Tal como había hecho en otras granjas, había esperado su oportunidad durante semanas, y ésta había llegado. Siguió cortando leña hasta perder de vista el coche de Louise, y acto seguido arrojó el hacha y se encaminó a la casa en busca de la niña. «Quizá sea fea —pensó—, y mayor que las niñas de las granjas anteriores, pero también demasiado estúpida para contarle nada a nadie.» Además, él ya estaba listo para irse, y se encontraría muy lejos cuando la madre hubiera vuelto. Subió los escalones del porche y abrió de golpe la puerta de la cocina. Polly seguía en la mesa, pintando.
—Ven aquí, pequeña —dijo el jornalero mientras se desabrochaba los pantalones—. Tengo algo para ti.
Cuando Louise llegó, le pareció extraño que el hombre no hubiera terminado de cortar la leña, pero en cuanto cruzó la puerta, supo que acababa de ocurrir algo terrible. La cocina estaba patas arriba, montones de cosas tiradas, sillas y platos rotos y desparramados por todas partes. Polly seguía sentada a la mesa, coloreando en el mismo sitio en que Louise la había dejado, desaliñada y con la cara toda mojada, balanceándose para delante y para atrás. Louise pegó un grito, soltó las bolsas de la tienda y corrió hacia su hija.
—Oh, Dios mío, ¿qué ha pasado?
Polly sólo repetía una y otra vez:
—Pupa, mamá.
Y luego señaló hacia el fregadero, al otro lado de la cocina. Louise miró y vio horrorizada a un hombre desnudo de cintura para abajo con un cubo de fregar en la cabeza, sentado y apoyado en la pared. Aterrada, Louise cogió al instante a Polly, la levantó de la silla y se precipitó con ella al dormitorio y cerró la puerta a su espalda. Quería llamar a alguien para pedir ayuda, pero el único teléfono se hallaba en la cocina, así que se sentó en la cama muerta de miedo y rezó para que el hombre no se levantara y echara la puerta abajo.
En ese mismo instante, su mejor amiga y vecina, Elner Shimfissle, tomaba el camino de entrada ignorando totalmente lo que acababa de suceder. Traía a Louise y Polly un pastel de pacana recién hecho antes de llevar los otros a la iglesia. Elner se apeó de la camioneta y abrió la puerta de la cocina llamando en voz alta:
—Eh, chicas, tengo un… —Y se paró en seco. Lo primero que vio fue un hombre desnudo sentado en el suelo con un cubo en la cabeza—. ¡Santo cielo! —exclamó dejando caer el pastel—. ¿Qué pasa aquí? ¡Louise! ¡Louise!
Louise la oyó y contestó:
—Oh, Elner, ayúdame, ayúdame.
Acto seguido, Elner corrió hacia el dormitorio dejando al hombre atrás. Louise la dejó entrar, y Elner vio que Polly tenía sangre en la cara. Inmediatamente ayudó a Louise a llevar a la niña al cuarto de baño para limpiarle los cortes en la cabeza y el labio, y luego intentó tranquilizar a su amiga para que le contara lo sucedido.
—¿Quién es el hombre desnudo?
—No lo sé.
—¿Qué está haciendo con un cubo en la cabeza?
—No lo sé —dijo Louise con voz desesperada—. Estaba ahí cuando he entrado…, no tenía que haberla dejado sola, es culpa mía.
Cuando Elner hubo captado la situación, dijo:
—Quédate aquí. Vuelvo enseguida.
—¡No vayas ahí! —chilló Louise—. ¡Es capaz de matarte!
—No si lo agarro yo primero —soltó Elner—. Sólo imaginarlo haciendo algo así…
Entonces miró alrededor en busca de algo macizo y cogió una lámpara.
—Cierra la puerta a mi espalda —dijo, y regresó a la cocina, lista para pelear.
