Me muero por ir al cielo (24 page)

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Authors: Fannie Flagg

Tags: #Autoayuda

BOOK: Me muero por ir al cielo
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Al cabo de un rato, cuando Luther ya se había calmado y era capaz de hablar sin ponerse a llorar, Macky dijo:

—Luther, ¿vamos a dar un paseo?

—Claro, señor Warren.

—Permiso, señoras. —Mientras llevaba a Luther hacia un flanco de la casa, Macky dijo en tono bajo—: Quiero preguntarte algo, Luther. ¿Tú guardabas un arma en casa de Elner?

Luther pareció sorprendido.

—¿Un arma?

—Sí, un arma. No voy a denunciarte ni nada de eso. Sólo dime si tenías una pistola del calibre 38 en su casa.

—No, señor. Estoy en libertad condicional. No puedo tener ningún arma. Cogí una escopeta de la caravana de mi padre, pero la devolví.

—¿Lo juras ante Dios?

—Sí, señor. En la vida le haría eso a la señora Elner. Iba a casarme con Bobbie Jo Newberry porque la señora Elner así lo quería. La admiro muchísimo. ¡Nunca le daría un arma cargada!

Macky le creyó. Y si la pistola no era de Luther, ¿de quién era?

¡Cuestión de narices!

8h 3m de la mañana

A la mañana siguiente, cuando Norma se despertó, Macky ya se había ido a trabajar. Bostezó y fue al cuarto de baño, y mientras estaba leyendo el
Buenos días, soy Dios
se miró en el espejo. «¡Dios mío!» ¡Tenía la nariz llena de puntitos rojos brillantes! Oh, Señor. Bueno, pues ahí estaba. El día había llegado por fin: tenía cáncer de nariz. Se sentó al instante en el suelo para no golpearse la cabeza si se desmayaba. Oh, no, seguramente tendrían que extirparle la nariz entera. Iba a quedar desfigurada. «¿Por qué yo, Dios mío? ¿Por qué mi cara?», pensó Norma. En el instituto, Norma no tuvo jamás ni una pizca de acné, ni un bultito. Ahora recibía el castigo por ello. Se puso en pie y miró otra vez. ¡Todavía estaban ahí! No sólo perdería la nariz, sino que quizá necesitaría quimioterapia. ¡Adiós a todo el pelo! Oh, Dios. «Sé valiente», pensó. En momentos así procuraba acordarse de la pequeña Frieda Pushnick, que había nacido sin brazos ni piernas y durante toda su vida fue llevada a todas partes en una almohada; pero no servía de nada. Aterrada, llamó al dermatólogo, concertó una cita y se dirigió al salón de belleza. Entró de golpe.

—Tot, dame uno de esos Xanax. ¡A lo mejor tienen que extirparme la nariz!

Más tarde, mientras el doctor Steward le examinaba detenidamente la nariz con una lupa, Norma sintió ganas de vomitar.

—Dígame, señora Warren —dijo el médico—, ¿se ruboriza usted fácilmente?

—¿Qué? Oh, sí.

—Ajá —dijo el médico mientras a ella el corazón le latía con fuerza—. ¿Y sabe si tiene alguna alergia?

—No, aparte quizá de la comida china…, se me pone la cara caliente y colorada, pero…

El médico se volvió para lavarse las manos, y Norma se oyó a sí misma preguntar con voz áspera:

—¿Es cáncer, doctor?

El médico la miró.

—No, lo que tiene usted es rosácea.

—¿Qué?

—Rosácea. Es muy común entre los ingleses, los irlandeses y otras personas de piel clara. Ruborizarse con facilidad es uno de los síntomas.

—¿Ah, sí? Creía que simplemente era tímida o me azoraba. Y estos bultitos, ¿qué son?

—Le están saliendo granos.

—Pero ¿por qué?

—Puede ser por diversas causas…, el calor, el sol, el estrés. ¿Últimamente ha estado más estresada de lo habitual?

