Mataelfos (35 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

BOOK: Mataelfos
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—Matador —dijo el joven esclavo enano, que fue a detenerse ante Gotrek y le hizo una reverencia—. Permíteme que te acompañe. Puedo ayudarte a encontrar el camino.

—¡Farnir, pedazo de necio! —dijo el enano más viejo—. ¡Los amos te matarán!

Gotrek apartó a un lado al joven enano.

—Ya me has indicado el camino, perjuro —dijo, luego reunió las cadenas del caldero en la mano izquierda y echó a andar hacia la puerta, con la barra de hierro en la derecha y arrastrando la pesada olla tras de sí con la otra, como si se tratara de la cabeza de un mayal gigantesco.

Félix y Euler salieron a la sala principal detrás de él, seguidos de cerca por la tripulación pirata, y Aethenir se situó tímidamente en último lugar. Los cuatro guardias de reserva estaban avanzando cautelosamente hacia la celda abierta, con las espadas desnudas, mientras otros tres guardias y el funcionario observaban y gritaban preguntas desde dentro de la jaula. Los dos enormes carros se encontraban detenidos cerca de las puertas de las celdas, cada uno cargado con calderos gigantes. Junto a uno había dos esclavos enanos muy musculosos que los observaban con asombro.

Los cuatro guardias gritaron y cargaron con las espadas en alto. Gotrek rugió a modo de respuesta y volvió a hacer girar en gran caldero en torno de sí, para luego soltar las cadenas. Voló hacia los guardias, derribando a uno y haciendo que los otros saltaran por encima de las vallas de madera bajas que dividían la habitación. Félix, Euler y los otros se lanzaron al ataque antes de que se hubieran recuperado.

Félix le asestó un tajo en el cuello a uno de ellos cuando intentaba levantarse, y paró un golpe salvaje de otro. Tenía el brazo tan débil que el siguiente ataque del druchii casi le lanzó su propia espada contra la cara. Retrocedió y paró otro golpe, aún más potente, por un pelo. Soltó un juramento. Al parecer, incluso los inferiores guardias de prisión druchii eran espadachines mejores y más rápidos que él. Dirigió un tajo desesperado contra la destellante arma del guardia, y supo que no bastaría, pero entonces cayó una barra de hierro que partió la cabeza del druchii como si fuera un huevo.

Félix volvió la cabeza y vio que Gotrek pasaba rugiendo hacia donde Euler y tres de sus hombres intentaban derribar al último guardia, que luchaba furiosamente contra ellos.

Uno de los piratas retrocedió con paso tambaleante, gritando, mientras las entrañas se le derramaban a través de un tajo que tenía en el vientre. Gotrek lo apartó de un empujón y descargó la barra de hierro sobre el brazo con que empuñaba la espada, que se partió, y el druchii dejó caer el arma al suelo. Los piratas ensartaron al druchii y luego lo cortaron en pedazos para descargar su furia contenida.

Detrás de la refriega, los prisioneros salían de la celda con paso vacilante y parpadeaban al mirarlo todo con asombro de sonámbulo. El prisionero al que Félix le había dado la anilla de llaves abrió otra puerta y agitó un brazo para llamar a los de dentro.

—¡Libres! ¡Sois libres! —gritó.

Por un breve segundo, Félix se preguntó si estaría haciéndoles algún favor a aquellos pobres desdichados medio muertos de hambre al ponerlos en libertad. Probablemente, los guardias los matarían. No había tiempo para pensar en el asunto.

Los piratas les quitaron las espadas y las dagas a los guardias muertos, y avanzaron hacia la jaula. Gotrek y Félix se reunieron con ellos y se abrieron paso hasta la vanguardia, justo a tiempo de ver que los tres carceleros salían de la sala de guardia armados con ballestas de extraño aspecto. El funcionario había desaparecido dentro de la otra habitación, y Félix oyó el metálico repique de una campana de alarma.

Gotrek, Félix y los otros se lanzaron contra los barrotes de la jaula e intentaron pinchar a través de ellos a los guardias, que retrocedieron de un salto para ponerse fuera de su alcance, y dispararon. Uno le erró a Félix por un pelo, y uno de los piratas cayó entre alaridos, al tiempo que se llevaba las manos a la cara. A Félix se le hizo un nudo en el estómago al ver que en la ranura de cada ballesta aparecía una flecha nueva y la cuerda se tensaba por sí sola. ¡Los masacrarían!

