Mataelfos (40 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

BOOK: Mataelfos
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Frisos y estatuas que representaban los actos más lascivos y viles decoraban la fachada de cada establecimiento. Algunos sitios tenían jaulas de hierro colgadas encima de la puerta, dentro de las cuales se flagelaban unos a otros esclavos humanos de ojos apagados, o realizaban indiferentes coitos. Ante cada casa había guardias armados, con llamativas armaduras que parecían tener más que ver con la seducción que con la protección.

Entre una casa y otra deambulaba la flor y nata de la sociedad druchii: señores altos y cruelmente apuestos, provocativas damas que balanceaban las caderas, oficiales que se pavoneaban, cortesanos desnudos con máscara de plata, personas exquisitas cuyo sexo era imposible determinar, y, abriéndose paso a través de la multitud al son de restallantes látigos, palanquines cubiertos en los que encorvados esclavos humanos marcados por cicatrices transportaban a quienes deseaban mantener en secreto su identidad.

—Que Asuryan me proteja —murmuró Aethenir—. Este lugar es una abominación.

—Por una vez, estamos de acuerdo —dijo Gotrek—. Esto es repugnante hasta para los elfos.

Félix también coincidía con ellos, pero más que la vileza del lugar, lo preocupaba su vastedad. Ante ellos la curvada calle se perdía en la humosa distancia, de ella partían otras vías a ambos lados, y todas las casas que veían eran burdeles.

Podrían estar buscando durante tres días sin encontrar la casa que ocultaba la entrada del templo secreto.

Sin embargo, sus temores eran infundados porque, mientras todos miraban en torno, boquiabiertos, Farnir llamó a una esclava que se exhibía lascivamente en una jaula de ventana.

—Hermana —dijo—. ¿Han pasado por aquí un destacamento de Infinitos y un grupo de hechiceras?

—Sí —contestó la mujer, sin dejar de contonearse.

—¿En qué casa han entrado?

La mujer no lo sabía, pero les dijo que la procesión había girado a la izquierda en la esquina, hacía pocas horas.

Y en esa dirección continuaron: Aethenir a paso de marcha, como si supiera adónde iba, mientras Farnir les susurraba preguntas a los esclavos junto a los que pasaban —y eran legión—, para averiguar adónde debían ir. Al final, tras otros varios giros a derecha e izquierda, les indicaron una casa conocida como El Crisol de los Deleites.

Justo antes de llegar, Aethenir los llevó a un callejón oscuro que había entre dos casas, y comenzó a quitarles los grilletes.

—¿Qué debo decir? —gimoteó—. ¿Y si no nos dejan entrar?

—Entonces, lucharemos por fin —dijo Gotrek.

—¿Y si no es el sitio correcto, después de todo?

—También lucharemos —replicó Gotrek.

—Diles… —comenzó Félix, mientras intentaba pensar—. Diles: «Ella aguarda.» Si es el sitio correcto, nos llevarán ante la hechicera. Si no lo es, no nos habremos comprometido.

Se dejaron los grilletes abiertos puestos en torno a las muñecas, y siguieron a Aethenir fuera del callejón para encaminarse hacia los guardias que había ante la puerta de El Crisol de los Deleites. Por fuera, al menos, se diferenciaba poco de cualquier otra de las casas de placer. El cartel, si se lo podía llamar así, era un burbujeante crisol que colgaba sobre un fuego, dentro de un nicho tallado en la pared delantera, del que salpicaba algo cuyo aspecto y olor se parecían mucho a los de la sangre. Los guardias eran enormes mujeres druchii vestidas sólo con manchados delantales de cuero de herrero, grebas y guanteletes dorados, y cascos con cresta de plumas púrpuras y rosadas que parecían llamas. Se pusieron firmes cuando Aethenir se detuvo ante ellas.

Tampoco en esta ocasión entendió Félix lo que se decían unos a otros, pero los guardias parecían tratarlo con la máxima deferencia. Le hicieron una reverencia, y luego una de ellas fue hasta la puerta y habló con alguien del interior. Pasado un momento, salió un esclavo humano ataviado sólo con un taparrabos púrpura, se inclinó casi hasta el suelo y les hizo un gesto para que lo siguieran.

El interior era todo lo que Félix había temido, y peor. El motivo del fuego continuaba en todo el vestíbulo hexagonal, donde ardían braseros con llama púrpura. Una mujer druchii que llevaba los pechos desnudos pero se ocultaba tras un velo, se inclinó ante Aethenir cuando el esclavo los hizo entrar en un corredor pintado con llamas negras y púrpura. Procedentes de arriba, de abajo y de todo el entorno, Félix oía sonidos de éxtasis y de tormento: gemidos, alaridos y susurros de miedo. Una muchacha imploraba misericordia de modo desgarrador en bretoniano. Una voz masculina reía o gritaba, Félix no pudo determinar cuál de las dos cosas.

