El goblin resbaló sobre unos guijarros sueltos y cayó de cara al suelo cuando llegaba a la cúspide de la pendiente. Félix acortaba distancias con rapidez. La criatura se levantó y se lanzó por encima de la cresta. Félix saltó tras él y lo derribó. Rodaron por la ladera opuesta en un enredo de brazos y piernas, y se detuvieron bruscamente en la base; la criatura estaba sobre Félix. El goblin alzó la dentada espada corta para clavársela, pero el humano se lo quitó de encima del pecho con un golpe del brazo libre. Rodó para invertir la posición y descargó un tajo con la espada. El acero penetró en el cráneo del goblin, que sufrió un espasmo y se quedó inmóvil.
Félix se dejó caer hacia un lado y, tendido, apoyó una mejilla sobre la roca fría, jadeando y mirando con ferocidad a la criatura muerta que yacía a su lado.
—Al fin te pillé, inmundo…
Un enorme pie con bota de piel apareció en su campo visual. Alzó la mirada. Un orco enorme, ataviado con trozos dispares de armadura, lo contemplaba desde lo alto. Había otros veinte detrás de él.
El orco descargó una descomunal hacha a dos manos hacia Félix, que chilló y rodó sobre sí mismo. Quedó ensordecido por el estruendo del hacha, que se clavó en el suelo, a medio palmo de su hombro, y le atravesó la capa. Félix se puso en pie de un salto y la capa, atrapada, casi lo estranguló antes de rasgarse y dejarlo libre. Otro orco le lanzó un tajo. Él se apartó a un lado y echó a correr, tropezando y dando traspiés, por donde había venido.
Los orcos corrieron tras él, en inquietante silencio. Félix corrió hacia la grieta oscura, donde derrapó al borde del abismo al girar hacia los estrechos confines del paso rocoso. Oía los pesados pasos de los orcos detrás de él, y le llegó un bramido que se apagó lentamente cuando uno de ellos perdió pie y cayó a las profundidades. El resto continuó la persecución, sin dedicarle una sola mirada al camarada perdido.
Félix sintió una punzada en un costado mientras corría por el estrecho pasadizo empinado; jadeaba entrecortadamente. Ya se sentía agitado cuando había atrapado al goblin, pero entonces le parecía que iba a morirse. Tenía ganas de detenerse y vomitar; sin embargo, los orcos estaban tan cerca que podía oírlos respirar y percibía su rancio olor animal. El suelo se estremecía con los pesados pasos de los monstruos.
La luz procedente del campo nevado relumbraba como un faro de esperanza en lo alto del umbrío paso. Parecía encontrarse a cien leguas de distancia. Resbaló en una roca suelta, y esa vez sí que se torció un tobillo; el dolor resultó espantoso. Gritó y estuvo a punto de caer. Un objeto de acero silbó detrás de él surcando el aire, y una hacha rebotó contra la roca, junto a su cabeza.
Continuó adelante, aunque el tobillo le causaba un dolor agónico a cada paso. No podía darse el lujo de caminar con cuidado; simplemente apoyaba el pie con fuerza y soportaba el dolor lo mejor posible. Al fin, a punto de desmayarse, llegó a lo alto del paso, apenas por delante de los orcos, y se precipitó hacia el campo nevado. Una enorme cuchilla le golpeó de soslayo un hombro protegido por las placas de acero y lo derribó de cara al suelo cuan largo era. Comenzó a deslizarse por la nevada pendiente, hacia el precipicio.
Los enanos marchaban cuesta arriba; los goblins, muertos, habían quedado atrás. Aprestaron las armas cuando lo vieron correr hacia ellos, al mismo tiempo que miraban más allá con expresiones de ansiosa expectación. Gotrek se separó de los otros, y Félix se le estrelló contra las rodillas. El Matador lo levantó.
—Eh… —dijo Félix mientras se exploraba el hombro dolorido. El orco había conseguido cortar el cuero y arrancar algunas de las placas metálicas, pero no había sangre—. He matado al goblin.
