Ahora, cansado de los largos días de marcha, y un poco borracho por los muchos brindis hechos a la salud de Hamnir, Karak-Hirn y el éxito de la misión, daba cabezadas de sueño en una intacta silla de respaldo alto, mientras los otros hablaban y fumaban junto al fuego, en sillas adaptadas para uso de los enanos.
Gorril suspiró.
—Fue un mal asunto, y muy extraño…, muy extraño. —Chupó la pipa—. Los orcos ascendieron desde nuestras minas, pero de un modo que no se pareció a ninguna ocasión precedente; no salieron en medio de un torrente de gritos que pudiéramos oír desde la galería más alta, ni luchaban entre sí, ni se detuvieron a comerse a los muertos y saquear la bodega de cerveza. Salieron en silencio y organizados. Conocían todas las defensas que teníamos: todas nuestras alarmas, todas nuestras trampas y todas nuestras cerraduras; las conocían todas. Era casi como si le hubiesen arrancado los secretos a uno de nosotros, mediante tortura, o como si hubiera un traidor en la fortaleza; pero eso es imposible. Ningún enano le entregaría secretos a un piel verde, ni siquiera bajo tortura. Fue…, fue…
—¡Horripilante, eso es lo que fue! —intervino un enano de barba blanca, un anciano veterano llamado Rúen, que lucía descoloridos tatuajes azules en las muñecas y el cuello—. En setecientos años, nunca he visto a los pieles verdes actuar de esa manera. No es natural.
Félix advirtió que, al igual que Rúen, la mayoría de los supervivientes eran barbaslargas de pelo blanco, demasiado tullidos o débiles para seguir al rey Alrik hacia la guerra del norte. También se habían quedado enanos más jóvenes, porque alguien tenía que proteger la fortaleza mientras el rey estaba ausente, pero la mayoría de ellos habían muerto defendiéndola contra los orcos.
—Llegaron cuando estábamos durmiendo y destruyeron de inmediato las fortalezas de dos clanes; los asesinaron a todos: enanos, enanas y niños —dijo Gorril con la mandíbula apretada—. Los clanes Fuego de Forja y Casco Orgulloso ya no existen. No hubo supervivientes.
Hamnir apretó los puños.
—Como he dicho —continuó Gorril—, vieron al noble Helmgard cuando le ordenaba al clan Diamantista que se encerrara. No sabemos si lo lograron.
—Entonces, existe al menos una posibilidad —dijo Hamnir, más para sí mismo que para los demás. Permaneció perdido en sus pensamientos durante un momento, y luego alzó la mirada—. ¿Cómo están las cosas ahora? ¿A qué nos enfrentamos?
—Los orcos defienden la fortaleza tan bien como lo hacíamos nosotros —Gorril rió amargamente—; tal vez, mejor. Nuestros exploradores nos han informado de que las puertas principales están intactas y cerradas, y que les dispararon desde las saeteras. Hay patrullas de orcos en torno a la montaña, y tienen guardias permanentes que vigilan para que nadie se acerque. —Sacudió la cabeza—. Como ha dicho Rúen, no se comportan como orcos. No se pelean entre sí. No se aburren ni se alejan de sus puestos. Es un misterio.
Gotrek bufó.
—Eso quiere decir que tienen algún jefe o chamán fuerte que los ha atemorizado para conseguir que no se descarrilen, pero continúan siendo pieles verdes. Se quebrantarán si los presionamos con la fuerza suficiente.
Gorril negó con la cabeza.
—Es más que eso. No los has visto.
—Bueno, será mejor que los vea pronto —gruñó Gotrek—. Quiero acabar con esta pelea y marcharme al norte, antes de perder la oportunidad de luchar contra otro demonio.
—Intentaremos no causarte más inconvenientes, Matador —replicó Hamnir con tono seco. Se volvió a mirar a Gorril—. ¿Tenemos un mapa?
—Sí.
