—Hola, chicos —dijo Lucas, dándome la mano.
—Lo has conseguido —dijo la chica de la sudadera, quien resultó tener una amplia sonrisa que dejaba a la vista un diente torcido que le daba cierto encanto—. Aunque no creo que hayas aguantado hasta los finales, a no ser que ahora se hagan en marzo, claro.
—Que sí, Dana. No he aguantado todo el curso, así que ganas la apuesta. —Lucas se encogió de hombros—. Aunque como los vampiros me quitaron la cartera, me temo que tendrás que contentarte con una victoria moral.
—Por lo que parece no has olvidado traerte lo más importante. —Dana me tendió una mano. No me hacía ninguna gracia soltar la de Lucas, así que se la estreché con la izquierda—. Me llamo Dana. Lucas y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo. Tú debes de ser Bianca.
—¿De qué me conoces?
—Pero si no ha hablado de otra cosa durante todas las Navidades.
Dana se echó a reír. Miré a Lucas de soslayo y su tímida sonrisa me complació y, a pesar de encontrarme entre extraños, me hizo sentir segura de mí misma.
—Ah, ¿con que esta es tu joven dama? —El caballero de cabello gris nos regaló una amplia sonrisa—. Soy el señor Watanabe. Conozco a Lucas desde que era…
—Lo suficiente para avergonzarlo —lo interrumpió otra persona, un hombre alto y moreno con bigote. Me puso nerviosa aunque no supe definir por qué, y las cicatrices gemelas de la mejilla derecha le daban un aspecto un poco intimidante incluso cuando sonreía. Kate le pasó un brazo sobre los hombros al llegar junto a nosotros—. Me llamo Eduardo, soy el padrastro de Lucas.
—Ah, bien, hola. Es un placer.
Lucas nunca había mencionado que tuviera un padrastro. Por lo visto no le entusiasmaba la idea de tener que considerarlo un miembro más de la familia. La sonrisa de Lucas era poco convincente.
—Tuve que sacar a Bianca de allí. Sé que me he saltado el protocolo al hablarle de la Cruz Negra, pero confío en ella.
—Espero que Lucas no se haya equivocado contigo, Bianca —dijo Eduardo, entrecerrando los ojos y clavándolos en mí antes de mirar fijamente a Lucas. La amenaza era clara: por mi bien, más me valía que Lucas tuviera razón. Desvelar secretos no era algo que esa organización se tomara a la ligera, sobre todo Eduardo y Kate, quienes parecían ser los cabecillas—. Si queremos ponernos en marcha, tendremos que acelerar las explicaciones.
Todo el mundo empezó a bombardear a Lucas con preguntas sobre la huida intempestiva. A pesar de ser consciente de que yo también debía responder a sus cuestiones, aunque solo fuera para ayudar a Lucas con la historia que tendría que inventarse, algo me impedía concentrarme. Mi vida estaba cambiando en cuestión de segundos y me alejaba a tal velocidad de lo que había sido mi mundo hasta entonces que sentía una especie de bloqueo. Aunque no solo por eso. También percibía una especie de zumbido sordo del que era incapaz de establecer su procedencia; era como si el suelo vibrara suavemente. A pesar de que casi llevaba un día entero sin comer, tenía el estómago revuelto. En ese lugar ocurría algo, algo muy extraño.
Entonces, al mirar a un lado vi una silueta que se dibujaba en el yeso, más clara que el resto de la pared, donde durante años hubo colgado algo que había impedido el paso de la luz. Una cruz.
Demasiado tarde comprendí que no nos encontrábamos en un simple centro cívico abandonado. Siglos atrás, muchos de esos edificios también habían servido para otras funciones. Durante la semana eran lugares donde la comunidad se congregaba para debatir sus problemas, donde se interpretaban obras de teatro o incluso se celebraban juicios; pero los domingos esos edificios se convertían en iglesias.
