—Y tú eres el hijo del viejo bocazas que me desafió anoche.
El enano sonrió afectadamente y se echó hacia atrás al mismo tiempo que metía los pulgares dentro del ancho cinturón.
—Sí, ése soy yo. Narin Bocazasson, a tu servicio y el de tu clan.
Los otros enanos rieron entre dientes.
—¿Para qué sirve el trozo de madera que llevas en la barba?
Narin cerró una mano en torno al trozo de madera, repentinamente azorado.
—Fue idea de mi padre, que me ordenó que llevara un trozo del Escudo de Drutti para que lo vieras en todo momento y recordaras nuestro agravio contra ti. —Bajó los ojos, con el ceño fruncido—. A mí no me gusta. Está ensuciándome la barba.
Gotrek alzó una ceja.
—Supongo que también tú quieres luchar conmigo.
—No, no —dijo Narin—. Mi padre no renunciará a ese honor. Yo sólo debo asegurarme de que conserves la cabeza para que él tenga el placer de cortártela personalmente. —Sonrió y le chispearon los ojos azules—. Has hecho enfadar de verdad al viejo tejón. ¡Ojalá hubiera estado allí!, pero había una moza de Karak-Drazh y, bueno, tardamos un poco en conocernos adecuadamente. —Se encogió de hombros—. De todos modos, ya era hora que ese viejo plato de mesa acabara convertido en leña. No le sirve a nadie para nada, excepto como adorno para la barba.
Druric alzó la cabeza, y sus ojos destellaron.
—El Escudo de Drutti era una grandiosa y noble reliquia de familia. El robo por parte del clan Pielférrea…
—¡Ah, vamos, primo! —dijo Narin con el ceño fruncido—. Nunca ha sido llevado a la batalla. Estuvo colgado de la pared de vuestro salón de banquetes durante mil años antes de que lo cogiera mi bisabuelo, y luego estuvo colgado en la pared de nuestro salón de banquetes durante otros mil años. Era un plato de mesa.
Druric miró con ferocidad a Narin durante un largo momento, y después suspiró.
—Muy bien, era un plato de mesa, pero eso es algo que queda completamente al margen —dijo, y alzó la voz cuando los otros rieron—. Un robo es un robo. No importa si se trata de un lingote de oro o de una barra de pan; el enano que se lo llevó carece de honor.
Narin alzó las manos.
—Díselo a mi padre. No es mi lucha. Los enanos no tendremos futuro alguno si continuamos librando batallas que se remontan a dos mil años de antigüedad.
—¿Y qué futuro tendremos si debemos lograrlo al precio del honor? —preguntó Druric.
—¡Basta! —gruñó Gotrek—. Dejadlo para el salón de cerveza.
Pasó de largo de Thorgig y Kagrin, a quienes ya conocía, y miró al último enano, que estaba sentado en un cubo invertido y tenía la capucha de la capa echada tan adelante que el rostro quedaba completamente oculto.
—Tú, el del fondo, ¿cómo te llamas? Déjanos verte.
El enano no habló, sólo alzó las manos y se quitó la capucha. Los otros maldijeron y rieron. Incluso Gotrek parpadeó. Félix no podía reprochárselo, porque se trataba del enano más extraño que había visto entre aquella raza extraña.
—¿Quién eres? —preguntó Gotrek, ceñudo.
El enano irguió los hombros y miró a Gotrek directamente, con una expresión feroz en los ojos verde claro que se veían a través de los agujeros de la máscara de cuero que le cubría todo el rostro. La máscara era, a su manera, un objeto de artesanía exquisita, bellamente trabajada y esculpida al estilo cuadrado de las antiguas esculturas de los enanos. Finos tientos de cuero teñido de naranja pendían en trenzas ahusadas de las mejillas y la línea de la mandíbula para representar la barba, y una enhiesta cresta de pelo de caballo de ardiente naranja se alzaba desde una solapa de cuero que cubría el cuero cabelludo del enano, con hebillas a las que se sujetaban correas que se extendían desde la cara hacia atrás.
—Soy un Matador —declaró con voz ronca—. Barbadecuero el Matador.
—¿Un Matador? ¿Sin cresta? —Gotrek alzó una peluda ceja—. ¿Qué clase de…?
Barbadecuero posó una mano sobre el hacha. Tenía el torso desnudo, al estilo de los Matadores, y llevaba sólo la capa con capucha sobre los hombros para protegerse del helor de la mañana.
—¿Acaso pregunto yo por tu vergüenza, hermano? —gruñó—. ¿Acaso pregunto qué razón tienes tú para buscar la muerte?
Gotrek cerró los dientes con un sonoro chasquido, se puso serio al instante y le hizo un gesto de asentimiento a Barbadecuero.
—Me parece justo. —Apartó bruscamente la vista del enano enmascarado, y se echó la mochila a la espalda—. Vamos, entonces. Levantaos y en marcha. —Salió del establo sin mirar atrás.
Félix se quedó mirándolo, boquiabierto, mientras los enanos recogían sus pertrechos y lo seguían al exterior, al húmedo aire matinal. ¡Eso había sido casi una disculpa!