Gorril cogió un gran rollo de vitela y lo extendió sobre una mesa con las patas acortadas que se hallaba entre los enanos; todos se inclinaron, pero Félix no se molestó en mirar. Ya había visto antes mapas de enanos. Se trataba de incomprensibles dibujos a base de líneas entrecruzadas de diferentes colores, que no se parecían en nada a un plano humano. Los enanos se concentraron en él como si fuese tan claro como un cuadro.
—Así que tienen guardias en la puerta principal —dijo Hamnir, cuyos dedos se desplazaban por la vitela—. ¿Y en la puerta de las pasturas altas?
—Sí. Se comieron nuestras ovejas y cabras —respondió un viejo enano de espalda encorvada—. Tendremos que comprar animales de cría nuevos.
—¿Y la puerta de la basura, la que sale al río?
—Tres mineros subieron hasta allí hace cinco días para echar un vistazo. Regresaron hechos pedazos.
—¿Y qué hay de la mina Duk Grung? —preguntó un viejo Atronador de barba gris hierro—. El Undgrin la conecta con nuestras minas. Los pieles verdes nos atacaron desde abajo. Podríamos hacerles lo mismo a ellos.
Hamnir negó con la cabeza.
—Estamos a tres días de la mina, Lodrim, y luego dos días de viaje bajo tierra, en caso de que el camino subterráneo esté despejado. Para entonces, el clan Diamantista podría haber muerto de hambre, y es posible que los pieles verdes vigilen la entrada de las minas tan bien como vigilan la entrada principal. —Dio unos golpecitos sobre el mapa, con un dedo rechoncho—. ¿Patrullan el lado de la Escarpa de Zhufgrim?
—¿Por qué iban a hacerlo? —preguntó Gorril—. Es una pared vertical desde el Lago Caldero a la Aguja de Gann, y allí no hay entrada a la fortaleza.
—Sí que la hay —replicó Hamnir con una sonrisa astuta—. Existe un pasaje que va hasta la vieja pista de aterrizaje de los girocópteros de Birrisson. ¿Recuerdas? Cerca de las forjas.
—Estás atrasado de noticias, muchacho —dijo Rúen—. Ese agujero lo cerraron cuando tu padre subió al trono. No era nada partidario de esos disparates modernos. Quemó todas esas máquinas de hacer ruido.
—Sí —concedió Hamnir, que asintió con la cabeza—. Le dijo a Birrisson que tapiara la entrada a la pista, pero Birrisson es ingeniero, y ya conoces a los ingenieros. Quería conservar uno de los girocópteros y disponer de un sitio para trabajar en todos los juguetes que mi padre miraba con malos ojos, así que tapió el pasadizo por ambos extremos, pero situó en ellos puertas secretas y lo convirtió en taller.
—¿Qué es esto? —gritó Gorril—. ¿El viejo estúpido construyó una puerta desprotegida por la que se puede entrar en la fortaleza?
Los otros enanos mascullaban coléricamente para sí mismos.
—Está protegida —dijo Hamnir—, al estilo de los ingenieros.
—Te ruego que me expliques qué significa eso —pidió Lodrim con sequedad.
Hamnir se encogió de hombros.
—Esa puerta secreta ha estado junto a las forjas durante cientos de años, y ninguno de vosotros la ha descubierto. La que hay en la pared de la montaña está disimulada con la misma astucia. Si los enanos no pueden descubrirla, ¿podrían hacerlo los pieles verdes? Y en el interior, Birrisson puso todos los trucos y trampas que puede concebir un ingeniero. Si encontraran la puerta exterior, serían hechos pedazos antes de llegar a la interior.
—No es suficiente —insistió Lodrim.
—¿Cómo estás al corriente de esto, joven Hamnir? —preguntó el anciano Rúen—. ¿Y por qué ocultaste un delito tan grave al conocimiento de tu padre?
Hamnir se sonrojó un poco y se miró las manos.
