—Habrá que tamizarla, pero parece que tenemos harina, al menos.
—Sí —intervino Bosendorfer—. Aunque carecemos de agua con la que mezclarla, gracias a Tauber.
—¡Mmmm! —dijo Zeismann, frotándose el abdomen plano—. Harina seca con bichos.
La hermana Willentrude negó con la cabeza.
—El nigromante casi nos ha derrotado en una sola noche —dijo—. Los murciélagos han matado a decenas de hombres, y el hambre y la sed acabarán con el resto. Es imposible que el castillo pueda continuar resistiendo.
Von Geldrecht le dirigió una mirada colérica.
—¡Tiene que resistir! Debemos defenderlo hasta que lleguen nuestros refuerzos.
—Pero ¿cómo? —preguntó la hermana—. Un hombre puede sobrevivir una semana sólo con galletas, aunque acabará tan débil como un niño, pero ¿una semana sin agua? imposible. Cuatro días, como máximo, y mucho menos si se ve obligado a luchar.
—Y nos veremos obligados a luchar —intervino Félix.
—¿No podéis rezarle a Shallya? —preguntó Bosendorfer, que tenía en una mano una manzana que se desintegraba—. ¿No podéis hacer que todo vuelva a estar sano?
—La comida está contaminada más allá de toda redención —replicó la hermana Willentrude—, pero las plegarias elevadas a Shallya podrían purificar un poco de agua, aunque no puedo decir cuánta.
—¿Y qué me decís de sacar agua del río? —preguntó Félix—. Seguro que el nigromante no puede haber envenenado todo el Reik.
—No tiene necesidad de hacerlo —suspiró Zeismann—. Estamos corriente abajo con respecto a los pantanos del Reik. Por debajo de esos fétidos pantanos, en muchos kilómetros, el agua no es apta para beber a menos que se la hierva.
—Pues empezad a hervirla —dijo Gotrek.
Von Geldrecht tragó saliva, con aspecto tan pálido y enfermo como el de uno de los defensores envenenados. Sus primeros momentos como comandante en funciones del castillo no habían sido muy prometedores.
—Sí —dijo—. Que comiencen a hervirla. Y haced correr entre los hombres la voz de que la comida también ha sido envenenada. Yo… iré a consultar con el graf. —Y dicho eso, dio media vuelta y salió cojeando de la bodega.
Cuando se hubo marchado, y Bosendorfer y Zeismann salieron para informar el resto del castillo sobre la comida estropeada, Kat echó a andar detrás de la hermana Willentrude.
—Hermana —dijo—, ¿podéis examinar la herida de Gotrek? Hay que limpiarla, o él podría morir.
La hermana se volvió y sonrió, paciente.
—Niña, debo comenzar las plegarias. El peligro con que nos enfrentamos es mayor que las heridas de un enano.
—Pero es que él no es sólo un enano —explicó Kat, con voz implorante—. Es un matador. ¿Quién más es lo bastante fuerte como para luchar contra el rey de los muertos si regresa?
Rodi soltó un bufido.
—Uno diría que ha luchado él sólo contra ese bastardo —murmuró por lo bajo.
Gotrek apretó los dientes.
—Te he dicho que lo olvides, pequeña.
Pero la hermana Willentrude tenía el ceño fruncido y estaba pensativa. Miró a Gotrek.
—Os vi luchando sobre la muralla,
herr
enano. Valéis, en efecto, tanto como veinte hombres. Pero ¿dónde está esa grave herida? Sólo veo un arañazo en vuestra pierna.
—Es eso —se apresuró a explicar Félix—. Se la hizo el hacha de Krell, que deja esquirlas venenosas que buscan el corazón y acaban por matar.
—Y es demasiado tarde para extraerlas —gruñó Gotrek, impaciente. Dio media vuelta y echó a andar para salir al patio de armas—. Los hay que tienen heridas peores, hermana. Atendedlos a ellos.
