—Una muerte digna —dijo.
—Sí —asintió Rodi, que lo miraba con ferocidad—. Para mí, Gurnisson.
Gotrek se volvió hacia el matador más joven.
—Yo no te privé de la muerte en Tarnhalt, Balkisson. Dejaste caer el martillo por la misma razón que yo dejé caer mi hacha.
Rodi gruñó y se le acercó más.
—Tú me obligaste a hacerlo.
—Eras muy libre de desafiarme —le recordó Gotrek—, al igual que ayer eras muy libre de adentrarte en el bosque. Las manos de Rodi se cerraron para formar puños, y su cara, ya enrojecida, se tiñó de un bermellón oscuro. Gotrek se enfundó el hacha a la espalda y esperó, con las manos a los lados, sin apartar de la furiosa mirada de Rodi su único ojo desdeñoso.
—Snorri piensa que habría hallado su muerte esta noche —declaró Snorri mientras intentaba volver a trepar al parapeto, ayudado por Kat y Félix—, si un cobarde no lo hubiera empujado.
Gotrek y Rodi continuaron con la guerra de miradas durante unos cuantos segundos más, y la abandonaron para tomar de las manos al viejo matador.
—Has tenido suerte de que no fuera así —dijo Rodi.
El y Gotrek izaron a Snorri hasta lo alto de la muralla, y Félix dejó escapar un suspiro de alivio. Snorri no podía haberlo hecho a propósito, pero había intervenido justo en el momento adecuado. Lo último que el castillo Reikguard necesitaba en ese preciso momento era un par de matadores peleándose por las almenas.
—¡Enanos! —resolló Von Geldrecht, que avanzó, cojeando del brazo de un caballero, seguido por el padre Ulfram Y Danniken—. Enanos, os debo la vida, y os doy las gracias. Vosotros, más que nadie, habéis alejado de mí a ese espectro infernal y me habéis salvado de su hacha. Pero…, pero ¿no nos dijisteis que el jefe de la horda de no muertos era un anciano loco?
—Ese no era Hans el Ermitaño, mi señor —dijo Félix al mismo tiempo que se estremecía—. No sé quién o qué era ese espectro. No lo había visto nunca antes.
—Era Krell —declaró Gotrek.
Von Geldrecht parpadeó.
—¿Quién? ¿Quién es Krell?
—Krell el Vencedor de Fortalezas —informó Gotrek—. El Señor de los No Muertos.
—El Carnicero de Karak Ungor —añadió Rodi—. La Perdición de Karak-Varn.
—Cuyo nombre está escrito cien veces en el Libro de los Agravios —dijo Gotrek.
—El que odiaba tanto a la raza de los enanos que volvió de entre los muertos para vengarse de nosotros —añadió Rodi.
—Mi muerte —dijo Gotrek.
—Mi muerte —lo corrigió Rodi.
Gotrek miró al matador más joven, y le dedicó una sonrisa maliciosa.
—Muy bien podría serlo, barbanueva —dijo, y luego se limpió la sangre de la pierna herida y se miró la mano—. Pero a mí ya me ha matado.
Félix frunció el ceño, convencido de que no podía ser que hubiese oído correctamente lo que decía el Matador.
—¿Matarte? —preguntó—. Gotrek, es sólo un arañazo. Has sufrido heridas peores. Mucho peores.
—No, humano —replicó el Matador—. No es así.
Gotrek le enseñó la mano. La sangre que goteaba de sus gruesos dedos estaba salpicada de pequeñas motitas negras.
—El hacha de Krell deja tras de sí esquirlas de obsidiana que penetran hasta el corazón y provocan una muerte lenta. —Volvió a sonreír; fue una sonrisa ceñuda, fría—. He hallado mi muerte, al fin.
A Félix le dio un vuelco el corazón. Intentar asimilar aquello le provocaba vértigo. ¿Era posible que ya hubiera presenciado el fin de Gotrek sin saberlo? Parecía imposible. El matador no podía morir de un modo tan triste y carente de gloria.