—Bueno, como ya sabéis, no soy demasiado parecido a mi padre…, no como mi hermano mayor. Tal vez se deba a que él es el príncipe heredero y yo sólo el segundo, pero no soy tan conservador en lo que respecta a la tradición. Por entonces, yo era sólo un niño. Me gustaban los girocópteros y todos los ingenios de Birrisson. Una noche, lo pillé cuando se escabullía por la puerta secreta. Me imploró que no se lo dijera a mi padre. Yo consentí, siempre que él accediera a enseñarme a pilotar el girocóptero y me permitiera usar el taller secreto.
—Pero, muchacho, el peligro —dijo Lodrim— para ti y la fortaleza…
Hamnir extendió las manos hacia adelante.
—No me excuso. Sé que obré mal en esto, al igual que Birrisson, pero yo… Bueno, me gustaba tener un secreto que mi padre desconocía. Me gustaba tener un lugar al que ir y del que nadie más supiera. Llevé allí a Ferga unas cuantas veces. —Sonrió con aire melancólico y los ojos perdidos en la lejanía, y luego volvió a la realidad—. El asunto es que, con independencia del medio por el cual los pieles verdes se enteraron de los secretos de nuestra fortaleza, éste es un secreto que sólo conocemos el viejo Birrisson, yo y algunos de sus aprendices, y nadie puede hacer hablar a un ingeniero. Son los guardianes de los secretos de las defensas de una fortaleza. Grimnir les negaría un lugar en los salones de nuestros ancestros si hablaran. —Hamnir volvió a dar unos golpecitos sobre el mapa—. Los pieles verdes no defenderán esta entrada. Si un pequeño destacamento pudiera entrar y escabullirse por los corredores para abrir la puerta principal con el fin de dejar entrar al grueso del ejército, no podrían resistirnos.
Gorril asintió con la cabeza.
—Sí. Son nuestras propias defensas las que nos derrotan, no los pieles verdes. Si podemos expugnar nuestras murallas, estarán acabados.
Los enanos se quedaron mirando fijamente el mapa y pensando.
—Será una muerte segura para los que abran las puertas —dijo Rúen.
—Sí —reconoció Hamnir—, probablemente.
Gotrek alzó la mirada. Félix había creído que estaba dormido.
—¿Una muerte segura? Me apunto.
Félix gimió. Maravilloso. Al parecer, cuando tomaba esas decisiones, Gotrek nunca consideraba cómo iba a sobrevivir su cronista para que pudiera contar su historia.
—¿Estás dispuesto a morir para ayudarme? —preguntó Hamnir.
—¿Vuelves a insultarme, tendero? —gruñó Gotrek—. Soy un Matador. Cumpliré dos juramentos con una sola muerte. —Suspiró y bajó el mentón hacia el pecho—. No es que vaya a morir, por supuesto, ¡maldición!, no a manos de los pieles verdes; pero al menos no tendré que soportar tu presencia.
Los enanos de la sala le lanzaron miradas coléricas y mascullaron al oír el modo como insultaba a su príncipe, pero Hamnir se limitó a suspirar.
—Y yo no tendré que soportar la tuya —dijo—, así que será para mejor. Perfecto.
—Para hacer eso se necesitará más de un enano —advirtió Gorril—, por fuerte que sea. Para abrir la Puerta del Cuerno hay que tirar simultáneamente de dos palancas, que se encuentran en habitaciones separadas, y será necesario que haya otros que mantengan a raya a los orcos mientras se las acciona.
Hamnir asintió con la cabeza.
—Pediremos voluntarios en el consejo de mañana, siempre que los presentes estemos de acuerdo.
Los otros enanos parecían indecisos.
Al final, Rúen se encogió de hombros.
—Es un plan, más de lo que teníamos antes. Supongo que tendrá que bastar.
—No me gusta poner el destino de la fortaleza en las manos de un enano al que parece importarle tan poco su propia supervivencia —dijo el Atronador, Lodrim, al mismo tiempo que le lanzaba una mirada colérica a Gotrek—, pero no tengo una idea mejor, así que secundaré el plan.