—No,
herr
Matador —dijo la hermana Willentrude en voz alta detrás de él—. Vos sois esencial para nuestras defensas. Por el bien del castillo, si no del vuestro, os pediré que me acompañéis.
Gotrek continuó andando, pero Kat le dio alcance y posó una mano sobre uno de los enormes brazos del enano.
—Por favor, Gotrek —dijo—, deja que lo intente.
Gotrek dio unos pasos más, pero al final se detuvo.
—Por ti, pequeña —dijo—, iré.
La hermana sonrió cuando se volvió hacia ella.
—Gracias,
herr
Matador. Seguidme.
Los condujo de vuelta a la enfermería, hablando por encima del hombro mientras caminaba.
—No es sólo por vuestra destreza guerrera que quiero manteneros entre los vivos. La gente de vuestro pueblo tiene la cabeza serena, y con el general Nordling muerto, vamos a necesitar a todos aquellos a quienes podamos echar mano, pienso yo.
Entraron en la enfermería, donde las iniciadas de la hermana Willentrude atendían las gimientes hileras de heridos, y la siguieron hasta un pequeño santuario de Shallya que había en la parte de atrás.
Le señaló un banco a Gotrek, mientras reunía pinzas, lupas, jarra y paño, y colocaba un taburete delante de él.
—El general Nordling dirigía bien el castillo —dijo con un suspiro—. Pero con él muerto y el graf convaleciente, sólo nos queda Von Geldrecht, y me temo que el viejo Goldie no está a la altura de la tarea.
La hermana tomó la jarra de agua y comenzó a rezar sobre ella, mientras Félix y Kat la observaban y los matadores esperaban en la puerta. Rodi seguía mascullando acerca de que Gotrek no había sido el único que había luchado contra Krell. La herida del Matador no era profunda, pero estaba sucia de pequeñas motas negras.
Al acabar la plegaria, la hermana Willentrude probó el agua y luego, satisfecha, la vertió en abundancia sobre la herida, que limpió con un paño. Las motas se hicieron menos numerosas, pero no desaparecieron. A continuación, tomó la lupa y las pinzas.
—Sí —dijo al mismo tiempo que presionaba la herida—, hay esquirlas que están muy clavadas en el músculo. Son muchas.
Gotrek permanecía sentado, estoico, con los dientes apretados, mientras ella cerraba las pinzas y tiraba de las esquirlas para arrancar una tras otra de la carne del enano, y las dejaba adheridas al paño.
—¿Así que el graf Reiklander está confinado en su cama? —preguntó Félix mientras ella trabajaba—. ¿Tan mal está?
La hermana Willentrude aspiró por la nariz.
—No lo sé. Lo vi una vez, el día en que regresó con los soldados, y estaba herido de gravedad, pero desde entonces la grafina Avelein no ha creído oportuno permitir que yo lo vea; sólo deja entrar a Tauber. Únicamente a él y a Von Geldrecht se les permite entrar en sus aposentos, y ellos no me dicen nada más que «su señoría está recuperándose».
—¿Es por ese motivo por el que Von Geldrecht no permite que cuelguen a Tauber? —preguntó Félix.
—Muy probablemente —replicó ella—. Desde que regresó el graf Reiklander, el comisario y el cirujano son como carne y uña. —Sacudió la cabeza con amargura mientras extraía otra esquirla—. Desearía que el graf estuviera ya recuperado, o que su hijo regresara de la Universidad de Altdorf. El graf era un comandante capaz, sabio y fuerte, y Dominic es un mozo de aguda inteligencia. Ninguno de ellos habría encerrado a Tauber por miedo a Bosendorfer. Habrían encerrado a Bosendorfer por insubordinación. Ahora yo tengo que hacer el doble de trabajo, como médica y hermana, y desperdiciar un tiempo que no tengo en rezar para obtener agua purificada. Espero que Von Geldrecht entre en razón. Asediados como estamos, no podremos sobrevivir durante mucho tiempo sin un cirujano.
