Londres, 1888. Jack el Destripador deja un sendero de sangre en las adoquinadas calles de la ciudad del Támesis. El inspector George Abberline es el encargado de investigar los crímenes.
Llueve y la niebla amenaza con correr sus cortinas blancas para encerrar a Londres bajo las tinieblas de un teatro macabro. Una serie de prostitutas aparecen de repente asesinadas brutalmente, mientras el criminal se camufla entre las sombras del poder y las sospechas.
Solo el inspector Frederick George Abberline es capaz de seguir las pistas del asesino, llegando a entenderlo, a seguir sus huellas como si se persiguiese a sí mismo. Sus pesquisas lo harán transitar por los lugares más deprimentes y atroces de la Inglaterra de entonces, mientras siente el filo amenazador de la daga cruenta de la Corona inglesa vigilando cada uno de sus pasos.
La auténtica crónica negra del Jack El Destripador, narrada en forma de un frenético thriller policíaco.
Enrique Hernandez-Montaño
Entre las sombras
ePUB v1.0
NitoStrad05.10.12
Título original:
Entre las sombras
Primera edición: marzo 2007
Diseño portada: Rodil-Herraiz
Editor original: NitoStrad (v1.0)
ePub base v2.0
"Algún día, la gente mirará atrás y dirá
que conmigo nació el siglo XX"
Jack
el Destripador
, 1888
E
NRIQUE
H
ERNÁNDEZ-
M
ONTAÑO
E
NTRE LAS
SOMBRAS
La presente narración se basa en los diarios del inspector Frederick George Abberline, Nathan Grey y Natalie Marvin, que fueron encontrados en el domicilio del fallecido sargento Henry Carnahan, junto con unas cartas en 1927. A ello se unen las situaciones imaginadas por mí para el conjunto de esta novela histórica, que son las que están expresadas en primera persona.
A
GOSTO
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
Llovía y la niebla amenazaba con tragarse todo Londres con su fantasmal avance. Desde la ventana de mi despacho podía observar casi toda la calle. No tenía nada de especial si se comparaba con las demás vías públicas del empobrecido distrito de Whitechapel, donde Sir Charles Warren me había destinado hacía algunos años como representante del Departamento de Investigación Criminal por culpa de esa maldita soberbia mía… Pero eso no viene ahora al caso.
Recuerdo que, por aquel entonces, el Departamento de Investigación Criminal —también llamado Departamento Criminal por algunos malintencionados— lo dirigía el inspector jefe Donald Swanson.
El viejo Donald era un excelente investigador, pero desde que a Sir Charles Warren se le ocurrió la genial idea de colocarle al frente del Departamento de Investigación Criminal, Donald no había vuelto a ser el mismo. No digo que no llevase bien el departamento, pero se le escapaba a veces de las manos, aunque, todo hay que decirlo, era imposible que esto no ocurriese debido al incesante caos que reinaba en una ciudad tan grande como Londres y, muy particularmente, en todos los distritos de East End.
Como decía, me hallaba solo en mi despacho terminando un informe a máquina que me había llevado un mes de elaboración, pues no soy muy bueno en esto de escribir. Era el buen sargento Carnahan el que solía redactar los informes que yo le dictaba.
Veía desde el gran ventanal el ir y venir de los transeúntes por las sucias y embarradas calles londinenses. Varios carruajes, tirados por briosos caballos, se enfilaban por las empedradas avenidas produciendo un estridente sonido al chocar las ruedas contra los adoquines de la calzada. También bajaban calle abajo varios vendedores ambulantes con sus calesas de ponys y diversos personajes a pie, mojándose bajo la incesante lluvia. A los lados de las aceras se agolpaban los inevitables mendigos adictos al opio y borrachos, intentando taparse con algunas viejas mantas que habían conseguido —o que habían requisado— en los albergues. Miseria y pobreza era lo que yo avistaba desde mi ventana. Era todo un clásico en Londres contemplar majestuosos carruajes por las calles, ocupados por gente rica y distinguida, mientras que a su alrededor se agolpaban los proscritos, los borrachos, las prostitutas, los locos sin nombre, los niños harapientos, los enfermos… Eran los miserables de nuestra sociedad, los olvidados de la era victoriana.
Yo no podía quejarme de mi posición social. Si era cierto que en Londres había o había habido una clase media o burguesa, creo que podía encajar perfectamente en ella. Mi sueldo no era muy elevado, pero me permitía vivir con cierto desahogo.
