Como de costumbre, Artemio y sus hombres estuvieron en pie alrededor de las cuatro de la mañana. Bebieron unos mates en silencio en la cocina, una habitación amplia separada de la casa principal, y partieron hacia la zona de los corrales para conducir a los animales al rodeo y emprender las tareas. Artemio les informó que ese día se ocuparían también de los caballos, ubicados en un amplio potrero en muy mal estado. Don íñigo se había limitado a mantener los abrevaderos con agua y los comederos conforraje. Cerca de las once de la mañana, cuando se disponían a desayunar carne asada y mate, Artemio no se hallaba por ninguna parte. Calvú Manque se dirigió a su puesto, donde lo encontró afeitándose con su cuchillo frente a un pedazo de espejo en el cual se encontraron sus miradas.
—¿No vienes a comer? La carne 'tá casi lista.
—Tengo algo que hacer primero.
—¿Qué?
—Hablar con la señorita.
El indio guardó silencio mientras estudiaba a su amigo por el espejo. Notó que se había cambiado la camisa y que llevaba los calzones cribados sostenidos por una pretina llena de monedas de plata y el chiripá de lujoso tripe azul.
—Te queda grande esa china,
peni.
—No existe la china que no pueda ser conquistáa, Calvú.
—'Ta que só altanero. Sempre te ha gustao dar coces contra el aguijón.
—Naides es mejor que naides, Calvú —replicó Furia.
Antes de dirigirse a la casa, marchó al huerto, cortó unas ramas de romero, machacó las hojas entre sus dedos y las pasó por el bozo recién afeitado movido por un comentario de la libreta de Rafaela.
No creo que exista fragancia, más varonil que la del romero. Fabricaré un perfume con esta planta, y le agregaré algo de esencia de sándalo y de
Cananga odorata.
Será una fragancia maravillosa.
Entró en la cocina y le preguntó a Mencia, la mujer de Íñigo, dónde se hallaba la señorita Rafaela.
—'Tá en la habitación de al lao.
Se detuvo bajo el dintel al verla inclinada sobre una mesa enseñando a Mimita a darle forma a un pedazo de masa. Creóla lo vio, pero, por alguna razón, no denunció su presencia. Fue la niña quien lo descubrió. Rafaela levantó el rostro, todavía sonriente, y permaneció un instante muda y quieta ante el imperio de esa mirada.
—Señor Furia, es auspiciosa su llegada —acertó a decir—. Desde ayer, quiero hablar con usted —se iba acercando, y su perfume, esa estela sutil y femenina, ya familiar para él, que por momentos danzaba, bajo sus fosas nasales, se desvanecía un segundo después sumiéndolo en la decepción. Se encontró dando cortas inspiraciones para atraparlo de nuevo.
—Güenos días —saludó, y, al quitarse el sombrero de fieltro, agitó el aire en torno a él.
En su cercanía, a Rafaela la sorprendió un aroma fresco, a hierbas recién cortadas, distinto del olor que temía percibir. Apreció sus mandíbulas afeitadas y el cabello atado en una coleta. Sin tapujos, Artemio observó la figura de Rafaela Palafox y se detuvo en los detalles de su atuendo, muy sencillo, una saya de algodón azul sujeta por un pañuelo blanco, y un jubón de género liviano para la calurosa jornada. El pelo castaño iba recogido en dos trenzas que llegaban casi a la cintura.
—Adelante —lo invitó.
Al cruzar el umbral, Artemio se sintió envuelto en una intensidad de aromas que lo perturbó.
—¿A qué huele? —pensó en voz alta.
—A tantas cosas —contestó Rafaela—. A estoraque mayormente, puesto que ayer lo hemos extraído de su corteza. A melisa también —señaló el alambique—. Estamos destilando su aceite esencial. Y también a neroli, a bergamota, a semillas de alcaravea.
Artemio seguía el movimiento de sus labios con la boca entreabierta de deseo. Brillaban, como si les hubiese aplicado aceite. Quería morderlos, saborearlos, chuparlos, meterlos por completo dentro de su boca, aplacar la sequedad de los suyos en la generosa humedad de los de ella. Sus pechos le atrajeron la mirada; eran grandes y estaban ajustados bajo el jubón. Se imaginó aflojando los cordeles y liberándolos para que cayesen en sus manos. La esclava Creóla lo pilló con la vista en el escote de Rafaela, aunque su gesto, si bien serio, no lucía condenatorio.
—Señor Furia —Rafaela habló con acento amistoso—, ayer no tuve oportunidad para disculparme por mi imprudencia ni para agradecerle por haberme salvado de la estampida.
—Yo también quiero disculparme por mi enojo de ayer. E que tengo un caráter odioso —admitió.
—Hace honor a su apellido —acotó Rafaela, con una risita, y pensó que Furia se había ofendido debido a la mirada que le echó—. Discúlpeme.
—No hay náa que disculpar. En verdá, hago honor a mi apellido —quedaron atrapados en un silencio incómodo hasta que Artemio recordó—: Ayer volví a la barranca y encontré su libreta.