—¿Es Tauber un buen cirujano? —preguntó Kat.
La hermana rió entre dientes sin levantar los ojos del trabajo.
—Tú has sentido el azote de su lengua, ¿verdad? Bueno, pues nunca ha sido de naturaleza cordial, y el hecho de haber ido al norte lo ha vuelto peor. Demasiados hombres murieron. Demasiados hombres a los que no pudo salvar. Eso lo amargó, pero no encontrarás un matasanos de mayor talento en todo el Imperio. Trata al mismísimo Karl Franz cuando veranea aquí.
Con un suspiro, se irguió y se secó la frente.
—Bueno, he eliminado todo lo que he podido ver —dijo—. Pero hay más. De eso estoy segura. —Se puso de pie y volvió al armario, de donde comenzó a sacar potes y frascos—. Prepararé una cataplasma que, Shallya mediante, extraerá más, pero ni siquiera sé si eso logrará hacerlas salir todas.
Gotrek se encogió de hombros, mientras ella se ponía a mezclar ingredientes en un cuenco.
—Siempre y cuando viva lo bastante como para volver a enfrentarme con Krell, no me importa.
—No creas que desistiré por eso, Gurnisson —dijo rodi—. Aún tendrás que llegar hasta él antes que yo, si lo quieres.
—No te preocupes, Balkisson —replicó Gotrek—. Llegaré.
Un espeso humo ascendía hacía el cielo rosado que anunciaba la salida del sol cuando Félix y Kat abandonaron con paso cansado el subterráneo de la torre del homenaje con los matadores. En medio del patio de armas ardía una pira de cadáveres decapitados, y el aire estaba cargado del olor empalagoso del cerdo asado. El padre Ulfram y su acólito se encontraban de pie ante la pira, salmodiando; el sacerdote ciego tenía el martillo de guerra sujeto con mano firme por encima de la cabeza, y el libro sagrado, sin abrir, apretado contra el pecho. En un círculo que rodeaba la pira, con la cabeza inclinada en silenciosa plegaria, se encontraban de pie los supervivientes de la guarnición del castillo, los caballeros, los hombres de Von Volgen, los sirvientes y los granjeros que habían buscado refugio pensando que el castillo los protegería.
En la primera fila, con la cara delineada por el nítido relieve oscilante conferido por el resplandor del fuego, estaban los varios comandantes y capitanes: Von Volgen, con nuevos vendajes que se sumaban al que le rodeaba el pecho; Von Geldrecht, apoyado en el bastón; Bosendorfer, mirando con ferocidad las llamas como si fueran los enemigos; Zeismann, mordiéndose el labio inferior y arrastrando los pies; Yaekel, el guardia fluvial, dormido de pie, y Draeger, que con los dedos pulgares metidos dentro del cinturón, daba la impresión de haber preferido estar en otra parte.
Muchos de los granjeros y sirvientes lloraban. Muchos más se limitaban a mirar con ojos fijos e inexpresivos, conmocionados por lo súbito y salvaje del ataque. Los caballeros y los soldados del castillo, veteranos de la guerra del norte, sólo parecían cansados y resignados. Félix conocía ese aspecto. Lo había visto muchas veces antes, en las caras de aquellos a cuyo lado había luchado durante todos los largos años pasados junto a Gotrek. La pérdida de camaradas en la batalla nunca era fácil, pero para el soldado profesional se trataba de un dolor al que estaba habituado y no le causaba ni conmoción ni enojo, sólo una cansada tristeza que relegaba dentro de sí en un sitio que no le permitiera interferir con su trabajo. Ya dejaría salir el dolor más tarde, cuando todo estuviera a salvo, y las válvulas de escape serían la bebida, las peleas, el ir de putas y el cantar a gritos. Pero ahora estaba oculto, y no se dejaría ver mientras persistiera la amenaza de más batallas.