—Gotrek —dijo al mismo tiempo que avanzaba un paso—, tienes que limpiarte esa herida. No puedes permitir que suceda eso.
—Por supuesto que no puede —dijo Von Geldrecht, avanzando con paso cojo—. Por las barbas de Sigmar,
herr
matador, tenéis que ver de inmediato a nuestro cirujano. ¡Esas esquirlas deben salir!
Gotrek volvió un ojo de fría expresión hacia el comisario.
—¿Es mi muerte lo que os preocupa, señor? ¿O la vuestra?
Rodi rió al oír eso, mientras que el rojo semblante de Von Geldrecht se ponía más rojo aún.
—Ciertamente, Matador, que sois una gran bendición para nuestras defensas —dijo—. Pero os equivocáis conmigo. Solo estoy preocupado por vuestro bienestar…
—El «bienestar» de un matador es asunto suyo —gruño Gotrek, y se encaminó hacia la escalera del patio de armas, con Rodi y Snorri detrás—. Y no tiene importancia. Las esquirlas ya están haciendo su trabajo. Ya no hay manera de sacarlas.
Félix tragó saliva y partió detrás del enano.
—Seguro que vale la pena intentarlo, Gotrek. El veneno no es muerte digna de un matador.
Gotrek lo despidió agitando una mano, y continuó.
—Déjame estar, humano. Necesito un trago.
Kat posó una mano sobre un brazo del Matador, y éste pasó de largo.
—Gotrek, por favor. Podría permitirte vivir durante el tiempo suficiente como para enfrentarte otra vez con ese Krell.
El Matador se detuvo y la miró durante un largo momento.
—Sí. Puede ser que sí —dijo al fin, y asintió con la cabeza—. Muy bien.
Cuando echaron a andar otra vez hacia la escalera, Félix le lanzó a Kat una mirada de alivio, y Von Geldrecht dejo escapar el aliento contenido.
—Gracias,
fraulein
—dijo, cojeando tras ellos—. Nos habéis hecho un gran servicio con esta…
Ella se detuvo.
—¡No lo he hecho por vosotros! —le gruñó a modo de respuesta.
Félix se volvió de espalda para que Von Geldrecht no lo viera sonreír ante su atónita expresión.
—Lo siento, Félix —dijo Kat—. Le importa un ardite el «bienestar» de Gotrek.
—No te disculpes —dijo Félix—. Yo habría hecho lo mismo, de haber tenido el valor necesario.
Rodi gruñó cuando comenzaron a cruzar el patio de armas en ruinas, hacia el subterráneo de la torre del homenaje.
—Dos mil años de agravios fueron tachados del libro cuando murió Krell —dijo.
Kat lo miró con asombro.
—¿Luchasteis contra él durante dos mil años?
—Sí —replicó Rodi—, desde que se consagró al Dios de la Sangre y fue contra nuestras fortalezas.
—Tanto Karak-Ungor como Karak-Varn sufrieron bajo su hacha, antes de que el cachorro Sigmar lo matara —dijo Gotrek.
—Y ahora está vivo otra vez —añadió Rodi, y escupió—. Todos esos agravios deberán ser reescritos en el libro como pendientes de venganza.
Gotrek asintió con la cabeza, con expresión distante en su único ojo.
—Sí, pero el matador que le dé una muerte auténtica y definitiva será recordado para siempre en los libros de historia.
—Sí —dijo Rodi, a la vez que se golpeaba el pecho con un puño—. Rodi Balkisson, Matador de Krell.
Gotrek le lanzó una mirada dura.
—Eso ya lo veremos.
—Snorri piensa que Snorri Muerdenarices, Matador de krell, queda mejor —dijo Snorri.