* * *
Desde el castillo Rodenheim, viajaron hacia el nordeste durante toda la mañana, subiendo y bajando por traicioneras colinas boscosas que surgían unas tras otras como olas en un mar verde. Había un camino que iba hasta Karak-Hirn, los restos de uno de los antiguos caminos de enanos, pero no lo siguieron. Ese camino llevaba a la puerta principal de la fortaleza, así que estaría vigilado. El ejército de Hamnir marchaba por él con descaro y osadía. Con un poco de suerte, los orcos mantendrían la vista fija en la columna y pasarían por alto al pequeño destacamento de nueve miembros que seguía la senda más dura.
Chapoteaban al atravesar arroyos de montaña atascados de rocas, ascendían a gatas por pendientes de esquisto suelto y caminaban a través de profundos bosques y prados altos. Al ascender más, aparecieron ventisqueros de nieve medio fundida en las zonas umbrías, aunque el sol les quemaba el cuello. Félix se había echado atrás la capa roja y tenía la camisa empapada de sudor. Le dolían las pantorrillas como si las tuviera en llamas, y aún no habían llegado al ascenso más pronunciado. Demasiados meses en el mar. Se le habían vuelto a ablandar los pies.
Los enanos se lo tomaban bien y mantenían el mismo paso tenaz, tanto en el suelo llano como en las cuestas empinadas. Incluso el viejo Matrak, con su pata de palo, mantenía el ritmo de marcha, cojeando y mascullando para sí un monólogo que nadie más podía oír.
Félix deseó que algunos de los otros fuesen igual de silenciosos. Sketti Manomartillo, en particular, no paraba callado, y siempre hablaba de lo mismo.
—Son los elfos quienes están detrás de todo esto. Quieren vernos muertos a los enanos porque somos los que se interponen en su camino para dominar el mundo. Podéis estar seguros de que se encuentran detrás de este problema de los pieles verdes.
—¿Cómo podrían estar detrás de esto? —preguntó Thorgig.
Los otros gimieron al mismo tiempo que los ojos de Sketti brillaban. Sólo había estado esperando que alguien le diera pie.
—No conoces a los elfos como yo, joven. Yo los conocí, y son un atajo de tramposos flacos melenudos con los que no querrías estar, ni que estuvierais todos muertos dentro de una cuneta. No existe límite en la profundidad a la que son capaces de caer. Ningún plan es demasiado tortuoso. —Se lamió los labios—. Te diré cómo es la cosa, muchacho. Vosotros pensáis que los pieles verdes se están creciendo porque demasiados enanos y hombres se han marchado al norte y no hay nadie para mantenerlos alejados de las Tierras Yermas. Eso es verdad hasta cierto punto, pero lo es sólo en la superficie. Un auténtico enano no se fía de la superficie de nada; mira debajo.
Gotrek masculló algo acerca de que los auténticos enanos sabían cuándo callarse, pero Félix no lo entendió del todo.
—Lo que debes preguntarte, muchacho —continuó Sketti—, es por qué los hombres del norte nos están invadiendo, en primer lugar. ¿Qué los ha incitado? Dejando a un lado el hecho de que fueron los elfos, entrometiéndose en una magia que no sabían controlar, lo que abrió la grieta del Caos, para empezar, cosa que los convierte en padres del Caos, puedes estar seguro de que también fueron los elfos los que le metieron ideas en la cabeza a ese Archaon. Mira, a los rubios les gusta decir que no tienen nada que ver con sus primos oscuros de Naggaroth, aunque todo el mundo sabe que eso es un truco para culpar a otros de sus fechorías. Un enano que comercia con marineros bretonianos que tienen tratos con Ulthuan me dijo que habían sido los elfos oscuros los que le habían susurrado al oído a ese elegido, y le habían dicho que su destino lo aguardaba en el sur. —Sketti extendió las manos—. Así pues, les hace caso e invade el Imperio, y los enanos, que desde los tiempos de Sigmar prometieron proteger a la humanidad, con independencia de la frecuencia con que nos roben y nos apuñalen por la espalda, marchan al norte para defender a esos cobardes desagradecidos y, ¡hete aquí que los pieles verdes, casualmente, escogen ese momento para levantarse y atacar! No podrás hacerme creer que no forma todo parte de un oscuro plan elfo.
—¿Estás diciendo que fueron los elfos oscuros los que convencieron a los del norte para que atacaran el Imperio con el fin de que los pieles verdes pudieran tomar Karak-Hirn? —preguntó Narin, riendo entre dientes.
—¿Y por qué no? —preguntó Sketti, a su vez.
—¿Así que, ahora, los elfos les dan órdenes a los pieles verdes? —inquirió Thorgig con tono de burla.
—No directamente, no directamente —aclaró Sketti—. Pero están confabulados con los skavens, todo el mundo lo sabe, y los skavens…
Todos volvieron a gemir. Félix se estremeció al recordar todas las ocasiones en que él y Gotrek se habían tropezado con las horrendas alimañas parecidas a hombres, y al resuelto vidente gris que les había seguido los pasos tan incansablemente a lo largo de sus viajes por el Viejo Mundo. No podía imaginar al gran Teclis conspirando siquiera con seres como ésos.