—Bien —gruñó Gotrek, y pasó de largo a la vez que alzaba el hacha.
Los orcos estaban desplegándose en un semicírculo perfecto y marchaban en buena formación, con las armas preparadas. Félix se estremeció al verlo.
—No son orcos —dijo Sketti, inquieto, como un eco de los pensamientos de Félix—. No pueden serlo. Son otra cosa envuelta en piel verde.
—¿Elfos, tal vez? —preguntó Narin con una sonrisa presumida.
Druric miró por encima del hombro, ladera abajo.
—Tienen intención de mantenernos delante de ellos. Quieren arrojarnos por el precipicio.
—Que lo intenten —dijo Barbadecuero.
El jefe de los orcos farfulló una orden, y los demás cargaron sin pronunciar una sola palabra. Los enanos afianzaron los pies en el suelo y recibieron el ataque como un inamovible muro de acero afilado. Gotrek bloqueó el primer golpe del jefe, le partió el hacha de guerra con el tajo de respuesta, y luego le cercenó limpiamente las piernas. Otros dos saltaron a ocupar su lugar.
Narin y Druric luchaban espalda con espalda dentro de un círculo formado por tres orcos. Barbadecuero pasaba por encima de un orco muerto para llegar hasta otro, con dos goteantes hachas de doble filo en las enormes manos. Sketti Manomartillo y el viejo Matrak luchaban contra un orco que blandía una maza de hierro del mismo tamaño y forma que un batidor de mantequilla. Thorgig y Kagrin hicieron pedazos a uno con las hachas, y se volvieron para enfrentarse con otros dos.
Félix luchaba con un bruto de barriga de barril, cuya cabeza parecía una calabaza verde. «
Es extraño
—pensó mientras esquivaba un tajo de hacha y erraba uno con la espada—.
Aunque han mejorado mucho la táctica y su furia parece contenida, los extraños orcos continúan luchando como orcos, asestando golpes amplios y torpes que si bien pueden asolar un edificio si impactan, lo más frecuente es que yerren. ¿Por qué ha cambiado un aspecto, y el otro, no? ¿Y qué los ha cambiado, para empezar?
» Luego, descargó torpemente el peso sobre el tobillo torcido, y todo pensamiento abandonó su mente ante un torrente de dolor.
El orco vio que se tambaleaba y lo acometió. Félix se lanzó hacia un lado y le clavó la espada entre las costillas, pero en ese momento volvió a descargar el peso sobre el tobillo lesionado. El orco se desplomó, y Félix estuvo a punto de hacer otro tanto, ya que el mundo se desvanecía intermitentemente ante sus ojos. Lo atacó otro orco, éste nervudo y alto. Félix gimió. No estaba preparado. Bloqueó la acometida y retrocedió, ya muy cojo.
La mitad de los orcos estaban muertos y aún no había caído un solo enano, pero por puro peso y superioridad numérica, los pieles verdes habían obligado a los robustos guerreros a retroceder casi hasta la franja de hielo negro que cubría el borde del precipicio. Gotrek mató a otro orco, que se deslizó ladera abajo y cayó, girando en silencio, al vacío.
Félix retrocedió otro paso. El pie lesionado resbaló hacia atrás sobre el hielo, e hincó la rodilla sobre la suave superficie con un fuerte golpe. La visión se le tornó negra y roja. Estaba deslizándose hacia atrás. El orco alto arremetió, ansioso por acabar con él, pero acabó bruscamente sentado cuando los pies le resbalaron y salieron disparados hacia adelante. Félix se agarró al cinturón del piel verde, más para no caerse que para atacarlo, y arrastró al orco hacia el borde. El monstruo intentó inútilmente aferrarse al duro hielo con las gruesas uñas amarillas, y cayó al precipicio.