Rodi gruñó al oír esto, y Gotrek apretó los dientes; continuaron caminando en silencio. Félix sacudió la cabeza ante la manera de ser de los enanos. Herido por un hacha que parecía que iba a matarlo con total seguridad, y Gotrek aun se preocupaba por las fechorías cometidas contra sus ancestros miles de años antes; y por supuesto, por cómo seria recordado él mismo por los enanos que vinieran después. A veces daba la impresión de que los enanos vivían más en el pasado que en el presente.
Sin embargo, al continuar avanzando por el patio de armas, el árido sentido del humor de Félix se desvaneció, para ser reemplazado por la creciente sensación de que algo iba muy mal dentro del castillo. Los muertos y agonizantes yacían, por supuesto, por todas partes, y el aire estaba cargado por el hedor de las tiendas quemadas y la carne asada, pero había algo más, algo peor detrás de todo aquello, aunque no podía identificar de qué se trataba.
Caballeros, granjeros, lanceros, espadones, arcabuceros y guardias fluviales yacían donde habían muerto, con la cara y el cuello destrozados hasta ser amasijos rojos, y los huesos hechos pedazos por haber caído desde lo alto de las murallas. Había cadáveres ardiendo en medio de las humeantes tiendas, y golpeando contra el casco de las barcas del puerto, y los heridos parecían estar muy poco mejor, gritando y sollozando, con profundas marcas de garras en la espalda y las extremidades aplastadas y dobladas.
Los lanceros de Zeismann y los caballeros de Von Volgen ayudaban a los granjeros a recorrer la carnicería para apartar a los vivos a un lado y apilar los muertos al otro. Los aparceros lloraban lastimeramente cuando encontraban a sus seres queridos, y algunos no podían continuar. Una madre estrechaba contra el pecho a su hijo, de cuya garganta desgarrada manaba sangre que le empapaba la túnica. Una niña pequeña chillaba sin parar, llamando a sus padres.
También los hombres del castillo recogían a sus heridos y los llevaban en camillas al subterráneo de la torre del homenaje, mientras ellos gemían y se lamentaban.
Los lamentos.
Tal vez era eso.
Félix no sabía si se trataba de su imaginación, pero los gritos de los heridos parecían aún más agónicos de lo normal después de una batalla. Incluso la limpieza y la aplicación de ungüentos por parte de las iniciadas de Shallya y de los ayudantes del cirujano Tauber parecían causarles un dolor insoportable, como si los lavaran con fuego en lugar de agua, y la cosa empeoró cuando Félix y Kat siguieron a los matadores al interior del subterráneo de la torre del homenaje.
Los heridos yacían en el comedor y a lo largo del corredor que conducía a la enfermería, todos presa de dolor increíbles. Y también olían de manera extraña, el malsano hedor agrio del abandono que Félix asociaba con las superpobladas salas hospitalarias para pobres. Habría esperado ese olor si los soldados hubiesen permanecido tendidos allí durante semanas, pero no tan pronto. Sus heridas eran recientes, sufridas apenas minutos antes. El lugar debería haber olido a sangre y carne quemada, no a osario. Todavía no.
El capitán Zeismann se irguió tras dejar a un lancero sobre un camastro, y les dedicó a Félix, Kat y los matadores, un saludo cansado.
—Bien hecho, amigos —dijo—. Esta noche habéis obrado como héroes sobre esas murallas. Le habéis salvado el pellejo al viejo Goldie, es innegable.
—¿Goldie? —preguntó Félix.
—Von Geldrecht —aclaró Zeismann—. No es gran cosa, pero…
Lo interrumpió un rugido de furia procedente de la enfermería, seguido de inmediato por el estruendo de muebles derribados y acusaciones vociferadas.
—¡Asesino!
—¡Envenenador!
—¡Estáis confabulado con el nigromante!
—¡Intentáis convertirnos a todos en zombies!
—¡Por favor! —gritó una voz más aguda—. ¡Eso no tiene nada que ver conmigo!
Félix reconoció la voz de Tauber, tensa hasta el punto de quebrarse a causa del miedo.
—¡Ay!, ¿y ahora de qué va todo eso? —gimió Zeismann.
