—É verdá, é muy trabajadora, no le teme a ensuciarse las manos. É bien guapa.
—Me la llevo, Calvú. A la niña también —después de una pausa, agregó—: Además, podría estar preñáa.
—¿Preñáa? Sempre te has cuidao de no...
—Con ella no,
peni.
—¡Ah, carajo que se te ha ablandao la sesera con esta china!
—Puede que sea —admitió.
—¿Cuándo nos iremos, Artemio?
—Nomá la haiga hablao.
Para Artemio Furia, que poseía un espíritu temerario y que, por convicción, jamás se permitía arredrarse o echarse atrás, la desazón en que lo sumía la posible negativa por parte de Rafaela y el miedo a enfrentarla le acentuaban el humor hosco y la cortedad de genio. En ocasiones cobraba ánimos, en especial cuando ella utilizaba locuciones como "para siempre" y "toda mi vida". ¿Cómo olvidar que, antes de entregarse a él por primera vez, le había confesado: "Lo amo, señor Furia, así como es usted, mal hablado, pendenciero, con argollas en la oreja, con un genio que hace honor a su apellido y hasta con olor a caballo"? Pero ahí no terminaba la cosa. El era eso, un mal hablado, un pendenciero, un gaucho, tenía argollas en la oreja (tantas como cristianos e infieles había despachado al otro mundo), y más aún. Sólo que ella no lo sabía. Al pedirle que huyese con él, le expondría la verdad completa, sin suavizarla. A su lado debería olvidarse de las prendas bonitas, de las tertulias y de las fiestas, de las orquestas y de los bailes, de las amigas y de la gente distinguida para vivir a su modo, como la mujer de un gaucho, con su gente y en su campito de Morón, en una casa que en nada semejaba a las lujosas residencias de Buenos Aires, o bien viajando largas distancias, porque él no se avendría a dejarla para que otro se la robara. Ella era su mayor tesoro.
Rafaela, que lo notaba taciturno, no se atrevía a preguntarle el motivo. Temía que admitiera que se había cansado de ella y que se largaría en poco tiempo para proseguir con su vida de paisano errante. Se quedó mirándolo dormir. A juzgar por el modo en que acababa de hacerle el amor, sus escrúpulos eran infundados. No obstante, persistían.
"¡Señor, qué criatura tan perfecta y hermosa has creado!", pensó, en tanto sus ojos vagaban por los lincamientos de su cara y por su cuerpo. Ella se hallaba sentada en el interior de la carreta, apoyada sobre los adrales cubiertos de cuero, mientras Artemio yacía de espaldas, la cabeza sobre sus piernas y las manos, de dedos largos y delgados, descansaban sobre un torso tan peludo que ella, cuando deseaba lamer sus tetillas, se abría paso entre la espesa mata rubia como el arado que amelga la tierra. Aunque de rostro curtido y oscuro, en aquellas partes donde el sol no lo tocaba, su piel era casi translúcida. Con delicadeza para no despertarlo, enredó los dedos en el vello de sus pectorales y probó la dureza de su carne, y se enorgulleció al concluir que se trataba de la consecuencia de su trabajo con las reses y los caballos. Pocas veces había visto tal despliegue de fuerza y pericia combinadas. Descendió hacia el ombligo. Sonrió al advertir que el miembro de Furia respondía a su caricia.
Al despertar, Artemio se encontró con los pechos de Rafaela columpiándose sobre su rostro. Un dije turquesa le colgaba del cuello. No controló el acento desconfiado y duro con que preguntó:
—¿Quién le ha dao eso? —y lo balanceó con el índice.
—¿Qué sucedería si le confesase que me lo ha obsequiado un hombre?
—Usté no querría saber.
—Sí, quiero saber. Dígamelo.
—Lo degollaría por haberse atrevió a darle algo a mi mujer —la aferró por los brazos y la atrajo hacia él. Le habló cerca de la boca—. Y después la mataría a usté por acetarlo.
