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Authors: Claudia Gray

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

Medianoche (32 page)

BOOK: Medianoche
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—Mi madre no suele dulcificar las cosas. Créeme. —Lucas soltó un suspiro—. Prepárate.

El autobús tomó una curva cerrada y los pasajeros se vieron zarandeados de un lado al otro. Vi que se acercaban las luces del paso a nivel a través de la cortina de lluvia y escudriñé en la oscuridad tratando de adivinar siluetas o algo en movimiento, cualquier señal de que la señora Bethany pudiera estar esperándonos.

Lucas inspiró hondo.

—Te quiero.

—Yo también te quiero.

Dos segundos más y el autobús pasó con estruendo bajo las barreras del paso a nivel. No ocurrió nada. Al final, la señora Bethany había conducido la expedición al pueblo.

—Lo hemos conseguido —susurré.

Me acogió en su pecho. Al tiempo que Lucas se relajaba sobre mi hombro, me di cuenta de lo cansado que estaba y de la presión a la que había estado sometido. Pasé los dedos por su cabello húmedo para tranquilizarlo. Ya habría tiempo para discutir luego, para hablar de Medianoche y de la Cruz Negra y de todo lo que nos separaba. Por el momento, lo único que importaba era que estábamos a salvo.

No había estado en Boston desde que era muy pequeña, por lo que recordaba muy vagamente qué era estar en una ciudad y no en el campo: ruido y basura, asfalto y señales de tráfico en vez de tierra y árboles, y luces por todas partes, tan potentes que conseguían ocultar las estrellas. Aunque me preparé para el inevitable ataque de pánico que me veía venir, ya era bastante tarde y estábamos rendidos cuando llegamos a nuestro destino, una zona en las afueras de la ciudad y, por lo que se veía, una de las más deprimidas. Sin embargo, no tenía miedo, solo estaba aturdida.

—Deberíamos pensar en lo que vamos a hacer esta noche. —Esas fueron las primeras palabras que Lucas me dijo cuando bajamos del autobús. Echamos a andar con las manos entrelazadas con fuerza, intentando evitar a la gente, de aspecto furtivo. Llevaban ropa que les iba demasiado grande, reían demasiado alto y miraban fijamente todos los coches que doblaban la esquina—. Nadie vendrá a recogernos hasta mañana por la mañana.

—¿A recogernos? ¿Quién va a venir a recogernos?

—Alguien de la Cruz Negra. Los llamé por teléfono cuando entré en la tienda de antigüedades y les dejé el mensaje de que me dirigía hacia aquí. Volveré a llamarles para decirles dónde pueden venir a recogernos cuando lo sepamos.

—No me gustaría seguir dando muchas vueltas por este barrio.

Miré de soslayo una ventanilla rota de un coche.

—Bianca, piensa. —Se detuvo en seco y, por primera vez en toda la noche, volví a reconocer al Lucas tenso de siempre—. ¿Quién crees que debería tener miedo? ¿Ellos o nosotros?

«¿Por qué iba a tenerme miedo esta gente?». Y la respuesta acudió a mí de repente, como si mi vida fuera un chiste y la respuesta el remate: «Porque soy un vampiro».

Empecé a reírme tontamente y Lucas se contagio. Cuando perdí el control y los ojos se me empezaron a llenar de lágrimas, me envolvió en sus brazos y me estrechó con fuerza.

«Soy un vampiro. Todo el mundo me tiene miedo. A mí. ¿Y Lucas? Es la única persona a la que temen los vampiros. Si toda esta gente de aspecto amenazador lo supiera… Saldrían corriendo para ponerse a salvo».

Cuando conseguí volver a respirar, me aparté un poco de Lucas e intenté evaluar nuestra situación con calma, aunque me resultó difícil pensar en algo que no fuera él y lo desamparados que estábamos. La luz fluorescente de las farolas absorbía el brillo dorado del cabello de Lucas, que solo parecía castaño, sin más. Tal vez el cansancio tuviera la culpa de su palidez y de su aspecto demacrado, por lo que no quería saber qué pinta tendría yo.

—Casi es medianoche. ¿Dónde vamos a dormir?

Se me encendieron las mejillas de inmediato al pensar en lo que había dicho: sonaba a una invitación a pasar la noche juntos. Aunque, ¿acaso no nos habíamos escapado? Tal vez para él fuera lo más normal del mundo asumir que acabaríamos acostándonos. Y quizá también lo habría sido para mí —además, no podía negar que en alguna ocasión había deseado estar con él hasta tal punto que no podía dormir —, pero esa noche, después de todo lo que había pasado, la perspectiva me hizo sentir violenta y me puso nerviosa.

Lucas pareció darse cuenta de nuestra delicada situación al mismo tiempo que yo.

—No llevo la tarjeta de crédito, creo que me la he olvidado con las prisas, y nos hemos gastado todo el dinero que llevaba suelto.

—Lo único que yo traigo es una linterna. —Las señales demasiado luminosas de algunas tiendas me hacían daño a los ojos—. Nos habría ido mejor con un tirachinas y unas galletas.