Una exclamación se deslizó entre los labios de Rafaela, al tiempo que se sonrojaba de dicha, sentimiento que se transformó en desasosiego al comprender que ese hombre, carente de honor y educación, podría haberla leído. Simuló estudiar la libreta porque no se atrevía a levantar la vista. "Es analfabeto", razonó, y ese pensamiento, en lugar de tranquilizarla, la entristeció.
El registro de donaciones
Apenas se hubo esparcido la noticia del arribo a Buenos Aires de Roger y Melody Blackraven, conde y condesa de Stoneville, junto con sus hijos, la casa en la calle de San José se llenó de visitantes, muchos de los cuales interrumpieron sus descansos en las quintas de localidades aledañas, debido a la importancia del acontecimiento. Al mismo tiempo, en la parte posterior de la casa, se congregaron esclavos y libertos para saludar al Ángel Negro, como apodaban a la señora condesa, su benefactora.
En las tertulias, Lupe Moreno y Pilar Montes, las mejores amigas de Melody, la acaparaban la mayor parte del tiempo, en tanto los comerciantes ingleses radicados en Buenos Aires monopolizaban la atención del conde de Stoneville, futuro duque de Guermeaux. Conocían su influencia en el Río de la Plata y en Londres y planeaban pedirle ayuda.
—Melody —dijo Lupe—, hace días que llegaste a Buenos Aires y aún no has ido al hospicio. Todos anhelan verte.
—Planeo ir mañana.
—Mi esposo —habló Pilarita— le extenderá una invitación al tuyo para que pasen unos días en nuestra quinta en San Isidro. Nosotros nos hemos quedado en la ciudad a la espera de vuestra llegada, pero las miasmas de la canícula porteña no son nada saludables y ya deseamos partir. ¡Quiera Dios que el conde acepte! Lupe, tú y tu familia están invitados también.
—Pensábamos pasar una temporada en Capilla del Señor —comentó Melody—, en
Bella Esmeralda,
la estancia de mi hermano Tommy. Hace años que no nos vemos. Deseo conocer a mi sobrino, que lleva el nombre de Jimmy.
—Podrían pasar unos días en San Isidro —insistió Pilar Montes— y luego seguir camino hacia Capilla del Señor.
—Suena una maravillosa idea —acordó Melody.
En otro sector del salón, Roger Blackraven concedía su atención a Alexander Mackinnon, el representante de los comerciantes británicos en el Río de la Plata.
—Verá, su excelencia, el virrey Cisneros, si bien ha prorrogado varías veces nuestra salida del puerto de Buenos Aires, nos ha dado como última fecha el próximo 18 de abril. Para nosotros es inaceptable. Necesitamos más tiempo para perfeccionar nuestro comercio en esta plaza.
—Entiendo —expresó Blackraven—. Dígame, Mackinnon, ¿cuál es la situación política de Cisneros?
—Muy comprometida, su excelencia. Las arcas del virreinato están vacías y el descontento de los nativos es cada vez mayor. La calamitosa situación de la España colabora para que el malestar adquiera ribetes revolucionarios —Blackraven levantó las cejas, simulando sorpresa—. Sí, su excelencia. Cisneros ni siquiera controla a la fuerza militar, prácticamente en manos de nativos. El coronel Saavedra, jefe del regimiento de Patricios, es el hombre poderoso en este momento.
Una vez despedidos los invitados, Blackraven se encerró en el despacho con su mano derecha, el turco Somar, y su espía en Buenos Aires, Zorrilla, que pintó un panorama bastante similar al expuesto por Mackinnon. Le contó también que el secretario del Consulado, Manuel Belgrano, lideraba un grupo que publicaba un periódico,
Correo de Comercio de Buenos Aires,
donde se ocupaban de instilar las ideas de independencia de manera velada. Seguían juntándose en la quinta de Mariano Orma, en la de Nicolás Rodríguez Peña o en la jabonería de Vieytes, ubicada en la esquina de las calles de Rosario y San Miguel, donde confabulaban contra Cisneros, a quien llamaban el Sordo, porque casi no contaba con ese sentido. Los criollos sostenían que, de acuerdo con lo expedido en la Real Cédula del rey Carlos V en 1519, ratificada en años posteriores, la América constituía un reino independiente de la España, y su vínculo se establecía sólo con el rey.
—Por ello —continuó Zorrilla—, Belgrano sostiene que las Indias Occidentales se incorporaron a la Corona y no al Reino. Por lo tanto, al no existir rey de la España en este momento, no hay vínculo alguno, ya que no reconocen al hermano de Bonaparte.
—¿Hablan abiertamente de independencia, entonces?
—No todos —admitió el espía—. Algunos prefieren formar Junta, como en Sevilla, en nombre de Fernando VII. Sucede que el coronel Saavedra, la voz cantante en el ejército, no es proclive a cortar lazos con la España, y sin él, nada se puede hacer.
—Ya veo —dijo Blackraven, mientras recordaba que el ejército le debía varios de los pagarés que Liniers había firmado en el año seis.