—Ñuque —contestó ella—, me lo ha regalado Ñuque —lo besó en los labios para aplacarlo con la paciencia de una taurina, como habría apuntado tía Pola—. Cuando le conté que usted tenía los ojos de un turquesa similar al de su talismán, se lo quitó y me lo entregó. ¿Y estos anillos? —quiso saber a su vez, y levantó el tiento de cuero que Artemio jamás se quitaba.
—De mis padres —dijo, cortante.
Furia no había hablado de sus padres salvo para informarle que estaban muertos. Sin entrar en detalles y poniendo en claro que no le gustaba referirse al pasado, había mencionado sus años en el convento y la educación que el padre Ciríaco le había impartido. "Hablo como mi gente porque ansina me he acostumbrao dispués de tantos años y porqu'é con ellos que comparto la vida", le explicó, marcando el acento campestre a propósito, cuando ella le manifestó que la desconcertaba que se expresara de ese modo cuando podía emplear un perfecto castizo. "¿A usté le molesta?", la había cuestionado. "Usted bien sabe que no", había sido la contestación de Rafaela.
—¿Hace mucho tiempo que perdió a sus padres?
—Veinte años —dijo, reluctante.
—¿Murieron juntos? —Furia asintió—. ¿Cómo fue?
—Los desgraciaron.
Rafaela se quedó mirándolo. El instinto le marcó que no ahondara en la cuestión. Podía ver el sufrimiento que lo embargaba. Sintió tanto amor por él en ese momento que habría deseado que su dolor pasara a ella para librarlo de la carga.
Tomó el frasco con su perfume y se mojó detrás de las orejas, a lo largo del cuello y entre los pechos antes de inclinarse sobre su nariz y tentarlo. Ya había reparado en el poder que sus aromas ejercían sobre la voluntad del gaucho Furia. Él comenzó a olisquearla, de manera renuente al principio, con avidez creciente a medida que las manos de Rafaela se paseaban por su miembro y sus testículos de manera indolente.
—Huélame, señor Furia. Sé que es algo de mí que le gusta. Huélame hasta saciarse. Soy toda suya, señor Furia, con mis aromas y con todo lo que hay en mí.
Ante esas palabras, Artemio la tomó por los brazos y la apartó para mirarla con esa expresión inescrutable que le resultaba familiar, aunque turbadora.
—¡Dios mío, Rafaela! —exclamó, y Rafaela quedó perpleja porque sabía que él jamás usaba el nombre de Dios en vano, no tanto por respeto como por resentimiento y orgullo—. Usté, Rafaela, es l’único que no me hace perder por completo la fe en este mundo. Por usté sería capá de vivir otra vé tuito lo que he vivió. Por usté, Rafaela. Sólo por usté, mi Rafaela.
—Y yo, por usted, señor Furia, daría mi vida. Lo amo, señor Furia, como jamás he amado a nadie. Como nunca amaré a nadie. Lo sé. Sé que usted está grabado a fuego en mi corazón y que ya nadie podrá borrarlo de allí.
—Que naides me borre de su corazón —suplicó él, con feroz ansiedad—. Que naides se atreva a borrarme de su corazón.
Se incorporó para tumbarla sobre las mantas que cubrían las tablas de la carreta y la penetró lentamente, sin apartar la vista de ella. Rafaela Palafox componía la visión más maravillosa que él conocía, pero en el gozo, ella se convertía en un espectáculo sublime. Le robaba el aliento.
Días atrás, Rafaela había recibido una nota de su amiga Pilar Montes donde le informaba que Melody Blackraven, condesa de Stoneville, y ella deseaban visitarla en
Laguna Larga.
Proponía un día y una hora. Rafaela, emocionada, garabateó un "Sí, os espero con ansias" y le devolvió el papel doblado al mensajero.