Félix y los piratas intentaban herir a los guardias con las espadas, pero sólo Gotrek, armado con la larga barra de hierro, podía llegar hasta ellos. De un golpe le arrebató la balles-

ta de las manos a uno de los druchii, y golpeó a otro en un hombro, haciéndole errar el disparo.

El guardia que llevaba las llaves al cinturón le disparó al Matador, pero Gotrek se agachó y la saeta hirió a un prisionero. El Matador volvió a atacar al guardia de las llaves, pero falló. El druchii retrocedió para esquivarlo, y giró para regresar a la sala de guardia con sus compañeros, que, demasiado tarde, comenzaban a darse cuenta de que deberían haberse mantenido fuera de la vista. Gotrek lo persiguió agitando la barra de hierro tras él, pero le dio a otro al que derribó al suelo.

Maldiciendo, Félix se abrió paso a empujones hasta los barrotes, cogió por la hoja la daga del capataz y la lanzó. El pomo del arma golpeó al guardia de las llaves en la nuca, y el druchii fue a caer junto al otro guardia derribado.

—Buen trabajo, humano —dijo Gotrek.

Por desgracia, los golpes no habían bastado para hacer perder el conocimiento a ninguno de los guardias que comenzaron a levantarse instantáneamente, pero habían caído demasiado cerca de los barrotes y los piratas los atravesaron cuando se ponían de pie. El guardia de las llaves volvió a desplomarse, con el pie izquierdo tentadoramente al alcance.

Félix pasó rápidamente un brazo a través de los barrotes para intentar coger al druchii por el tobillo, en el momento en que el carcelero restante lo cogía por debajo de los brazos e intentaba arrastrarlo hacia la sala de guardia. Félix tiró en sentido contrario, gruñendo a causa del esfuerzo, mientras el tobillo se le escapaba de la mano. Entonces la barra de hierro de Gotrek avanzó de repente y golpeó en el pecho al último guardia, que cayó, inspirando con dificultad.

Félix tiró con toda su alma —que en ese momento no era gran cosa—, y arrastró al guardia muerto casi un metro hacia los barrotes. Lo soltó y desplazó la mano hacia las llaves. Quedaban a unos centímetros de sus dedos.

El guardia superviviente se sentó, respirando trabajosamente, y gateó para volver a coger por los brazos al camarada muerto, pero, con un impacto que le hizo zumbar los oídos a Félix, la barra de hierro de Gotrek descendió sobre los hombros del druchii, que se desplomó.

Félix volvió a tirar del tobillo del guardia muerto y lo apro-

ximó un poco más. Pasó la otra mano por los barrotes, y esta vez cerró los dedos en torno al llavero, que contenía dos llaves. Lo arrancó del cinturón del guardia, lo sacó a través de los barrotes y luego se lo arrojó a Aethenir, que daba vueltas ansiosamente detrás de los piratas.

El alto elfo avanzó hacia la puerta de la jaula mientras Félix, Gotrek y los piratas vigilaban las puertas. Probó con una llave. No giró. Euler soltó una maldición.

Probó con la otra y se oyó un satisfactorio chasquido. Euler y Félix pasaron junto a él, abrieron la puerta de un golpe y volvieron a clavarles estocadas a todos los guardias caídos, sólo para asegurarse.

Mientras los piratas despojaban a los guardias muertos de sus espadas y ballestas, y continuaban adelante, Gotrek avanzó pesadamente hasta la puerta de salida, un enrejado de pesadas tiras de hierro, y la sacudió. Apenas logró estremecerla. A través de ella, Félix veía movimientos preocupantes en el extremo opuesto del corto corredor.

—Vamos, enano —le espetó Euler, intranquilo—. No me digáis que estamos acabados antes de haber empezado. Pensaba que teníais un plan.

Sin hacerle el menor caso, Gotrek examinó con cuidado los bordes de la puerta. Tanto la cerradura como los goznes estaban ocultos detrás de la piedra del marco.

—Los malditos esclavos enanos construyeron demasiado bien para sus amos —gruñó el Matador—. Puede que resulte más difícil de lo que yo pensaba.

Una flecha de asta negra rebotó contra una de las tiras de hierro y cayó dentro de la habitación. Unas cuantas más rebotaron contra la rejilla, pero no la atravesaron. Félix retrocedió y volvió a mirar a través de la puerta. Al fondo del corto corredor había formado media docena de guardias que los apuntaban con ballestas de repetición.