La tormenta que se había abatido sobre Riverton no había llegado hasta allí, así que no debíamos preocuparnos por mojarnos mientras seguíamos dando vueltas intentando pensar qué íbamos a hacer.

Estábamos tan empapados, cansados y desorientados, que disimulábamos muy mal cuando intentábamos comportarnos con naturalidad, dejando atrás casas de empeño y licorerías. Pasar la noche ovillados en bancos diferentes en un parque destartalado no era un panorama demasiado alentador.

Para tranquilizarme, me llevé la mano al jersey, justo por debajo de la clavícula, donde había prendido el broche aquella misma mañana, aunque era como si hiciera mil años. El broche seguía allí; sentí el frío de los bordes afilados de los pétalos azabache contra mis dedos.

En ese momento pasamos junto a una casa de empeños con tres círculos dorados de neón sobre la puerta, y comprendí lo que debía hacer.

—Bianca, no —protestó Lucas cuando tiré de él para entrar en la sórdida tiendecilla. Las estanterías estaban abarrotadas de trastos dejados al azar, cosas de las que la gente había tenido que desprenderse, como abrigos de piel de colores vistosos, gafas de sol de montura metálica y caros equipos electrónicos que probablemente eran robados—. Podemos volver a la estación de autobuses.

—No, no podemos. —Me desabroché el prendedor del jersey, intentando no mirarlo. El mínimo atisbo de las perfectas flores negras haría que me arrepintiera—. No se trata de estar cómodo o no, Lucas, se trata de estar a salvo y de encontrar un sitio donde poder hablar y…

«Y despedirnos», pensé, aunque no pude decirlo.

Lucas lo meditó unos segundos antes de asentir con un gesto.

Seguramente parecíamos dos almas en pena cuando nos acercamos al prestamista, pero al tendero no pareció importarle lo más mínimo, un hombre enjuto con camisa de poliéster que apenas reparó en nosotros.

—¿Qué es esto? ¿Es de plástico o algo así?

—Es auténtico —me apresuré a contestar—. Es azabache de Whitby.

—No sé de qué Whitby me hablas. —El prestamista tamborileó los dedos contra las hojas labradas—. Esto está bastante pasado de moda.

—Eso es porque es antiguo —dijo Lucas.

—Es lo que dicen todos —suspiró el prestamista—. Cien dólares. Lo tomas o lo dejas.

—¡Cien dólares! ¡Pero si cuesta el doble! —protesté.

Además, valía mucho más que el dinero. Lo había llevado prácticamente todos los días desde hacía meses como el símbolo material del amor que sentía por Lucas. ¿Cómo podía mirarlo con tanta frialdad?

—La gente no viene aquí porque les dan los mejores intereses, guapita; la gente viene aquí porque necesita pasta. ¿Quieres la pasta? Ya sabes la oferta, si no, no me hagas perder el tiempo, ya sabes dónde está la puerta.

Lucas estaba decidido a recuperar el broche en vez de desprenderse de él por una cantidad tan inferior a su precio real; lo sabía por la tensión de la mandíbula. Empezaba a darme cuenta de que Lucas solía hacer lo que más le seducía, aunque no fuera lo más acertado, y en nuestro caso quedarnos con el broche no era lo más acertado.

—Pues cien dólares —dije con resolución, tendiéndole la mano abierta.

A cambio de nuestro sacrificio, recibimos cinco billetes de veinte y un resguardo de papel con el que reclamar el broche más adelante, si por una de esas cosas dábamos con una fortuna en un par de días.

—Conseguiré el dinero —prometió Lucas al salir y dirigirnos al único motel que habíamos visto—. Lo recuperaré para ti.

—Cuando me regalaste el broche, me dijiste que eras rico. ¿Es verdad?

—Eh…

Enarqué una ceja.

—¿No mucho?

—Tengo acceso a los fondos de la Cruz Negra, y no están nada mal, pero se supone que debo utilizarlo para abastecerme. Para cosas necesarias. —Se encogió de hombros—. No joyas.

—Te metiste en líos por comprármelo.

Lucas se metió los puños en los bolsillos, de mal humor.

—Lo que vine a decirles es que trabajo para ellos, pero teniendo en cuenta que no recibo un salario o una paga por peligrosidad, en lo que a mí respecta, están en deuda conmigo. Y eso es lo que pienso decirles exactamente cuando les explique que voy a recuperar el broche. Porque el broche es tuyo, Bianca. Te pertenece y punto.

—Te creo —sujeté su cara entre mis manos—, pero eso no es lo más importante, ¿de acuerdo? Lo más importante es que estamos a salvo y que tenemos la oportunidad de resolver la situación.

—Sí. —Noté el calor que desprendía su cabello empapado y despeinado entre mis dedos cuando se lo retiré hacia atrás. Lucas cerró los ojos—. Busquemos un sitio donde pasar la noche.