Félix y Kat atravesaron el patio de armas hacia la pira, pero los matadores estaban hablando entre sí y no los siguieron. Félix hizo una pausa, preguntándose si aún estarían discutiendo sobre Krell, pero se trataba de algo por completo distinto.
—Presenta tus respetos, humano —dijo Gotrek—. Nosotros queremos echar un vistazo a estas murallas de las que se dice que están imbuidas de protecciones.
—«Duraderas» —se burló Rodi—. ¡Ah, sí!, tan duraderas como el honor de un elfo.
Félix asintió con la cabeza, y él y Kat se sumaron a la fúnebre reunión, mientras los enanos se alejaban pisando fuerte en la dirección contraria. Después de haber presenciado la riña entre Bosendorfer, Tauber y Von Geldrecht, Félix sentía un poco de envidia de la capacidad de los matadores para dejar a un lado sus animosidades y trabajar por el bien común. Sabía que Gotrek y Rodi aún estaban enfadaos el uno con el otro, pero no permitirían que eso interfiriera con lo que era importante. ¡Ojalá los humanos pudieran aprender esa habilidad!
Cuando concluyó la salmodia del padre Ulfram y todos hubieron murmurado un último «Sigmar nos guarde», la multitud se dispersó; los refugiados supervivientes volvieron a la tarea de retirar las tiendas quemadas, y los soldados del castillo comenzaron a reparar las defensas, pero los oficiales se reunieron en torno a Von Geldrecht y el padre Ulfram, que hablaban el uno con el otro en voz baja. Von Volgen también se reunió con ellos.
Félix se aproximó más, con Kat, deseoso de oír si el graf Reiklander le había dicho a Von Geldrecht que resistieran o se retiraran; pero era el padre Ulfram quien estaba hablando.
—No, no puedo estar seguro —dijo con voz temblorosa, pero me temo que tiene que serlo. En los libros de historia, siempre se los menciona juntos. Si el enano ha dicho la verdad, es contra Krell que luchó sobre las murallas, y en ese caso, el nigromante es quien yo temí que fuera desde el principio: Heinrich Kemmler, que ha levantado a Krell de un sueño de mil años para que le sirva de paladín.
El nombre parecía significar poco para la mayoría de los oficiales, y a Félix le despertaba vagos recuerdos de sus clases de la época universitaria, pero Von Volgen lo conocía.
—No puede ser Kemmler —dijo—. Fue muerto hace más de veinte años, en Bretonia.
—Puede que sí —replicó el sacerdote, que asintió con la cabeza—. Puede que sí, pero a menudo se exageran en gran manera las muertes de los nigromantes. Y si se trata de él, nos enfrentamos con una terrible amenaza. Terrible. Se decía de él que Kemmler era uno de los más grandes nigromantes desde Nagash, y que había derrotado a los más poderosos magísteres y sacerdotes de su época. Si ha regresado, puede que lleguen días oscuros para el Imperio. Días oscuros.
Zeismann resopló.
—¿Y eso es un cambio, queréis decir?
Von Geldrecht sonrió y le dio unas palmadas a Zeismann en un hombro.
—Gracias, capitán —dijo con forzada alegría—. Ese es el verdadero espíritu del Imperio. Conocer el nombre del enemigo no cambia nada. Nos hemos enfrentado con cosas peores antes y les hemos escupido a la cara. En este caso haremos lo mismo. —Se volvió a mirar a los otros—. Y ahora, caballeros, vuestros informes. ¿Bosendorfer?
Los hombres se miraron unos a otros, a todas luces faltos de confianza en el nuevo comandante, a pesar del empeño que éste ponía en intentarlo, o tal vez debido a eso.
—Diez hombres muertos, señor —dijo el espadón, al fin—. Cuatro a causa del veneno de Tauber.
El comisario tosió.