—Los comerciantes ingleses —prosiguió Zorrilla—, que se juntan en la pensión de doña Clara, la de la calle de Santo Cristo, han dado por llamar al grupo que conforman
Committee of British Merchants.
Tienen catalejos en la azotea con los que controlan el ingreso y la salida de los barcos. Están decididos a quedarse en Buenos Aires, y Cisneros se presenta como el mayor escollo.
—¿Quién es su representante legal ?
—El doctor Mariano Moreno. Su bufete ha ganado gran prestigio en estos años. Es un notario habilísimo.
A Blackraven complació la declaración. Conocía bien la inteligencia de Moreno, y también su carácter obsesivo y meticuloso y sus ideas rousseaunianas con tintes jacobinos. Despidió a Zorrilla luego de entregarle una suculenta paga y, en tanto Somar lo acompañaba a la puerta, sirvió brandy en dos copas. Al regresar, el turco cerró la puerta del despacho y tomó de manos de Blackraven la copa con brandy. Se acomodaron en el sillón y planearon las actividades del día siguiente.
—Eddie me ha confirmado que vendrá mañana, a primera hora —Somar se refería a Edward O'Maley, a cargo de la mayoría de los asuntos de Blackraven en el Río de la Plata—. Después iremos a
La Cruz del Sur.
Ha llegado una invitación del virrey para que lo visites en el Fuerte mañana por la tarde. ¿Envío la respuesta de aceptación?
—¿Y qué otra cosa nos queda por hacer? No desairaremos al virrey, ¿verdad? —se puso de pie y bebió el último trago de un golpe.
—El Sordo debe de estar intranquilo, contigo por sus costas.
—Hace bien en estarlo. Mañana te necesito para que acompañes a las mujeres al hospicio —somar asintió—. Buenas noches, amigo.
—Buenas noches, Roger.
Al día siguiente, terminado el desayuno, Melody y sus asistentes, Miora y Trinaghanta, en compañía de los niños, marcharon hacia los interiores de la casa para prepararse ya que visitarían el hospicio Martín de Porres, que Melody, Lupe Moreno y Pilar Montes habían fundado en el año seis en la zona cercana a la Plaza de Marte.
Blackraven, en tanto, se encerró en el despacho con Edward O'Maley. Se saludaron con un abrazo e intercambiaron preguntas de rigor. Eddie contaba con la absoluta confianza de Blackraven y era de los pocos que lo conocían en profundidad. Sabía, por ejemplo, que el conde de Stoneville formaba parte de la cúpula de una cofradía secreta llamada
The Southern Secret League
—La Liga Secreta del Sur—, con planes de independencia para la América Española.
—¿Qué sabes de Juan Martín de Pueyrredón? —se interesó Blackraven.
—Está en el exilio. Cuando regresó de la España, lo encarcelaron porque se decía que venía con ideas revolucionarias. Pero logró escapar. Uno de sus hombres lo ayudó. Ahora se encuentra en Río.
—¿Quién lo ayudó a huir?
—El mismo que le salvó la vida en Perdriel, un paisano, un gaucho, como lo llaman acá. Su nombre es Artemio Furia.
—¿Lo conoces?
—Sí, y muy bien. Es un hombre de cuidado, de esos que, en silencio y sin dar explicaciones, se ponen al mundo por montera.
—¿Sigue formando parte de la caballería de Pueyrredón?
—No. Luchó para expulsar a los ingleses, pero ahora se dedica a sus asuntos, que tienen que ver con el campo. Supongo que, si don Juan Martín se lo pidiese, volvería a luchar a su flanco. Pocas veces he visto un jinete tan hábil —Blackraven abrió grandes los ojos, impresionado por la afirmación de O'Maley—. Es un hombre peculiar, Roger, una especie de paladín de la justicia entre los peones y paisanos, que lo veneran dada su munificencia con el trabajo y el dinero. Además, se ha cargado a unos cuantos de mala fama, y eso le ha granjeado el respeto entre la peonada. Lo seguirían al mismo infierno. La campaña se levantaría en armas sólo con un chasquido de sus dedos.
—Debería conocerlo. Podría resultar de utilidad para mis planes.
O'Maley sacudió la cabeza, mientras fruncía los labios.
—No es un hombre que se pueda manejar. No reconoce autoridad ni moral. Es más bien solitario, aunque ande rodeado de sus hombres. Si él juzga que una asociación contigo es de su conveniencia, lo tendrás luchando a tu lado. De lo contrario, no.
—¿Tiene sangre india?
—En absoluto. Es rubio y de ojos celestes —por segunda vez, Blackraven expresó su asombro con un gesto—. Nada se sabe de él, ni de sus orígenes ni de su familia. De algo estoy seguro: es sajón, quizás irlandés o escocés. A veces conmigo habla el inglés, aunque con un fuerte acento, como si, en realidad, su lengua madre fuera el gaélico.
—Dices que se dedica a cuestiones relacionadas con la campaña.
—Así es. De hecho, es el principal proveedor de ganado de
La Cruz del Sur.
—¿Es adinerado?
—Estimo que sí, aunque no lo demuestra. Vive la vida errante de los gauchos, cuya fortuna se limita al recado y al caballo.