Una iglesia… ¡qué horror! Los vampiros no ardían al tocar una cruz, como tanto les gustaba proclamar en las películas de terror, pero eso no significaba que se lo pasaran bien en las iglesias. Estaba un poco mareada y aparté la vista de la forma en cruz.
—¿Bianca? —Los dedos de Lucas me acariciaron la mejilla—. ¿Estás bien?
—No puedo quedarme aquí. ¿No hay otro sitio al que podamos ir?
—No puedes irte ahora, no es seguro. —Para mi sorpresa, fue Dana quien respondió—. Olvida a esos cabrones de Medianoche. La mala noticia ha llegado a la ciudad y ya tenemos suficientes problemas con ella.
Debería haber preguntado qué era esa «mala noticia», o podría haber fingido que conocía un lugar seguro al que ir, cualquier cosa, pero el zumbido que tenía metido en la cabeza era cada vez más intenso… La tierra consagrada me ordenaba que me fuera. Lo que estaba sintiendo apenas podía empezar a compararse con lo que mis padres experimentaban en las iglesias, pero era suficiente para aturdirme y debilitarme.
—¿Y si vuelvo al motel? No hemos devuelto la llave.
—¿Un motel? Madre de Dios. —El señor Watanabe parecía escandalizado—. Hoy en día crecen muy deprisa.
—Tendríamos que llevar a Bianca a un lugar seguro. —El duro tono de Kate convertía una mera sugerencia en una orden—. Debemos concentrarnos y sospecho que Lucas no podrá mientras ella esté aquí.
—Estoy bien. —Era evidente que Lucas había recibido el comentario de Kate como una crítica—. Bianca me ayuda a pensar con claridad. Estoy mejor cuando estoy con ella.
El señor Watanabe lo miró con una amplia sonrisa y yo lo habría imitado si no me hubiera superado la necesidad de salir de allí cuanto antes.
—No pasa nada —aseguré—. Puedes venir a buscarme después. Debería volver al motel.
Eduardo negó con la cabeza.
—Los vampiros podrían haberos seguido hasta allí. Deberíamos llevarte a un lugar seguro. ¿Qué me dices de tu casa?
La sola idea me cortó la respiración. Mi hogar —mis padres, mi telescopio, mi póster de Klimt, los discos antiguos e incluso la gárgola —me parecía el lugar más seguro del mundo y el más alejado de todos. Pocas veces me había sentido tan sola.
—No puedo volver allí.
—Si te preocupa lo que vas a decir, podemos ayudarte —insistió Kate, poco dispuesta a dar su brazo a torcer—. Solo tenemos que llevarte con tu familia. ¿Dónde están tus padres?
La puerta trasera se abrió de golpe y dio paso a la luz y el aire frío de la calle, que se colaron en la sala. Di un respingo, pero fui la única. Todos los miembros de la Cruz Negra, Lucas incluido, se pusieron inmediatamente en guardia, empuñando sus armas, para enfrentarse a los enemigos que habían aparecido en la puerta. Los vampiros.
Mis padres iban al frente.
—B
ianca! —gritaron al unísono mi padre y Lucas.
Ambos trataban de advertirme sobre el otro y me sentí como si estuviera dividida en dos. Los demás también empezaron a gritar; sus palabras se solapaban y el zumbido de mi cerebro mezclado con el pánico me impidió distinguir sus voces individualmente.
—¡Suéltala!
—¡Largo de aquí!
—Atrás o moriréis. No lo repito.
—Si le haces daño…
—Bianca. ¡Bianca! —gritó mi madre.
Me concentré exclusivamente en ella. Estaba en la entrada, tendiéndome la mano. La luz de la mañana irisaba su cabello acaramelado haciendo que pareciera rodeada por un halo.
—Ven aquí, vida mía. —Abrio tanto la mano que se le tensaron todos los músculos y tendones, tanto que tenía que dolerle—. Ven.