A través de arcadas cerradas sólo parcialmente por cortinas, Félix captó atisbos de fuego, carne y asesinatos. Se encogió ante los hierros de marcar, las atroces heridas y los cuchillos que relumbraban al rojo vivo. A su mente volvieron, sin que los invitara, recuerdos de la lucha dentro de las bodegas de la Llama Purificadora y de los fuegos con que los había atacado Lichtmann, y lo hicieron estremecer. En una sala vio un círculo de hombres y mujeres druchii que se pasaban una pipa esmaltada de unos a otros mientras miraban cómo vertían el oro fundido de un crisol, gota a gota, sobre la cara de una mujer que estaba atada. Reían soñadoramente ante cada alarido y convulsión.

Félix oyó que Gotrek gruñía junto a él, y se dio cuenta de que también él estaba gruñendo.

El esclavo de la casa los condujo hacia abajo por una escalera de caracol hecha de hierro que estaba caliente al tacto. Tres tramos más abajo, les hizo una reverencia para que entraran en una sala cuadrada de mármol negro que tenía una puerta en cada pared, y en lo alto de la cual colgaba una araña de antorchas de llama color púrpura. Las vetas del már-

mol destellaban en color rosa en la oscilante luz. La puerta de la pared opuesta era más lujosa que las otras, enmarcada en columnas ahusadas y rematada por un arco decorativo donde habían incrustado un rostro frío y de inmaculada belleza, hecho de piedra blanca. Había tres Infinitos ante esta puerta, rígidamente firmes.

Aethenir aminoró el paso al verlos.

—Continúa, elfo —murmuró Gotrek.

—Pero ellos seguro que sabrán que no soy uno de sus compañeros —dijo el alto elfo.

—Lo sabrán si os quedáis aquí, acobardado —intervino Félix—. Tenéis que ser intrépido.

El elfo bufó con enojo al oír esto, pero pareció surtir algún efecto. Cuadró los hombros y avanzó hacia los guardias. Félix contuvo la respiración y aflojó la boca del saco que contenía las armas. Los guardias observaron, inmóviles e impasibles tras las máscaras de plata, cómo Aethenir se acercaba. Luego habló el del centro.

Aethenir replicó, pero al parecer la respuesta no fue del agrado del Infinito. Formuló una segunda pregunta, y esta vez Aethenir vaciló al responder.

Las manos de los guardias bajaron hacia la empuñadura de las espadas, y el del centro hizo un gesto a Aethenir para que se quitara la máscara.

—Bueno —dijo Gotrek, que se deshizo de la cadena y dejó caer el saco con estrépito—. Se acabó.

Los Infinitos lo miraron y desenvainaron las espadas mientras Gotrek y Félix sacaban las armas de dentro del saco. Gotrek rugió y cargó contra ellos, empujando hacia su espalda al paralizado Aethenir. Félix siguió al Matador, aunque por pasadas experiencias sabía que era inútil. El esclavo del taparrabos corrió, chillando, escaleras arriba, mientras Farnir, Jochen y los piratas cogían sus armas y se unían a la refriega.

Él Infinito del centro murió al primer barrido del hacha, que paró a la perfección pero sin tener la más remota idea de la fuerza del Matador. La velocísima arma le lanzó la espada contra el casco y lo hizo dar un traspié, y Gotrek le asestó un tajo en un costado, que atravesó armadura y costillas como si fueran de frágil esquisto.

El primer intercambio de golpes entre Félix y el druchii con que se enfrentó fue casi exactamente lo contrario. Le dirigió un tajo de espada, pero se encontró con que el druchii se había desplazado y le lanzaba una estocada al pecho con un movimiento alto. Félix se hizo a un lado y la espada le rozó las costillas. Retrocedió mientras trazaba desesperadamente un ocho en el aire con la espada. El druchii lo siguió y Félix pensó que era hombre muerto, pero entonces Farnir, Jochen y los piratas acudieron en su ayuda con tajos, estocadas y bramidos.

El druchii ni siquiera parpadeó. Paró cada salvaje ataque y respondió con una estocada que atravesó el cuello de un pirata. Félix volvió a acometerlo, pero su espada fue desviada con precisión al pasar, mientras el druchii le hacía un tajo en la muñeca a un pirata y giraba para encararse otra vez con Félix.

Jaeger retrocedió, y entonces sintió que lo apartaban a un lado, y apareció Gotrek, trazando un arco ascendente con el hacha. El druchii lo vio y giró para parar el golpe, pero Gotrek fue más rápido. La hoja del hacha cortó al elfo oscuro desde la entrepierna al pecho, y sus entrañas cayeron de golpe sobre el pulimentado suelo. El guardia se desplomó sobre ellas.

Félix y los piratas se apartaron para buscar al último druchii. Ya estaba muerto; le faltaba la cabeza. Había caído también otro pirata, con el corazón atravesado.

—Bien hecho, amigos —dijo Aethenir, que avanzó un paso.

—Podríais haber ayudado —dijo Jochen, mientras miraba a sus camaradas muertos y heridos.

—Mejor que no lo haya hecho —replicó Gotrek con una mueca de desprecio.

El pirata registró a los elfos oscuros muertos en busca de la llave de la puerta, mientras Félix sacaba la cota de malla del saco y se la ponía. No había llave. Quienquiera que hubiese entrado, había echado el cerrojo por dentro.