—Sí —contestó Norma—. Mi tía se cayó de un árbol y…, bueno, no entraré en detalles, pero sí.

Mientras se dirigía en coche a la farmacia, Norma se dio cuenta de que la imagen que tenía de sí misma era totalmente errónea. Cada vez que alguien contaba un chiste guarro o se sentía turbada, siempre pensaba que era por su timidez, pero resulta que desde el principio había sido una afección cutánea.

Mientras esperaba junto al mostrador a que le dieran el medicamento prescrito, Norma se fue convenciendo de que la preocupación por su tía le había provocado los sarpullidos de la nariz. A saber qué le pasaría a continuación. En un rincón observó el aparato para tomar la tensión arterial y estuvo en un tris de ir y comprobar si la suya se había disparado en la última semana, pero al final decidió que no. Si le había subido, no quería saberlo. Albergaba la esperanza de morirse de golpe, sin tener que pasar por un calvario de montones de pruebas, ni sufrir antes un trasplante de corazón o acabar en una silla de ruedas. Razón de más para que Elner ingresara en Los acres felices donde una serie de profesionales no le quitarían ojo de encima, y así Norma no tendría que preocuparse por ella hasta el fin de sus días. Esperaría a la Pascua y entonces hablaría seriamente con su tía.

—Aquí tienes, Norma —dijo Hattie Smith, prima del difunto marido de Dorothy Smith, Robert Smith. Aunque, claro, según la tía Elner, ahora Dorothy estaba casada con un hombre llamado Raymond—. Aplícate una capa fina en la nariz, dos veces al día, y ya verás qué bien va.

Cuando Norma se iba con su pomada, entró Irene Goodnight, que extendió las manos y le dijo a Hattie:

—Hattie, mira, ¿qué son, lunares o manchas de la edad?

—Son lunares, cariño.

—Ah, bueno —dijo Irene. Se dio la vuelta y se marchó, más contenta que al entrar.

Hattie había hecho un gran esfuerzo por no venderle nada, pero «qué diablos —pensó—, envejecer ya es bastante duro; lo que Irene no sepa no le hará daño».

No me hagáis preguntas

6h 47m de la mañana

Macky esperó que pasaran unos días antes de mencionarle a la tía Elner el tema del arma. A la cuarta mañana, ambos estaban sentados en el porche de atrás como de costumbre, observando la salida del sol, tomando café y hablando antes de que él fuera a trabajar.

—Anoche hubo una puesta de sol bellísima, Macky —estaba diciendo Elner—, y ahora cada vez es más tarde. Pronto podremos sentarnos fuera hasta las siete y media. Ayer, cuando entré en casa, eran poco más de las siete.

—Sí, el verano está cerca. —Luego la miró y dijo—: Tía Elner, ¿sabías que en tu cesto de la ropa sucia había un arma?

—¿Ah, sí? —dijo Elner con una voz de lo más inocente.

—Sí, sabes muy bien que sí, maldita sea.

Elner miró hacia el patio, donde el gato andaba con paso majestuoso.

—Me parece que
Sonny
está engordando, ¿no te parece? —dijo intentando cambiar de tema—. Míralo, si ya anda como un pato.

—Tía Elner —dijo Macky—, la has pifiado, así que mejor me dices de dónde la sacaste. Luther dice que suya no era. ¿Pertenecía al tío Will?

Ella se quedó en silencio un rato y luego dijo:

—Macky, sólo te digo que no me hagas preguntas, así no te diré mentiras.

—Tía Elner, esto es serio. Escucha, no le dije a Norma que era un arma de verdad, te encubrí.

—Gracias, eres un sol —dijo ella.

—No hay de qué, pero ahora debes ser sincera conmigo. He de saber de dónde salió esa arma.

—Todo lo que puedo decir es que no era de Will. —Alzó la vista al techo—. Tengo que pasar la escoba por estos rincones, mira qué telarañas.

—O sea, que no vas a decirme nada del arma —dijo Macky.

—Si pudiera lo haría, cariño.