Para olvidar los oscuros pensamientos que me habían venido a la mente al ver aquella pobre gente de las aceras, intenté concentrarme otra vez en mi informe. ¡Pero era imposible! Aquel interminable legajo de papeles colocados en la férrea máquina de escribir Blickensderfer me atormentaba y se convertía en un castigo para mí. Yo era un hombre de acción, no el clásico chupatintas de oficina; bueno, si puede llamarse acción atrapar a una poderosa banda de ladrones de banco, traficantes, carteristas, asesinos y terroristas que habían volado media Torre de Londres en 1885. No obstante, debía hacerlo, pues mi subordinado, el sargento Carnahan, había obtenido algunos días de permiso por no sé qué asunto familiar que tenía entre manos.
Volví a mirar la ventana. Aunque era habitual que en pleno verano lloviese en Inglaterra, la niebla y el frío no eran en absoluto normales. Aún estábamos en el mes de agosto y aquello, se mirase por dónde se mirase, seguía siendo atípico.
La puerta de mi despacho se abrió, y en el umbral apareció el bigotudo y campechano rostro del sargento Carnahan.
—Buenos días, inspector.
Había ocupado su sitio en la mesa auxiliar, ante la máquina de escribir de rueda. Así que me levanté y le miré severamente.
—Sargento…, ¿qué hace usted aquí? Creí haber entendido que le habían concedido cuatro días de permiso y solo ha cumplido usted…
—Dos, señor —me corrigió él.
Por aquel entonces, creo que me doblaba en peso pero no en edad, pues solo era unos diez años mayor que yo. Llevaba más de un cuarto de siglo en el cuerpo y aunque el inspector jefe Swanson y el propio Sir Charles Warren le habían concedido hace años el título de inspector, Carnahan lo había rehusado con mucho gusto. A él le gustaba el trabajo de calle, patearla y dirigir a los agentes de la comisaría. Odiaba mandar a los demás y prefería que le mandasen a él. Sostenía que un inspector podía tener varios privilegios más que un sargento, pero también, obviamente, muchas más responsabilidades. Era su particular filosofía profesional. He de añadir al respecto que, a mi parecer y después de casi veinte años como inspector, el buen sargento Carnahan tenía razón.
Con el ceño fruncido, lo miré inquisitoriamente.
—Y bien… ¿qué demonios hace usted aquí? —le pregunté con sequedad.
—Verá, inspector Abberline… —carraspeó dos veces, sin ganas—. Me encontraba sentado en un sillón de mi humilde hogar cuando pensé en usted y en las cosas que me estaba perdiendo aquí; así que decidí venir a hacerle una visita y acabar este maldito informe, que, como puedo observar, todavía no ha terminado —bromeó el suboficial mientras se quitaba su gabardina empapada y la colgaba de una percha.
—Muy sagaz de su parte, sargento… —reconocí, esbozando a continuación una sonrisa de circunstancias—. En efecto, no lo he terminado y si usted tiene el gusto… —me aparté del escritorio auxiliar y mi subordinado ocupó mi lugar.
—¿Algo interesante? —preguntó Henry Carnahan, arqueando mucho las cejas.
—Todo normal. No ha habido disturbios importantes por las calles y nada que sea digno de mencionar —dije en voz baja, como si hablara conmigo mismo.
El sargento se arrellanó en su silla ante la vieja máquina de escribir, hizo crujir sus dedos tres o cuatro veces y comenzó a teclear. Yo paseé por el despacho haciendo ochos y volví a mirar distraídamente por la ventana. Me sobrecogió de nuevo la imagen de aquellos desamparados intentando proporcionarse calor mutuamente, apretándose unos contra otros bajo las apestosas mantas.
Carnahan me leyó el pensamiento.
—No los mire, inspector —me dijo el sargento con tono apesadumbrado—. Solo le producirán más lástima.
Pensé que tenía razón y que debía ocuparme de mi trabajo.
De repente, la puerta de mi despacho se abrió bruscamente y una mala bestia, peluda y obesa, entró en él. Detrás del hombre venía el agente Barrett dándole golpes en la espalda con la porra reglamentaria, que la bestia ignoraba, y le gritaba:
—¡Alto! ¡Deténgase! ¡Alto a la autoridad! ¡No puede entrar ahí!
Todavía recuerdo hoy día al agente Barrett, un buen hombre. En 1888 rondaba los treinta años y compartía con el agente Mason el habitáculo anexado a mi despacho, cumpliendo con la ingrata tarea de secretariado.
Reconocí de inmediato al hombre que acababa de irrumpir en mi despacho y me levanté presto. Carnahan empuñó su revólver y le apuntó. Le agarré el brazo a la vez que la bestia le quitaba la porra a Barrett y la tiraba al suelo. Barrett sacó también su arma corta.