—Ella no va a ninguna parte. —Kate dio un paso al frente y se interpuso entre nosotras, con las manos en jarras. Había dejado uno de sus dedos sobre la empuñadura del cuchillo que llevaba en el cinturón—. Se acabó lo de seguir engañando a esta niña. De hecho, se acabó todo, punto.
—Tenéis diez segundos —les advirtió mi padre con voz ronca.
—¿Diez segundos para qué? ¿Para que tomes la casa por asalto y acabes con todos nosotros? —Kate extendió los brazos en un gesto que abarcaba toda la sala, incluyendo la silueta desdibujada de la cruz en la pared—. Eres más débil en la casa de Dios. Lo sabes tan bien como yo, así que adelante, entra, pónnoslo fácil.
A mi alrededor, todos los miembros de la Cruz Negra iban armados. Eduardo empuñaba un cuchillo enorme y Dana blandía un hacha como si estuviera acostumbrada a usarla. Incluso el pequeño señor Watanabe sostenía una estaca. ¿Cómo era posible que unas personas tan agradables pudieran transformarse en un instante en los asesinos de mis seres queridos? Vi el perfil de Balthazar en la puerta, detrás de mis padres. Él había aceptado mi rechazo con resignación, había seguido siendo mi amigo e incluso había arriesgado su vida para protegerme. Se merecía algo mejor que aquello. Igual que Lucas. A pesar de lo claro que lo veía, parecía invisible para los demás.
—No entraremos nosotros. —Torció el gesto en una extraña sonrisa; la nariz rota cambiaba su aspecto—. Seréis vosotros los que saldréis.
—Cuidado.
Lucas me puso una mano en el brazo, aunque no se había dirigido a mí. ¿Qué habría visto?
Acto seguido, Balthazar se descolgó un arco del hombro con movimientos precisos y apuntó con él, dándole el tiempo justo a mi madre para encender la punta de la saeta con un mechero plateado antes de que la flecha incendiaria saliera disparada y cruzara la habitación, una centella de luz y calor, para alcanzar la pared, que se prendió de inmediato.
Fuego. Una de las pocas cosas que podía acabar con nosotros, una de las pocas cosas que todos temíamos. Sin embargo, Balthazar siguió disparando una flecha tras otra al interior de la iglesia, sin apuntar directamente ni a nadie ni a nada en concreto, con la única intención de prenderle fuego al lugar, mientras los miembros de la Cruz Negra se agachaban e intentaban esquivarlas. Mi madre no se movió de su lado, creando la salva de fuego con su encendedor sin vacilar un solo instante. Uno de los proyectiles hizo añicos la lámpara de lo alto y envió esquirlas de cristal en todas direcciones; la punta ardiendo se hundió profundamente en el techo. A nuestro alrededor, la vieja y seca madera del centro cívico prendió de inmediato y el fuego empezó a extenderse. El humo, denso y oscuro, había comenzado a oscurecerlo todo.
—¡Corred! —gritó Kate, volviéndose hacia las amplias puertas delanteras, que el señor Watanabe ya estaba abriendo.
Sin embargo, alguien más los esperaba cuando acabaron de abrirlas: la señora Bethany, el profesor Iwerebon, el señor Yee y unos cuantos profesores más formaban una hilera sombría e imponente. Ninguno de ellos iba armado, aunque tampoco necesitaban de sus armas para que la amenaza fuera evidente.
—¡Esperad! —Dana se desprendió del hacha y cogió lo que parecía ser una enorme pistola de agua—. ¡Vamos a darles una buena ducha a esos cabrones!
—¿Agua bendita? —oí decir a la señora Bethany por encima del rugido de las llamas. No pude verla con claridad, sobre todo porque me escocían los ojos con tanto humo, pero imaginé sin esfuerzo el gesto irónico que debía de lucir su rostro—. No vale la pena. Podríais hundirnos en las pilas de todas las iglesias de la cristiandad y aun así no funcionaría.