Esa tarde, por fin conocería a la famosa Melody Blackraven, la mujer que por mucho tiempo se había encontrado en el centro de las hablillas de Buenos Aires. Su prima Cristiana, que la había conocido en casa de Rafaela del Pino, más conocida como la virreina vieja, aseguraba que "la negrófila", como la llamaba su madre, Clotilde, no era ni bella ni agraciada y que tenía la figura de un tonel. "Dicen que está en estado de buena esperanza", adujo Rafaela en aquella ocasión. "Pues le costará mucho recuperar su figura, si alguna vez la tuvo", profetizó su prima.
Como se trataba de una jornada agradable de principios de marzo, con el cielo diáfano, acomodaron una mesa y varias sillas en el patio principal, donde la brisa arrastraba el perfume de los muguetes que trepaban por las columnas de la galería. Rafaela echó un vistazo a su alrededor y quedó conforme con el resultado. La mesa, cubierta con un mantel blanco de hilo, reflejaba la alegría que anidaba en su corazón. Gracias a las provisiones compradas por el señor Furia en San Fernando de la Buena Vista, la habían colmado de manjares y bebidas. Del jardín de Rafaela, habían obtenido las flores del ciclamor y del naranjo amargo para decorarla. Incluso Rafaela se había acicalado para la ocasión, y creía que el jubón de muselina en un tenue amarillo y la basquina de bombasí en un tono verdemar le sentaban a su tez pálida y acentuaban el color de sus ojos. Se estudió en el espejo de su dormitorio y se vio hermosa, con una tonalidad saludable gracias al papel con polvo de cochinilla que Creóla le había pasado por los pómulos. Sus ojos lucían grandes y brillantes, en parte porque los había aclarado con té de manzanilla y también porque Creóla le había arqueado las pestañas apretándolas contra la parte cóncava de una cucharita caliente. Su tocado consistía en dos trenzas que le rodeaban la cabeza como coronas y en las cuales Peregrina había colocado pequeñas flores de muguete y de azahar. Se perfumó con prodigalidad y sonrió al imaginar la mueca de Furia ante ese festín de aromas. ¿Qué estaría haciendo en ese momento ? Se encontraría en el rodeo, o en el potrero con los caballos, o curando la herida de un toro o ayudando a parir a esa vaca que estaba a punto de reventar. Amaba verlo reconcentrado en sus labores. La pasmaba la pericia y el conocimiento con que se desempeñaba. Su vigor la volvía blanda de deseo. Esparció en sus labios el bálsamo con sabor a vainilla, mientras una idea que cobraba vigor la hacía sonreír como una bribona. "Esta noche", prometió.
Mimita lucía muy linda también, con su vestidito de tafetán rosa y sus chapines blancos. Rafaela la perfumó con una colonia almizclada, le ajustó el moño en cada trenza y la abrazó.
—Te quiero, Mimita —le dijo al oído, y percibió que las manitos de la niña se ajustaban en su espalda.
Cerca de las cuatro, Peregrina entró en el patio, sacudiendo los brazos y vociferando como una gallina clueca. La señora Pilarita y su amiga, la condesa, acababan de llegar. Rafaela, con Mimita de la mano y sus esclavas como escoltas, salió a recibirlas. Dos carruajes estacionaron frente al portón principal, y a Rafaela le dio la impresión de que nunca acababan de vaciarse. Muchos niños, varias mujeres y un hombre exótico, con turbante y aspecto amenazador, componían el grupo. Rafaela supo, apenas posó sus ojos en ella, quién era la condesa de Stoneville. "Ha recuperado la figura." Pilar Montes las presentó.
—Señorita Palafox —dijo, y tendió sus manos a Rafaela, que las tomó con incomodidad pues no se acostumbraba el contacto físico entre los porteños—. ¡Tenía tantos deseos de conocerla!
—Al igual que yo, señora condesa —admitió, con una corta reverencia.
—Nada de señora condesa. Llámeme Melody.
—Y vuesa merced, por favor, llámeme Rafaela.