Pero el hombre desnudo no se había movido del sitio. Aun así, Elner no corrió riesgos. Sabía que podía estar haciéndose el muerto y saltar de pronto sobre ella, así que agarró un rodillo de la encimera. Y ahora, provista de una lámpara y un rodillo, se acercó lentamente. Pero el hombre no se movió. Elner le dio un leve puntapié, y él cayó de lado con el cubo aún por sombrero y ahí se quedó inmóvil. Viendo que no había peligro, Elner alargó la mano y le quitó al hombre el cubo de la cabeza y comprobó que era el jornalero de Louise. Una imagen muy poco agradable de ver. No era de extrañar que Polly le hubiera puesto un balde en la cabeza. Elner quitó el mantel de la mesa de la cocina; no tenía ningún interés en mirar a un hombre desnudo, ni vivo ni muerto. Después de taparlo, se dirigió al dormitorio. Evidentemente, Polly había librado una dura pelea, porque no había sido violada, y a pesar de haber recibido una buena paliza, no había resultado excesivamente lastimada. Tras meterla ambas en la cama con su muñeca, Elner habló con tono tranquilo, sereno:
—Louise, cuando ya se haya dormido, ¿puedo hablar contigo en la cocina un momento?
Cuando Louise regresó a la cocina, aún le temblaba todo el cuerpo. Elner estaba sentada tranquilamente a la mesa, tomando una taza de café y comiéndose un trozo de su pastel de pacana.
—¿Sigue ahí?
—Oh, sí. —Elner hizo un gesto con la cabeza en dirección al hombre cubierto por el mantel rojiblanco—. Polly será retrasada, pero dispara bien, justo es decirlo. Le ha dado entre los ojos.
—¿Qué?
—Ahí tienes a tu jornalero —dijo Elner.
Louise miró hacia el cuerpo tapado.
—Oh, Dios mío, ¿está muerto?
—Eso, seguro. Supongo que él la apuntaría con el arma y ella de algún modo se la quitaría. —Elner señaló una pistola que había sobre la mesa, a su lado—. La he encontrado en el suelo, junto al fregadero.
Louise miró al arma y se quedó boquiabierta.
—¡Elner, esta arma es mía! ¿Crees que se ha disparado él solo?
—No es muy probable que se disparara entre los ojos, arrojara el arma al otro lado de la cocina y luego se pusiera el cubo en la cabeza.
—Entonces ¿quién ha disparado? —preguntó Louise.
—Diría, sin temor a equivocarme, que ha sido Polly.
—Pero, Elner… ¿Cómo se ha hecho con el arma?
—No lo sé. ¿Dónde la guardabas?
Louise se precipitó a la puerta de la despensa.
—Aquí. —Cuando Louise abrió la puerta, vio que dentro había latas y tarros rotos desparramados por todo el suelo—. La tenía justo aquí, en el segundo estante, detrás de las judías —dijo señalando.
Elner se puso en pie, se acercó y observó el desorden.
—No sé, Louise, seguramente ha corrido hasta aquí tratando de escapar de él, ha derribado el estante, ha cogido la pistola y ha apretado el gatillo. Quizás ha pensado que era de fulminantes. No sé.
—Oh, Dios mío. Hemos de llamar a la policía ahora mismo y decirle que alguien ha recibido un tiro.
Elner la miró y dijo:
—Podríamos hacer eso, pero esperemos un momento.
—Pero ¿y él?, quiero decir, ¿no debemos llamar enseguida?
—Oh, no te preocupes por él, no irá a ninguna parte —aseguró Elner, y entró en la despensa con Louise, cerró la puerta a su espalda y dijo—: Escucha, Louise, he estado pensando. Alguien podría considerar que se trata de un homicidio por el hecho de que el disparo ha sido entre los ojos.
—¡Homicidio! —exclamó Louise; luego bajó la voz y dijo—: Pero él ha intentado violarla. Ha sido defensa propia, un accidente. Polly no ha querido matarlo.
—Defensa propia o no, la policía hará un montón de preguntas, tal vez haya incluso un juicio, y saldrá todo en los periódicos. No querrás que la pobre Polly se vea arrastrada a todo eso, se moriría de miedo. Seguramente aún no entiende qué ha sucedido.