—Apenas quedan curas que puedan bendecir el agua —convino Eduardo. Por el tono de su voz parecía estar divirtiéndose y eso era algo bastante perturbador—. La mayoría de los predicadores de la fe que sea no son verdaderos siervos de Dios, pero los hay… Como estáis a punto de comprobar.
Dana apretó el gatillo y envió un fuerte chorro de agua hacia los profesores. El señor Yee y el profesor Iwerebon retrocedieron de inmediato gritando de dolor como si los hubieran rociado con ácido.
—¡Así se hace! —aulló Kate.
Sin embargo, cuando Dana volvió a disparar, el siguiente chorro no alcanzó su destino. El aire estaba caldeándose tanto que el agua se evaporaba al instante.
Las vigas de madera del techo crujieron de manera alarmante. El profesor Iwerebon seguía gritando de dolor y el señor Watanabe tosía profusamente por culpa del humo. Las tablas del suelo estaban empezando a calentarse. Dejé de preguntarme qué bando caería y empecé a cuestionarme si no lo haríamos todos.
—¡Salgo! —grité—. ¡Voy a salir!
—¡No, Bianca! —La luz que desprendía el fuego bañaba el rostro de Lucas de rojo y dorado—. ¡No puedes irte!
—Si no me voy, moriréis. Todos. No puedo permitirlo.
Nuestras miradas se encontraron. Jamás había imaginado cómo sería tener que despedirse de Lucas, pues dicha despedida me habría parecido imposible. No solo formaba parte de mi vida, formaba parte de mí. Separarme de él era como cortarme una mano y tener que serrar tendones y huesos: sangriento, desgarrador, aterrador. Sin embargo, habría hecho cualquier cosa por Lucas y eso significaba que incluso podía hacer aquello.
—No —murmuró Lucas. Su voz apenas era audible por encima del rugido de las llamas. Los miembros de la Cruz Negra estaban reuniéndose en el centro de la sala para defenderse—. Tiene que haber otro modo.
Negué con la cabeza.
—No, no lo hay. Lo sabes igual que yo. Lucas, lo siento, lo siento mucho.
Lucas dio un paso hacia mí y estuve tentada de echarme en sus brazos y volver a abrazarlo al menos una última vez. Sin embargo, sabía que si lo hacía no podría irme nunca. Tenía que ser fuerte, por el bien de ambos.
—Te quiero —dije, antes de dar media vuelta y salir corriendo hacia mis padres.
La mano de mi padre se cerró sobre mi brazo al tiempo que mi madre y él tiraban de mí hacia fuera. La puerta se cerró detrás de nosotros.
—¡Bianca! —Mi madre me abrazó con fuerza y comprendí que lloraba. Su cuerpo se agitaba con cada sollozo—. Mi niña, mi niña, creíamos que no volveríamos a verte.
—Lo siento. —Yo también la abracé, sin soltar la mano de mi padre, cuya cara magullada y ojos oscuros veía por encima del hombro de mi madre. En vez de la furia o el rencor que hubiera esperado, solo descubrí alivio en su mirada—. Os quiero mucho a los dos.
—Cariño, ¿estás bien? —preguntó mi padre.
—Estoy bien, lo prometo. Dejadles ir, por favor. Hacedlo por mí. Dejadles ir.
Mis padres asintieron con la cabeza y si a Balthazar no le pareció bien, al menos no lo expresó en voz alta. Nos dirigimos hacia las puertas delanteras del centro cívico. El humo denso que escapaba por el tejado se alzaba en una gruesa y oscura columna ensortijada. Una transeúnte ya se había puesto a gritarle al teléfono móvil desde el coche, aparcado en la calle de enfrente. Los bomberos no tardarían en aparecer.
Los tres subimos a la acera todavía abrazados. Balthazar nos seguía muy de cerca. La señora Bethany se dirigió a nosotros sin perder tiempo, con sus largas faldas agitándose tras ella.