Félix se estremeció, horrorizado, y luego gateó de vuelta a la nieve, con gran precaución, siseando de dolor, mientras la batalla continuaba a su alrededor.
A la derecha, Narin derribó a un orco al patearle una pierna, y luego le descargó un golpe en la cara antes de que cayera al vacío. A la izquierda, Thorgig retrocedió de un salto para esquivar un tajo de cuchilla y tropezó con el cadáver de un orco que tenía detrás. Cayó de espaldas sobre el hielo y comenzó a deslizarse de cabeza hacia el precipicio.
—¡Thorgig! —rugió Kagrin, que avanzó un paso, y también resbaló. Se aferró a una roca mientras observaba cómo su amigo se acercaba peligrosamente al vacío.
Thorgig se recuperó en el último instante y descargó un tajo con el hacha larga. El engarfiado acero de la hoja se clavó en el hielo y resistió. Se detuvo, aferrado con una mano al extremo del mango del hacha y los pies colgando fuera del borde.
El orco de Thorgig acometió a Kagrin, que aún estaba sujeto a la roca. Kagrin le abrió un tajo en una corva con el hacha de mano, y la pierna del orco cedió. Cayó de lado, con un gruñido, se deslizó por el hielo entre contorsiones y pataleos, y estuvo muy a punto de arrastrar a Thorgig al precipitarse al abismo.
—¡Sujétate bien, Thorgig! —gritó Kagrin mientras revolvía frenéticamente la mochila y sacaba la cuerda de escalada.
Comenzó a atar un extremo de la cuerda a la roca, pero otro orco había reparado en él y estaba dando un rodeo para atacarlo. Kagrin soltó la cuerda y se puso de pie.
Félix se levantó y comenzó a avanzar hacia Kagrin, pero el tobillo lesionado cedió y estuvo a punto de caer otra vez.
No llegaría a tiempo hasta el enano. Miró a su alrededor, desesperado. Kagrin bloqueó con el hacha de mano un golpe brutal que lo derribó al suelo, aturdido.
Detrás de Gotrek, yacía una cabeza cortada de orco. Félix la cogió por el moño y giró sobre sí mismo. El macabro objeto era asombrosamente pesado, todo cráneo, sin cerebro, seguro. La rotación le causaba un tremendo dolor en el tobillo y la rodilla.
—¡Eh! —gritó a la vez que la soltaba—. ¡Feo!
El orco alzó la mirada justo a tiempo de recibir de pleno en la cara el impacto de la cabeza de su camarada. El golpe no fue fuerte, pero lo distrajo lo suficiente para que Kagrin se pusiera de pie y clavara el hacha en la barriga del monstruo. El orco retrocedió un paso, sorprendido, y la barriga se le rajó y dejó salir las entrañas, que cayeron sobre el hielo con un chapoteo. El orco resbaló sobre ellas y dio en la nieve. Kagrin le descargó un tajo en el cuello. El orco sufrió un espasmo y murió. El enano soltó el hacha y volvió a recoger la cuerda.
Félix avanzó, cojeando, para defender a Kagrin mientras éste desenrollaba la cuerda, pero al mirar atrás vio que no era necesario. La batalla había concluido. Los otros enanos jadeaban ante los contrincantes muertos, rodeados de nieve manchada de sangre, tanto roja como negra. Gotrek trepó para salir de dentro de un círculo de orcos muertos y frotó la hoja del hacha con un puñado de nieve. Barbadecuero tenía un tajo largo que le atravesaba el pecho desnudo, pero era la herida más grave sufrida por el grupo. Los demás sólo habían recibido cortes menores y contusiones.
Kagrin le lanzó a Thorgig el otro extremo de la cuerda.
Los demás enanos se volvieron a mirar.
—¡Cuidado, muchacho! —dijo Narin—. Nada de movimientos bruscos.
—Por eso los enanos siempre llevamos hacha en lugar de espada —dijo Sketti al mismo tiempo que le lanzaba una mirada de desaprobación a la espada larga de Félix—. Con una espada no podrías haberte detenido.
