirando absorto la réplica gigantesca de Tetsujin 28 Go que colgaba del techo. Ese enorme robot azul con expresión burlona dominaba todo el espacio aéreo del bar. El tal Tetsujin 28 fue el protagonista de una serie de dibujos animados manga de los años cincuenta, y se había convertido en un auténtico objeto de culto en Japón. De hecho, alguna vez había visto a turistas japoneses pidiéndole permiso a Luis para hacerle fotografías al bicho. En cierta ocasión, uno de esos frikis nipones le preguntó si estaba a la venta, a lo que Luis le contestó:
—Si le echas huevos para cargarlo hasta el avión, yo mismo te lo descuelgo.
Todo allí era especial, y estar colocado le permitía aceptar la presencia e, incluso, el roce físico con otras personas.
Se fijó en ella cuando bajaba las escaleras del servicio, venía de ponerse una raya que no sería la primera ni la última de esa noche. Sus grandes ojos negros y brillantes le llamaron poderosamente la atención. Le recordaban los de otra persona. A grandes rasgos, podría ser ella. Detuvo la mirada en su rostro y continuó bajando las escaleras sin cambiar el enfoque. Era de escasas dimensiones, y en su rostro se apreciaban ciertas características indígenas. Estaba sola, sentada en un sofá con las piernas cruzadas y mirando el móvil; nerviosa, como esperando una llamada. Se sentó de nuevo en su sitio, a pocos metros de ella. Quería cerciorarse de que no estaba acompañada, y cuando estuvo seguro de ello, fue a la barra a por otro gin tonic. Empezó a sonar
La sirena varada
, de Héroes del Silencio, y se le puso la piel de gallina. Lo consideró un buen presagio y supo entonces que tenía que intentarlo, ya encontraría la forma de justificárselo. Con la copa en la mano, puso rumbo fijo a su objetivo a velocidad de crucero.
Él se sabía bastante atractivo y resultón sin ser del todo guapo. Tenía aspecto de niño malote: frente estrecha y de ojos pequeños tan oscuros que podrían dar cobijo a varias especies de murciélagos; las cejas finas y ligeramente arqueadas hacían de esta zona de su rostro un imán para las miradas. La nariz, ancha en todo su recorrido, con el tabique ligeramente desviado y terminación asimétrica, labios gruesos y mentón cuadrado. El envoltorio de sus facciones era la barba de tres días sin recortar, su pelo negro peinado a lo
rock star
y su cuidada forma de vestir. Su voz algo ronca y en ocasiones forzadamente trémula, aderezada con altas dosis de ingenio, solía funcionarle en las distancias cortas. El alcohol y la cocaína, por su parte, le proporcionaban el coraje necesario para dar el primer paso al tiempo que acentuaban su locuacidad.
Se sentó a su lado y disparó el primer cartucho cuando ella levantó la mirada.
—Eso que tomas tiene que dejar una resaca muy mala, ¿no? —dijo subiendo algo la voz y forzando la sonrisa para mostrar sus hoyuelos.
Ella le miró sin ocultar su desconcierto. No era habitual que un chico se le acercara así para entablar una conversación. Tenía la piel morena y melena lisa, y sus ojos eran grandes, marcadamente rasgados y negros. Tardó unos segundos en contestar.
—Es vodka con granadina —respondió altiva—, y toda la resaca que me deje será bienvenida.
—Vaya, no he elegido un buen momento, ¿no?
—La verdad, no.
—Lo siento.
—¿Lo sientes? —cuestionó desconfiada—. ¿Por qué lo ibas a sentir?
—Porque para una vez que me lanzo a hablar con una chica como tú, resulta que no es el momento adecuado. Lo siento si te he molestado —dijo interpretando su papel.
—No me estás molestando, sucede que no estoy teniendo una buena noche.
—De verdad que lo lamento. Déjame confesarte algo: te llevo contemplando un rato y, finalmente, me he lanzado a hablar contigo. No es propio de mí, reconozco que no sé cómo hacerlo. Soy Leopoldo —se presentó extendiendo la mano—, pero mis amigos me llaman Poldy.
La chica seguía algo extrañada, pero ya sonreía dejando ver las imperfecciones de sus dientes color marfil.
—Soy Marifer, un gusto —le devolvió el saludo antes de dejarle continuar—, y no diría precisamente que esta es la primera vez que asaltas a una chica.
—Marifer, bonito nombre —mintió—. Te puedo asegurar que esto de entrar a las chicas no es mi fuerte. Disculpa, ¿puedo preguntarte de dónde eres? —inquirió para cambiar de tema.
—Nací en Ecuador, pero ya llevo seis años aquí, gracias a Dios.
—¿Y qué tiene que ver Dios en todo esto? —atajó Poldy al momento.
—Tranquilo, muchacho, es solo una expresión.
—Lo sé, disculpa, es que no creo que le debamos nada a ese Dios, es una fea manía que tengo. Así que llevas seis años en Valladolid.
—Así es. Bueno, muchacho, ¿y tú quién eres?
—Soy un caso extraño, tan fácil y tan simple y no sé expresarlo.
Marifer abrió su bolso para sacar el paquete de tabaco. Poldy le dio fuego antes de continuar hablando:
—Vienes poco por el Zero, ¿no? Me habría fijado.
—Es la primera vez —dijo ruborizada— y, si te digo la verdad, no sé ni qué hago aquí. Acabo de llegar, me he escapado del bar donde estaba con mis amigos sin decir nada. Odio estar tirada. Y tú, ¿vienes mucho?
—Sí, bastante. Es mi segunda casa o, mejor dicho, mi primer escondite —apostilló mientras fijaba su mirada en el infinito.
Relajado en su sofá, dio otra calada al purito. Se sentía orgulloso de lo sencillo que le había resultado que se tragara la historia del escritor fracasado, recién salido de una ruptura amorosa y que seguía luchando por abrirse hueco a codazos en el mundo editorial. Ella le contó lo aburrido que era trabajar de cajera en un hipermercado para confesarle después lo cabreada que estaba con el imbécil de su novio, que la había dejado plantada hacía unas horas para irse con sus amigos de fiesta. La decisión definitiva de continuar adelante la tomó en el momento en que ella le dijo que esa noche no tenía novio.
«Cojonudo», pensó.
No sería, precisamente, como lo habían planificado, pero en algún momento tendría que levantar el telón.
Tenía que demostrarse que era capaz. Debía demostrarle que estaba preparado.