—Tienes razón, eso la aterrorizaría. —Louise empezó a retorcerse las manos enérgicamente—. Ya sé: ¡diré que he sido yo! He entrado, y al ver lo que él intentaba hacer, le he pegado un tiro.
—Louise, cariño, piensa. Encima no hay testigos —razonó Elner—. He visto esa clase de cosas en
Perry Mason;
y si algo sale mal, ¿quién se ocupará de Polly el resto de su vida? No querrás que acabe en ese espantoso hospicio público, ¿verdad? ¿Recuerdas cuando fuimos por allí? ¿Lo horrible que era?
—Sí, era horrible, y le prometí que nunca tendría que ir a un sitio así.
—¿Y todo lo que has tenido que pasar para tenerla en casa? Temo que si descubren que fue ella quien disparó sobre el hombre, te la quiten y la ingresen ahí para siempre.
Louise se echó a llorar.
—Estoy muy confusa. No sé qué hacer.
Elner abrió un poco la puerta y observó un instante el gran bulto que había debajo del mantel a cuadros rojos y blancos; luego cerró y se dirigió a su amiga:
—Mira, Louise, normalmente digo que todo el mundo merece un entierro digno, pero un hombre que intenta violar a una niña un poco retrasada, bueno, esto es otro cantar.
—Oh, Elner. No tengo ni idea de qué hacer.
—Ya lo sé, Louise, ahora escúchame. Sólo nosotras sabemos lo que ha pasado, y Polly no va a decir nada. A propósito: ¿quién es?
—Oh, por lo que sé, un simple trotamundos que buscaba trabajo. Ignoro incluso su apellido.
Elner lo miró otra vez. Concluyó:
—Bien, no parece un padre de familia ni que nadie lo vaya a echar en falta, y quién sabe si no hizo esto mismo antes o hubiera podido hacérselo en el futuro a cualquier otra chica.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Louise. Elner cerró la puerta. Veinte minutos después, las dos mujeres salían de la despensa con un plan.
En cuanto se puso el sol y Polly estuvo profundamente dormida, pasaron a la acción.
Unos diez minutos más tarde, Louise volvía a la cocina con todas las cosas del hombre en una talega.
—¿Lo has cogido todo? —preguntó Elner.
—Sí.
Entonces Elner se acercó, se inclinó y agarró al hombre de los brazos. Lo levantó apoyándolo en la encimera y luego se lo echó al hombro.
—Abre la puerta, Louise.
—¿Puedes llevarlo tú sola? ¿No quieres que te ayude?
—Cariño, soy una granjera grande y fuerte; abre la puerta…, y trae la pala.
Louise miró hacia la mesa.
—¿Enterramos también la pistola con él?
—Pero qué dices. Si alguien lo encuentra, mejor que no esté el arma. Déjala ahí, ya me desharé de ella más tarde.
Después de arrojar Elner al hombre en la parte de atrás de su camioneta y conducirlo a cierta distancia, donde ya terminaba el terreno de Louise, las dos mujeres se apearon y cavaron el agujero. Cuando hubieron acabado, Elner lo tiró adentro de lado, y volvieron a llenar el hoyo de tierra.
—¿Y si nos descubren? —inquirió Louise, nerviosa—. ¿Y si aparece alguien preguntando por él?
—Si alguien pregunta, dices simplemente que se marchó. No hace falta especificar que con los pies por delante.
Mientras regresaban a la granja, Elner dijo:
—Prométeme sólo una cosa, Louise.
—¿El qué?
—Que en adelante tendrás cuidado a la hora de contratar a alguien. A veces la gente se comporta bien, pero nunca se sabe.
Tal como solía decir Will, el esposo de Elner, «piensa lo que quieras, pero algunos días la suerte está de tu lado».