El capitán de lanceros se encaminó con prisa hacia la puerta de la enfermería, obstruida por caballeros y soldados de infantería que gritaban e intentaban entrar a la vez.
Félix, Kat y los matadores siguieron a Zeismann, que se puso a empujar y dar codazos al final de la aglomeración, al mismo tiempo que alzaba la voz hasta el volumen de un patio de maniobras para que lo oyeran.
—¡Atrás! ¡Atrás! ¿Qué sucede?
Los tres matadores embistieron para abrirse paso a través de la muchedumbre como si no estuviera allí, y Zeismann los siguió, agradecido, mientras que Félix y Kat cerraban la marcha.
En el interior, el capitán de espadones Bosendorfer y un semicírculo de hombres habían acorralado a Tauber y sus ayudantes en un rincón. Tauber se encogía ante ellos, con un escalpelo en la mano temblorosa. Sus ayudantes blandían taburetes, cubos y mochos. Allí olía peor que en el corredor.
—Puede ser que nos hayáis matado, traidor —dijo Bosendorfer—, pero os llevaremos con nosotros.
—Y también os cortaremos la cabeza —dijo un lancero—. No vais a reuniros con vuestros hermanos zombies.
—¡Eh, vamos! —intervino Zeismann—. ¿Qué pasa aquí?
—Yo no he envenenado a nadie —gritó Tauber—. ¡Tiene que ser alguna otra cosa! ¡Las garras de los murciélagos!
—Mentiroso, además de traidor —declaró Bosendorfer con una mueca de desprecio.
El capitán de espadones señaló a uno de sus hombres, que sudaba sobre un camastro como si se hallara dentro de un horno y se aferraba un brazo herido que brillaba a causa del pus verde que supuraba.
Pulcher fue herido por tejas de pizarra al caer. ¡Esos horrores no llegaron a tocarlo siquiera!
—¡Entonces, no sé qué es! —dijo Tauber—. Pero yo no tengo nada que ver con eso.
—Es lo que puede esperarse que digáis —dijo Bosendorfer al mismo tiempo que avanzaba—. ¡Apresadlo! Sacadlo al patio de armas, donde podré blandir bien el espadón. Y traed también a sus secuaces.
—¡Esperad, Bosendorfer! ¡Esperad! —gritó Zeismann, que se interpuso en el camino del espadón—. Sé que no os gusta el viejo Tauber, pero éstas son acusaciones graves. Llevemos el caso ante el general Nordling.
Bosendorfer empujó al lancero contra Félix.
—¡Manteneos fuera de esto, Zeismann! ¡No me superáis en rango!
El espadón cargó contra Tauber con la turba tras de sí, todos agitando los puños.
—Mala cosa —dijo Kat—. Gotrek lo necesita.
—Todos lo necesitamos —puntualizó Félix mientras ponía a Zeismann de pie.
Tal vez Tauber fuera un hombrecillo mezquino con unos modales de molusco, pero había curado a casi cien heridos el día anterior, y ninguno se había puesto enfermo, ni siquiera Kat después de que Félix lo hubiera amenazado. Cualesquiera que fuesen sus delitos, Félix dudaba de que el mal de ese momento fuese uno de ellos.
Sujetó a Bosendorfer por un brazo cuando éste comenzó a arrastrar a Tauber fuera de la habitación.
—¡Esperad, capitán! ¿De verdad vais a matar al único hombre que puede curaros?
—Sí —añadió Zeismann, que se situó a su lado—. ¿Sois tonto?
Bosendorfer los miró con furia desde su impresionante estatura, y pareció que iba a empujarlos hacia un lado, pero los matadores se situaron junto a ellos y el espadón se limitó a gruñir.
—No está curándonos —dijo—. ¡Está asesinándonos, como hacía en el norte!
—El no asesinó a nadie en el norte, Bosendorfer —lo contradijo Zeismann con exasperación—. Todo eso quedó aclarado. Fue sólo que no los pudo salvar a todos. Ya lo sabéis.