Habituada al silencio y al orden, Rafaela se vio desbordada por las risas y los gritos de los niños. En medio de la algarabía, Melody realizó las presentaciones. Rafaela asentía con una sonrisa y no recordaba los nombres. La hechizaba la manera natural con que la condesa desplegaba su encanto y repartía su amor a todos. Pensó en tía Clotilde, en cómo habría desaprobado esos modos francos y abiertos, que implicaban muchos apretones de manos, besos y sonrisas, todo lo que ella detestaba, aunque concluyó que, si la condesa de Stoneville hubiese mostrado preferencia por conocer a su hija Cristiana en lugar de a ella, para tía Clotilde se habría constituido en el epítome del buen gusto y de la delicadeza, ya no la habría llamado "negrófila" y hasta habría desestimado que concediera el mismo trato a Pilar Montes, baronesa de Pontevedra, que a la tal Miora, una negra.
Ante el asombro de Rafaela, Melody se acuclilló frente a ella y tendió la mano hacia Mimita, que se ocultaba entre los pliegues de su basquiña, atemorizada por la invasión de niños y de ruidos disonantes.
—Tú debes de ser Mimita, ¿verdad? ¡Qué vestido tan bonito llevas! Y mira qué zapatos tan elegantes. Ella es Rosie, mi hija —la niña se aproximó con el paso vacilante del que recién empieza a caminar, y un paquete en la mano—. Vamos, Rosie, entrégale el regalo a Mimita. Esto es para ti, cariño —dijo Melody.
Una pelota se formó en la garganta de Rafaela y enseguida un escozor le ganó los ojos. Con disimulo, bajó la cara, sacó el pañuelo que llevaba bajo el puño y se secó las lágrimas que amenazaban con desbordar. Se acuclilló a su vez.
—¡Oh, señora condesa! No debería haberse molestado.
—Llámame Melody, por favor. Quienes me conocen saben cuánto me irrita que utilicen mi título para llamarme.
—Disculpe. Abre tu regalo, tesoro —Mimita rompió el papel de arroz que cubría la caja. Rafaela la abrió—. ¡Qué magnífica muñeca! ¡Mira, tesoro, que bonita es! Dile gracias a Melody. Vamos, dile "gra-cias".
Mimita, en cambio, se echó al cuello de la condesa y le dio un beso ruidoso y salivoso en la mejilla. Todos rieron, incluso el tal Somar.
Tomaron asiento en torno a la mesa. Creóla y Peregrina llenaron los vasos con horchata, hordiate y té de menta, y repartieron los dulces, masas y confites. Todos parecían disfrutar la tarde. Rafaela suspiró, complacida.
—Entiendo que eres muy hábil con las plantas y las flores —comentó Melody—. El señor Belgrano me aseguró que sabes tanto como el naturalista Haenke.
No supo qué responder. No sabía que Manuel Belgrano, amigo de Corina Bonmer, hubiera reparado en ella alguna vez.
—Manuel —terció Pilarita— te ha dicho la verdad, Melody. Tú misma has podido comprobar las dotes de nuestra querida Rafaela al ver el jardín del hospicio.
—No logro imaginar —dijo Melody— la belleza de tu jardín, Rafaela, si has conseguido que el nuestro luzca tan espléndido.
—En verdad, Melody, mi jardín, el de nuestra quinta en Buenos Aires —aclaró—, es mi orgullo. En primavera, cuando todas las plantas florecen a porfía, con tantos aromas y colores que se entremezclan, su exuberancia lo vuelve casi vulgar.
—Me han referido Pilar y Lupe que fabricas perfumes y afeites.
—Y también velas, jabones, pastillas para pebeteros y rosarios de pétalos de rosa. Los preparo con las flores y las plantas de mi propio jardín. Si gustan, las invito a conocer la habitación donde Creóla, Peregrina y yo fabricamos nuestros productos, aquí, en
La Larga.
Aunque debo admitir que es un taller precario. El de la ciudad es realmente muy completo.