Gotrek se encogió de hombros y avanzó hasta la puerta.

—Preparaos —dijo.

Félix, Aethenir y los piratas que quedaban formaron detrás de él. Farnir se armó con una de las espadas druchii y se unió a ellos. Félix inspiró profundamente y sujetó a Karaghul con firmeza.

La puerta era de pesada madera intrincadamente tallada. La cerradura estaba protegida por una sólida placa de hierro negro. Gotrek la atravesó con tres golpes de hacha, luego pateó el panel rajado y entró, en guardia.

Al otro lado había un dormitorio espacioso, y completamente desierto.

Félix miró en torno de sí, confundido. Eso no era el templo secreto de algún dios inmundo que él había estado esperando. Era —al menos según las pautas de las casas de placer druchii— un dormitorio perfectamente corriente. En las cuatro paredes, por encima de los paneles de madera de intrincada talla, había un mural de pesadilla que mostraba atrocidades carnales. Grilletes, látigos e instrumentos de tortura aparecían expuestos en colgadores a derecha e izquierda. Contra la pared que tenían delante se alzaba un enorme lecho en forma de plataforma, con montones de pieles y cojines, todos desordenados, y tan alto que se llegaba a él por un par de escalones bajos de mármol negro. En las cuatro esquinas pendían cortinas de terciopelo rojo, y a ambos lados había antorchas colocadas en piezas de hierro sujetas a la pared. Todo muy lujoso y horrendo. Pero no se podía avanzar.

—Éste no puede ser el sitio —comentó Jochen.

—Nos han dado mal las indicaciones —dijo Aethenir.

Gotrek bufó.

—Los hombres y los elfos sois ciegos.

Atravesó la habitación hasta la antorcha de la izquierda del lecho, y empujó el panel de madera de debajo de ella. Se oyó un chasquido, y todos retrocedieron con precaución.

Félix observó la pared de al lado de la antorcha, esperando ver abrirse una puerta secreta, pero entonces le llamó la atención otro movimiento, y giró la cabeza. Toda la plataforma del lecho estaba ascendiendo lentamente como la tapa de un cofre de tesoros, y levantándose para quedar contra la pared. Se vio que la parte inferior del lecho era una gran losa de mármol que tenía tallado un bajorrelieve de una grácil figura que parecía ser tanto masculina como femenina, y que danzaba sobre una montaña de cuerpos desnudos que copulaban, todos ellos mutilados del modo más horrible. En la oscilante luz de la estancia, casi parecía que la figura y los cuerpos que pisaba se retorcían y contoneaban lascivamente.

En la plataforma había un agujero, con una escalera de mármol que descendía hacia la oscuridad.

—Que Sigmar y Manann nos protejan —dijo Jochen.

Félix tuvo la terrible sensación de que en breve necesitarían la ayuda de todos los dioses a los que conocieran.

La escalera era tan larga que Félix temió que acabaran saliendo por el fondo de la isla frotante y volvieran a encontrarse dentro del mar. No había antorchas en las paredes. Avanzaron a tientas en la oscuridad más absoluta, salvo por un resplandor rojo que se veía allá en el fondo y que oscilaba a cada paso. Cuando más descendían, más viciado estaba el aire: una sofocante sopa de incienso, humo de loto y algo penetrante y acre.

Entonces, otro resplandor más cercano comenzó a alumbrar sus pasos. Félix vio que las runas del hacha de Gotrek palpitaban como si por su interior corriera fuego.

—Gotrek… —dijo.

—Sí, humano.

Al descender más, el resplandor rojo se reveló como el reflejo de una luz carmesí sobre el suelo de mármol negro que se extendía al pie de la escalera. Gotrek y Félix bajaron cautelosamente hasta él y miraron hacia el fondo del corto corredor que acababa en un par de puertas entreabiertas y sin guardias, por las que salía la luz roja, acompañada por el sonido de voces que se alzaban en una gimiente salmodia que a Félix le dio dentera.

Con los otros avanzando poco a poco detrás de sí, Gotrek y Félix fueron cautelosamente hasta las puertas, un par de pesados paneles de oro incrustados de rubíes, amatistas y lapislázulis que dibujaban miles de cuerpos desnudos enredados de modos imposibles y dolorosos. Félix miró a través de la abertura que quedaba entre ambas, y echó la cabeza atrás con brusquedad, sobresaltado, porque una cara los miraba directamente.

—Es sólo una estatua, humano —dijo Gotrek.

Félix volvió a mirar. El aire del interior estaba tan enturbiado por un humo violeta que resultaba difícil distinguir detalles, pero justo delante de ellos, en medio de una cámara circular iluminada por braseros, había la estatua de una serpiente de seis cabezas que se alzaba hasta el doble de la estatura de un hombre. Cada una de las cabezas de la serpiente tenía un hermoso rostro druchii hecho de mármol blanco, de sexo indeterminado, y uno de ellos miraba directamente hacia la puerta con ojos que titilaban como ónice vivo. Semioculta tras la estatua, al otro lado de la estancia, había una arcada con columnas que daba a otra sala en la que Félix vio sombras de movimientos sinuosos que parecían seguir el ritmo de la salmodia.

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