—Muy bien, entonces dime que no has hecho nada que no debieras, que no has disparado sobre nadie, ¿vale?

Ella rompió a reír.

—Qué cosas tienes. Santo cielo.

—Bueno, viniera de donde viniera, ahora está bien lejos. Tiré la maldita cosa esa al río. Antes no me preocupaba mucho por lo que pudiera pasarte. Pero te quiero demasiado para correr el riesgo de que te lastimes o de que entre alguien, encuentre eso y te pegue un tiro.

Elner parecía apesadumbrada.

—¿En qué lugar del río?

—Da igual dónde, sólo prométeme que a partir de ahora te vas a mantener alejada de las armas.

—De acuerdo. Lo prometo —se resignó Elner.

Macky se sentía mal por haberse mostrado severo con ella, así que se acercó y le dio un beso.

—Muy bien, pues, olvidemos el asunto, ¿vale?

—Vale.

—Tengo que ir a trabajar. Te quiero.

—Yo también te quiero —dijo ella.

Ese día, Elner aprendió una lección que pocas personas en el mundo tenían el privilegio de asimilar de primera mano y después de los hechos. Cuando estás muerto, la gente te lo registra todo, así que si tienes algo que no quieres que encuentre nadie, ¡mejor deshazte de ello antes!

A Elner le fastidiaba no poder decirle a Macky lo que él quería saber, pero desde luego nunca había robado nada ni había matado a nadie. De acuerdo, quizás era culpable de ocultar pruebas a la policía, pero al cuerno. Además, algunas personas necesitan matar sin más. Se acordaba de cuando su esposo, Will, había tenido que matar a un zorro rabioso. Esto no alegra a nadie, te fastidia hacerlo, pero has de proteger tus gallinas, y puedes decir que ha sido en defensa propia hasta cansarte, pero a veces simplemente no funciona. De vez en cuando se preguntaba si lo volvería a hacer. Y la respuesta era siempre que sí, o sea que tenía la conciencia tranquila. Además, Raymond no había dicho una palabra al respecto, así que suponía que, en este punto, ella en casa estaba a salvo de las críticas.

Salón de belleza

8h 45m de la mañana

Cuando las cosas se calmaron un poco, Norma pudo volver a la regularidad de sus costumbres, y el miércoles por la mañana volvía a estar sentada en la silla del salón de belleza con su pelo hecho un moño y escuchando a Tot decir las mismas cosas que había estado diciendo una y otra vez durante los últimos veinte años.

—En serio, Norma, estoy hasta la coronilla de esos quejicas que dicen que la sociedad los convierte en delincuentes. Cuentos. Ser pobre no es excusa para robar a la gente. Yo era pobre, caray, y salí adelante sin ayuda de nadie; tú sabes de dónde vengo, Norma, de lo más bajo, y nunca me has visto ir a robar a nadie…, ya no hay vergüenza. Vienen y te cuentan tan tranquilos las trampas que hacen en su declaración de la renta, ¡y se sienten orgullosos de ello! Y cuando esos que saquean salen en la tele, sólo sonríen y saludan a la cámara. Y si les pillan, consiguen un abogado gratis, y esos asistentes sociales veletas dicen que son víctimas de la sociedad, buaaa, y no son responsables de su conducta. Y no me digas que no hay empleos. El que quiere trabajar trabaja. Dwayne Jr. dice que eso de trabajar no es para él. Se queda en casa cobrando la prestación mientras su hermana y yo nos deslomamos. Hasta su inútil y patético padre trabajaba. De acuerdo, sólo entre borracheras, pero al menos hacía un esfuerzo. —Tot dio una calada a su Pall Mall sin filtro—. Pobre James, a pesar de que me sacaba de quicio, me supo mal que acabara de aquel modo. La ultima vez que Darlene y yo supimos de él estaba viviendo en una especie de albergue para vagabundos. Murió un par de meses después en el salón, viendo reposiciones y concursos en la televisión. Concretamente
El precio justo
. Tuvo un mal principio y un mal final. No era el príncipe Carlos pero sí un ser humano, supongo, y para nada un quejica. Estoy muy harta de todos estos que se lamentan y refunfuñan continuamente sobre cosas ya pasadas, y reza a Dios si resulta que eres blanco, dices algo y enseguida alguien te salta a la yugular llamándote racista. La gente se ha vuelto tan susceptible, que hay que andar de puntillas todo el rato. Los partidarios de la corrección política acechan en cada esquina dispuestos a abalanzarse sobre uno… Un día nos harán cantar
Sueño con una Navidad multicolor
. En serio, me da miedo abrir la boca y expresar una opinión sincera.