—¡Manomartillo! —intervino Narin para interrumpir los desvaríos de Sketti—. Hay un humano entre nosotros. ¿De verdad quieres revelarle todos los secretos de la sabiduría de los enanos? Todos saben que los humanos son los lacayos de los elfos. ¿Quieres que los elfos sepan cuánto sabes?
La boca de Sketti se cerró de golpe. Se volvió y miró a Félix con ojos desorbitados y furiosos.
—Es verdad —murmuró—. Es verdad. Tal vez he dicho demasiado. —Le lanzó a Félix una última mirada suspicaz y continuó marchando en silencio.
Narin le hizo un guiño a Félix a espaldas de Sketti, mientras el resto suspiraba de alivio.
Félix asintió con la cabeza para agradecérselo y reprimió una sonrisa. Narin era un buen tipo, al menos no era tan estirado como los otros.
* * *
Justo antes de mediodía, el grupo salió de un bosque situado en lo alto de un barranco poco profundo y se encontró con el alto pico de Karak-Hirn, que se encumbraba por encima de ellos. En ese momento, un largo penacho de nieve arrastrado por el viento se alejaba de la blanca y escarpada cima y volaba por el cielo azul brillante. El resto de la montaña era tan negra y sombría como un juez. Thorgig, Kagrin y el viejo Matrak alzaron una mirada reverente hacia ella.
—Pensar que los salones de nuestra fortaleza natal están llenos de pieles verdes… —Thorgig escupió—. Pensar que profanan nuestros lugares sagrados con su presencia… Te vengaremos, montaña. Te purificaremos de su contaminación.
Los otros respondieron murmurando juramentos.
Al otro lado de la montaña se veía la brillante curva de un camino y, por encima de ésta, casi completamente ocultos por rocas y afloramientos, los planos regulares de enormes almenas de enanos.
—Ésa es la puerta principal, la Puerta del Cuerno —dijo el viejo Matrak al mismo tiempo que la señalaba—. Por donde nosotros… —se le atragantaron las palabras—, por donde nosotros huimos de los silenciosos pieles verdes. Hamnir y los demás irán allí a esperarnos. Nosotros… —desvió la mano hacia la derecha—, nosotros vamos hacia allí, a la Escarpa de Zhufgrim.
Los ojos de Félix siguieron el dedo del ingeniero hasta la cara oriental de la montaña. La base de la misma, donde se alzaba desde los árboles, tenía una muesca, como si un dios enano le hubiese hecho un gigantesco apoyo para un pie con una hacha. Desde la muesca ascendía una pared vertical, que llegaba hasta más allá de la mitad de la distancia a la que se encontraba el pico coronado de nieve, y parecía, al menos desde donde estaba Félix, tan lisa y plana como una hoja de pergamino. Una fina línea de plata destellaba por el centro.
—En la base está el Caldero —dijo Thorgig, que avanzó para situarse junto al ingeniero—. Es un lago profundo, alimentado por las cascadas que caen por el barranco. Ése es nuestro camino.
Félix tragó.
—¿Por la pared del risco? ¿Lleváis alas en las mochilas?
Sketti bufó.
—Nada de eso para los enanos.
—Silencio —dijo Druric—. Orcos.
Los otros guardaron silencio al instante y se volvieron hacia donde Druric miraba. Un pequeño grupo de orcos se abría paso entre la espesa maleza de arbustos de bayas que cubrían el fondo del barranco. Los enanos se retiraron del borde y se agacharon para ver justo por encima.
—Son veinte —dijo Thorgig.
—Y nosotros somos sólo ocho.
—Nueve —lo corrigió Druric—, con el hombre.
—Como ya he dicho, ocho —insistió Sketti—. Nos las arreglaremos.
Gotrek bufó al oír eso.
—¡Me las arreglaría yo solo! —declaró Barbadecuero con tono airado.
—Perdonadme por hablar a destiempo, pero —intervino Félix— ¿el fin de nuestra misión no es llegar a la puerta secreta sin ser vistos?
—Si están todos muertos —gruñó Narin, que se daba tirones del trozo de madera quemada que llevaba en la barba—, ¿cómo van a contar lo que han visto?
—Si otros los encuentran cortados en pedazos —dijo Félix—, sabrán que estuvimos aquí. Y si queremos abrir la Puerta del Cuerno a tiempo para que Hamnir entre, ¿podemos enzarzarnos en una pelea?
Los enanos vacilaron, visiblemente enfadados ante el intento de Félix de actuar con lógica. Estaban tensos como lobos que observaran unas ovejas desprevenidas. Cada fibra de sus poderosos cuerpos anchos y bajos deseaba cargar hacia el interior del barranco y hacer una carnicería con los pieles verdes.
Al fin, Gotrek suspiró.
—El humano tiene razón. Éste no es momento para luchar.
Los demás gruñeron con fastidio.
—¿Cuánto tiempo podría llevarnos? —preguntó Barbadecuero.
—Tendremos luchas más que suficientes dentro de la fortaleza —dijo Gotrek—, bastantes para matarnos. O mataros al resto de vosotros, en cualquier caso.