Los demás asintieron con la cabeza, aunque demostraron escaso entusiasmo.
Hamnir se reclinó en el respaldo, cansado.
—En ese caso, queda acordado. Precisaremos los detalles antes del consejo. Ahora…, ahora me marcho a la cama. —Se frotó la cara con una mano y se alisó la barba— Mañana tendré que arreglármelas para zanjar una docena de agravios. ¡Que Valaya me proteja!
Gotrek apretaba y aflojaba la mandíbula una y otra vez. Una de sus piernas rebotaba, inquieta, mientras inclinaba hacia atrás la silla de patas cortadas. Félix tenía abierto el diario, y releía las anotaciones de Arabia. El comedor de Rodenheim volvía a estar lleno de enanos, pero no para comer. Los representantes de las compañías enviadas de las diversas fortalezas se encontraban sentados ante la mesa principal, presidida por Hamnir, Gorril y otros caudillos de los refugiados de Karak-Hirn. Todos querían oír el plan de batalla para la recuperación de la fortaleza, pero antes de pasar a los temas estratégicos, había que resolver agravios que determinarían quién lucharía junto a quién, y si algunos guerreros regresarían a su hogar antes de que comenzara la batalla.
Hasta el momento, Hamnir había demostrado ser un negociador admirable; había resuelto cada uno de los nueve agravios que había oído, o al menos, había logrado que se pospusieran hasta después de que se recuperara Karak-Hirn o se perdiera la batalla. Sin embargo, se trataba de un proceso lento. Habían estado dedicados a él desde después del desayuno, y el almuerzo era ya un recuerdo lejano. El calor del enorme hogar del salón hacía que Félix se sintiera soñoliento, y le costaba mantener abiertos los ojos.
—¿Dices que la cerveza que se entregó no era de la calidad que se os hizo creer? —preguntó Hamnir, que tenía una mejilla apoyada en un puño y parecía aburrido y frustrado.
—¡Era imbebible! —dijo un enano de barba color arena, con una barriga que sugería que sabía bastante de cerveza—. El artero clan Mano Pétrea prometió que se nos pagaría con Burgman's Best. Enviaron lo peor de Burgman's, si es que eso era Burgman's, para empezar.
—Si la cerveza era imbebible —dijo un enano de pelo negro y aspecto feroz, ataviado con un jubón amarillo—, fue porque la estropearon durante el viaje, pues estaba en óptimas condiciones cuando catamos un barril antes de enviarla. El clan Cinturón Ancho debería plantear esta disputa ante los comerciantes a los que les encargamos el transporte.
—Esto es cosa de estúpidos —gruñó Gotrek en voz baja—. Deberíamos estar marchando, no hablando. Si Ranulfsson fuera el caudillo que era su padre, estos quisquillosos no estarían recordando sus agravios. Se habrían reunido en torno a su estandarte y pedirían a gritos sangre de orco.
Hamnir tardó otra media hora en resolver la disputa, y necesitó de toda su astucia y diplomacia para avergonzar a los dos enanos y lograr que dejaran a un lado el asunto de la cerveza estropeada. Gotrek gruñó en voz baja durante todo el tiempo, mientras les lanzaba miradas peligrosas a todos los participantes.
Cuando, al fin, se hubo llegado a un acuerdo, Hamnir suspiró y recorrió la estancia con la mirada.
—Veamos, ¿hay otros clanes que estén enemistados, o podemos acometer el orden de batalla?
—¿Os habéis olvidado de nosotros, príncipe? —dijo un enano de pelo blanco y ojos azules, que se puso en pie de un salto. Su barba era un magnífico campo de nieve.
Otro enano, a quien el pelo le caía en largas trenzas grises por encima de las orejas, se puso de pie apenas un segundo después, y miró al primero con ferocidad.