Thorgig tendió cautelosamente la mano libre y palpó para buscar la cuerda que tenía al lado. Al fin, la encontró, y la aferró con fuerza.
—No intentes trepar —dijo Gotrek—. Sólo sujétate.
Le cogió la cuerda a Kagrin y tiró suavemente de ella, poniendo una mano delante de la otra. Thorgig ascendió por el hielo a pequeños tirones y sacudidas, arrastrando el hacha, hasta que Gotrek lo hizo llegar a la línea de la nieve. Kagrin cogió la mano de su amigo y lo ayudó a levantarse. La expresión de Thorgig era seria y no manifestaba emoción alguna, pero estaba pálido y le temblaban las manos.
—Gracias, Matador —dijo—. Gracias, primo. —Se volvió hacia Félix e inclinó la cabeza—. Y gracias a ti también, humano. Vi lo que hiciste. Has salvado mi vida y la de mi amigo. Tengo una gran deuda contigo.
Félix se encogió de hombros, azorado.
—Olvídalo.
—Matador —dijo Druric—, debemos arrojar los cuerpos al precipicio, al igual que toda la nieve ensangrentada. Podría haber otra patrulla, y sería mejor que no se enteraran de lo que le ha sucedido a la primera.
—Sí —replicó Gotrek, que asintió con la cabeza—. Adelante.
Mientras los otros empujaban y hacían girar a los orcos para arrojarlos al abismo, Druric, que llevaba un botiquín de campo, aplicó un ungüento en la herida de Barbadecuero y se la vendó, para luego vendar también el hinchado tobillo de Félix.
—No está roto, creo —dijo.
—A pesar de eso, aún podría matarme —comentó Félix al pensar en el descenso de regreso.
Sketti rió cuando Félix, dolorido, volvió a meter el pie dentro de la bota.
—Tal vez ahora vayas más despacio y camines a un auténtico paso de enano.
—Y, tal vez, si te cuelgo por el cuello crecerás hasta tener una auténtica estatura de humano —contestó Félix.
Sketti protestó ruidosamente y tendió una mano hacia el hacha.
Gotrek le lanzó una mirada.
—Nunca te trabes en una guerra de palabras con un poeta, rompehierros. No puedes ganar.
* * *
Cuando todo rastro de la matanza fue arrojado por el borde del precipicio y los enanos se hubieron vendado las heridas, volvieron a ascender por la nevada pendiente en forma de silla de montar y descendieron por el paso rocoso.
—Allí —dijo Matrak pasada otra media hora de serpentear en torno a las grietas y los riscos de Karak-Hirn—. Allí está la puerta de Birrisson, la que llevaba hasta la pista de aterrizaje de girocópteros.
Matrak señalaba una anodina extensión de granito negro que a Félix no le parecía en nada diferente del resto de la ladera de la montaña.
Druric estudió el terreno cuando se detuvieron ante ella. Sacudió la cabeza con frustración.
—El suelo es demasiado duro, y aquí no hay nieve. No puedo determinar si los pieles verdes han usado esta puerta. —Olisqueó el aire—. No han dejado rastro alguno en las proximidades.
—¿A qué otro sitio podían dirigirse los que hemos encontrado? —preguntó Narin.
—¿Daban un rodeo para volver a la entrada principal? —sugirió Sketti.
—Por ese lado no hay muchos senderos —declaró el viejo Matrak—. No hay ningún sendero.
—Si están usando esta puerta —intervino Thorgig—, ¿cambia eso nuestro curso de acción? Debemos entrar aunque la puerta esté defendida. El príncipe Hamnir depende de nosotros.
—Es probable que no esté bien defendida, aunque la usen —dijo Narin—. No pueden esperar un ataque por este lado.
—Abrámosla y lo veremos —decidió Gotrek.
Matrak avanzó, pero luego vaciló y se quedó mirando la pared con ojos vacuos.