Al hallarse la granja de los Franks tan aislada en el campo, nadie oyó el disparo salvo algunos hombres que cazaban codornices a unos tres kilómetros de distancia. Pensaron que eran otros cazadores. Tampoco nadie preguntó por el jornalero, cuyo error fatal fue intentar arrastrar a Polly al dormitorio. Polly acaso fuera retrasada, pero ese día tenía muy claro que su madre le había dicho que no saliera nunca de la cocina si se hallaba sola, y no lo hizo. Por muy fuerte que tirara el hombre de ella, no iría. Había sido una suerte tremenda que, en el forcejeo en la despensa, el arma cayera justo a su lado. La pobre Polly no sabía la diferencia entre una pistola de fulminantes Roy Rogers y un arma de verdad, y apretó el gatillo. Otro golpe de suerte: disparó sobre alguien que no era muy querido, a quien en realidad ni siquiera echaría nadie de menos.
Aquella misma noche, después de ayudar a Louise a limpiar y ordenar un poco todo, Elner se llevó el arma a casa y la escondió en el gallinero. Pensó que si alguna vez alguien encontraba el cadáver, llamaría a la policía y confesaría que había sido ella y les mostraría el arma homicida. No quería ir a la cárcel, pero si eso servía para que la pobre Polly se quedara en casa con su madre, lo haría. Ahora que era viuda, sólo tenía un gato, y supuso que
Sonny
podría arreglarse sin ella mucho mejor que Polly sin su madre. Unos años después, cuando Elner vendió la granja, metió la pistola en el bolso y la llevó consigo a la ciudad, por si acaso.
A Elner Shimfissle se le había enseñado que todo pasa por algún motivo. Naturalmente, no podía saber eso en su momento, pero las repercusiones de su caída de la higuera resultaron ser numerosas y variadas.
Unos años después, Polly Franks murió de un ataque al corazón. Tras la muerte de su hija, Louise Franks vendió su granja de diez acres a una promotora inmobiliaria por una pequeña fortuna. Norma gestionó la venta. Louise lo vendió todo menos medio acre en el linde del terreno. A Norma eso le extrañó, pues Louise no iba a vivir allí, pero ésta se lo explicó:
—Norma, en ese lugar tengo enterrada una vieja y querida mascota, y simplemente no quiero que se construya nada encima.
Louise se trasladó a la ciudad y utilizó el dinero de la venta para fundar y dotar de personal a una escuela para discapacitados mentales a la que llamó Centro Elner Shimfissle.
Después de conocer a Elner, el doctor Bob Henson cambió su opinión sobre la gente y cada vez estuvo más contento con su trabajo.
Y, cosas del destino, un año después, Gus Shimmer, el abogado obsesionado con demandar, se desplomó en los juzgados víctima de un ataque cardíaco grave. Hubo que llevarlo corriendo al Hospital Caraway, y fue el doctor Bob Henson quien estuvo con él más de tres horas y le salvó literalmente la vida. El mismo doctor Henson al que habría demandado si Norma lo hubiera dejado.
No obstante, cuando Franklin Pixton averiguó que el doctor Henson había salvado la vida de Gus Shimmer justo en mitad de un pleito contra el hospital, no se alegró. «¿Dónde está la negligencia ahora?», se dijo a sí mismo, pensativo. Pero no tenía que preocuparse por Gus Shimmer. Después de que el doctor Henson le salvara la vida, Gus juró ante Dios no volver a llevar a los tribunales nunca más a ningún médico ni ningún hospital. No sólo Gus era un hombre nuevo, sino que su informante en Caraway también se marchó para siempre.
El enfermero que había estado informando a Gus, el mismo que había provocado que a Boots Carroll, la amiga de Ruby, la bajaran de categoría, finalmente llamó «zorra» a la mujer equivocada. La señora Betty Stevens, viuda muy rica y generosa —su marido había creado Johnny Cat, una de las mejores carnadas de gatitos—, estaba ingresada para una operación de vesícula y oyó casualmente a alguien a su espalda llamarla «esa vieja bruja rica». Teniendo en cuenta que había dado millones al fondo del hospital y que era amiga íntima de la esposa de Franklin Pixton, el enfermero fue despedido en el acto y Boots recuperó su antigua función de supervisora jefe. No es que la señora Betty Stevens pusiera objeciones a que la llamaran «rica» o «bruja». Lo que le molestó fue lo de «vieja». Al fin y al cabo, era todavía una atractiva mujer de sesenta y cuatro años.