«Ah, ojalá fuera verdad eso», pensó Norma mientras Tot proseguía con su diatriba semanal.

—Como aquella vez —continuó a modo de ejemplo— que una chica negra entró aquí buscando trabajo. Norma, tú sabes que no necesito a nadie, apenas me alcanza para pagarle a Darlene, y se lo dije, además con amabilidad, ¡e inmediatamente se puso a llamarme no sólo racista sino homófoba! ¿Cómo iba yo a saber que no era
ella
sino
él
? Recuerdo que cuando comenzó esta estupidez, todos los que tenían en casa una estatua de un jockey negro tuvieron que pintarla de blanco, ¿te acuerdas? —Norma asintió. Su madre se negó a pintar su jockey, y alguien le rompió la cabeza a la estatua. Tot continuó—. Si no pertenezco a una minoría, no es mi culpa. ¿Y qué pasa con mis derechos? No veo a nadie que me defienda. Pago mis impuestos y no espero que nadie se ocupe de mí. ¿Acaso me quejo?

«Todas las semanas», pensó Norma, pero no lo dijo.

—Total, que lo único que oyes en la televisión es lo malos que son los blancos. Sinceramente, Norma, no sé si soy racista o no. Espero que no, pero no sé porqué me molesto en preocuparme. Dicen que, en cualquier caso, en los próximos cinco años todos hablaremos español. Antes era blanco y negro, pero ahora parece que el mundo entero se ha vuelto de una especie de color marrón. A propósito, ¿has visto la bañera Madonna que la familia López tiene en el patio delantero?

—No. ¿Qué es una bañera Madonna?

Tot se puso a reír.

—Cogieron una vieja bañera con patas, la pusieron de lado y la enterraron en el suelo hasta la mitad. Luego pintaron el interior de azul y metieron una estatua de la Santísima Virgen.

Norma sintió vergüenza ajena.

—Oh, Dios mío, ¿en el patio?

—Sí —dijo Tot, que dio otra calada al cigarrillo—. Pero es bastante bonita, la verdad. Estos mexicanos tienen dotes artísticas, no sé, hay que reconocerlo. Su patio está como los chorros del oro.

Aquella tarde Norma pensó que tal vez Tot tenía razón. En el sureño Misuri las cosas estaban cambiando. Donde solía haber sobre todo suecos y alemanes, ahora llegaban cada vez más nacionalidades. Por la mañana, en el porche de la tía Elner, de la radio a todo volumen salía música mexicana al patio. La tía había sintonizado una nueva emisora en español de Poplar Springs.

—¿Cómo es que escuchas esto?

—¿El qué? —preguntó la tía.

—La emisora en español.

—¿Ah, es esto? No estaba segura, pensaba que quizás era polaco.

—No, cariño, es español.

—Bueno, sea lo que sea, me gusta. No sé lo que dicen, pero la música es realmente jovial y alegre, ¿no crees?

Gracias de parte de Cathy

2h 18m de la tarde

El enfermero que había informado a Gus Shimmer sobre el posible pleito contra el hospital se mostró muy decepcionado cuando éste le hizo saber que la sobrina de la señora no presentaría ninguna demanda. Esperaba sacar tajada del asunto. Pero se le ocurrió otro modo de capitalizar su información. Cogió el teléfono y llamó a un tabloide que pagaba por historias fuera de lo corriente, y él tenía una.

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