Tuvimos que caminar un par de manzanas más antes de encontrar un hotel barato. En la recepción, una estancia pequeña que olía a cerveza y tabaco, Lucas pidió que le dieran una habitación con dos camas, lo que hizo que la recepcionista nos mirara divertida desde detrás de la pantalla antibalas. Intenté no pensar en el precioso broche que acababa de vender para pagar una noche en una habitación pequeña con una par de camas desvencijadas con colchas de lana azul oscuro y una única lamparita de noche de porcelana con la que vernos. A pesar de que ni nos rozamos al entrar a la habitación, de que ni siquiera nos dimos la mano, era muy consciente de que estábamos solos en un dormitorio. Lucas encendió la lamparita que había entre las camas, aunque eso no me relajó; al contrario, me descubrí muy interesada en cómo se le pegaba al cuerpo la camisa blanca empapada de agua. El algodón casi transparente perfilaba los músculos de su espalda.

—¿Quieres desnudarte en el cuarto de baño? —preguntó Lucas, con delicadeza—. Me meteré en la cama y apagaré la luz. Así no veré nada cuando salgas.

Me eché a reír, aliviada y nerviosa al mismo tiempo.

—Ahora tienes algunos de nuestros poderes y hay quien puede ver en la oscuridad.

—Yo, no. Lo juro —dijo, con una sonrisa torcida.

Entré en el diminuto cuarto de baño y me quité la ropa empapada de agua, prenda por prenda. Al menos la camiseta y la ropa interior estaban bastante secas. Me lavé la cara y me hice una trenza con el pelo húmedo y encrespado. Oí hablar a Lucas al otro lado de la puerta, brevemente, y luego que colgaba el teléfono. Estaba claro que acababa de dejar un mensaje para informar a la Cruz Negra de dónde podía encontrarnos.

Me miré en el espejo. No es que antes no le hubiera prestado atención a mi cuerpo, pero nunca me había mirado y me había preguntado cómo me vería otra persona. Y Lucas iba a verme en cualquier momento. ¿Me encontraría guapa? Descubrí que al menos yo me sentía así y que quería que Lucas me viera. Me pasé las manos por el vientre y luego por las caderas y los muslos, despertando a los sentidos de mi propio tacto. Y mientras tanto, Lucas estaba al otro lado de la puerta. Desvistiéndose. Esperándome.

El resquicio de luz que se colaba por debajo de la puerta del baño desapareció. Respiré hondo, apagué la luz y salí del lavabo. El débil resplandor de las luces de la ciudad, filtrado por la cortina, iluminaba nuestra habitación. Escudriñando entre la oscuridad, vi a Lucas en la penumbra. Había elegido la cama más alejada del baño y ya estaba bajo las mantas, aunque con un brazo fuera.

Inspiré profundamente un par de veces y luego me acerqué a la cama de Lucas. Él me miró, incrédulo, pero levantó la colcha para invitarme a entrar.

—Solo para dormir —dije en un susurro.

El corazón me latía desbocado y el hilo de voz que había usado me sonó extraño incluso a mí. Ardía por dentro, sentía calor hasta entre los dedos de las manos y los pies.

—Solo para dormir —prometió él.

No estaba segura de si creer a ninguno de los dos.

Me metí en su cama y Lucas nos cubrió a ambos con la manta. Descansé la cabeza sobre la almohada, a apenas unos centímetros de la suya. La cama era tan pequeña que era inevitable que nos tocáramos; mis piernas desnudas acariciaron las suyas, noté la tela tosca de sus calzoncillos contra mis muslos, y mis pechos quedaban lo bastante cerca para sentir el calor corporal que desprendía su torso desnudo.

Lucas no apartó la mirada de mí.

—Necesito saber que crees que estoy haciendo lo correcto.

Lo medité unos instantes.

—Creo que estás haciendo lo que crees que es correcto.

—Es más o menos lo mismo —dijo, cansado.

—Te quiero.

—Yo también te quiero.

En ese momento, deseé atraerlo hacia mí para perdernos el uno en el otro y olvidar todo lo demás. Me daba igual si estábamos a salvo, si volveríamos a vernos, incluso que hubiera sido mi primera vez. Sin embargo, antes de que pudiera dar el siguiente paso, Lucas encerró mis manos entre las suyas con la misma solemnidad de alguien a punto de ponerse a rezar.

—No podemos dejarnos llevar —murmuró.

Le ardía la mirada, como si no hubiera nada en el mundo que deseara más que dejarse llevar.

—¿Por qué no? —me atreví a decir, con voz temblorosa.

Sus manos se cerraron aún más sobre las mías y algo me sacudió por dentro como toda respuesta. Sin embargo, Lucas no se acercó para besarme.

—Porque no podemos —contestó, como si al tiempo que intentaba convencerme a mí también intentara convencerse a él—. Ahora mismo, ambos estamos demasiado cerca de convertirnos en vampiros. Si alguno de los dos pierde el control… Si lo hacemos ambos… Sabes que podría suceder, Bianca.

—¿Y eso sería tan malo?

—Sí, creo que sí. —Antes de enzarzarnos en una nueva discusión acerca de lo que los vampiros eran y dejaban de ser, quiénes eran los malos y quiénes los buenos, Lucas añadió—: Además, mañana vamos a reunimos con un grupo de cazadores de vampiros; tal vez no sea el mejor momento para transformarse en uno.

Vale, aquello tenía sentido, aunque eso no significaba que tuviera que gustarme.

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