—¡Por las profundidades de Manann! —gimió Euler—. Estamos acabados.

—Todavía no. Venid. —Gotrek dio media vuelta y regresó a paso ligero a la zona más amplia de la habitación, donde se abrió paso hacia los enormes carros de los calderos por entre el gentío de prisioneros que daban vueltas con paso vacilante—. ¡Apartaos todos de la puerta! —gritó.

Félix, Euler y los piratas corrieron tras Gotrek, curiosos. Gotrek examinó ambos carros. Cada uno era más alto que un hombre y llevaba doce calderos encima —seis arriba y seis abajo—, todos colgados mediante cadenas de fuertes trípodes de madera integrados en la pesada estructura. En el primer carro —el que llevaba las ollas para la celda de ellos—, estaban vacías todas las ollas menos dos, pero las del segundo estaban todas llenas.

—Éste —dijo el Matador, al tiempo que le daba una palmada—. Démosle la vuelta.

Félix y algunos de los piratas hicieron girar poco a poco el carro cargado hasta dejarlo encarado con la puerta, mientras Gotrek iba hasta el otro carro y cogía uno de los calderos vacíos. Lo llevó hasta el carro cargado y usó las cadenas para engancharlo en la parte frontal como si fuera la cabeza de un ariete, y luego fue a reunirse con los demás ante la barra de empuje de la parte posterior.

Farnir, el joven esclavo enano, y los dos enanos que habían empujado el carro se les acercaron.

—Déjanos ayudar —pidió Farnir—. Por favor.

Gotrek les volvió la espalda sin pronunciar palabra.

—¡No! —les gritó el viejo esclavo enano a los otros, desde la puerta de la celda—. ¡Quedaos aquí! ¡Esperad a los amos!

—¡Despejar el camino! —gritó Félix, al tiempo que agitaba una mano para llamar la atención de los prisioneros que daban vueltas sin objeto.

—¡Ahora! —dijo Gotrek, y empujó. Félix y los piratas se unieron a él. El carro comenzó a rodar y acelerar con rapidez sobre las losas de piedra. Los hombres y el enano echaron a correr, y los calderos se balancearon un poco atrás y adelante, entre crujidos, y comenzaron a salpicar.

«Si la puerta no se abre —pensó Félix—, esto va a doler.»

El carro pasó a toda velocidad por la puerta de la jaula, con apenas centímetros de margen a cada lado, y se estrelló contra la puerta exterior con un estruendo como el que harían dos acorazados de los enanos al colisionar. Los doce calderos llenos se fueron hacia delante, añadiendo un segundo impacto y salpicándolo todo de gachas y agua.

Los trípodes se rajaron y partieron, y algunas de las gran-

des ollas saltaron de los ganchos y se estrellaron contra el suelo.

La puerta de reja, por desgracia, no se abrió, y Félix se estrelló contra la parte posterior del carro, junto con los otros. Se golpeó una mejilla contra la estructura de madera, se le aflojó un diente, y su espalda chocó con la barra de empuje cuando los piratas que tenía detrás se le fueron encima. Había estado en lo cierto. Dolía.

Gimiendo y maldiciendo, Gotrek, Félix y los piratas salieron de detrás del carro para examinar el daño causado a la puerta. El enrejado de tiras de hierro estaba hundido en el centro, donde el caldero que hacía las veces de cabeza de ariete se había estrellado contra él, y el marco de hierro de la puerta estaba combado hacia dentro, pero los goznes aún resistían y el gatillo de la cerradura no se había zafado del todo de su alojamiento.

—¡Otra vez! —gritó Gotrek, y comenzó a tirar de la barra de empuje.

Al retirar el carro hacia la zona más amplia de la sala, se hizo evidente que había perdido buena parte de su integridad estructural. Las ruedas oscilaban y algunos de los calderos pendían en ángulo extraño, pero continuaba rodando. Cuando lo tuvieron en posición, Gotrek le colocó otro caldero en la parte frontal —el primero se había rajado y aplastado hasta quedar casi plano—, y volvieron a empujar.

Esta vez traqueteó y se estremeció al ir rebotando por el suelo, y tuvieron que esforzarse para evitar que se desviara. Uno de los calderos golpeó contra un lateral de la puerta de la jaula al pasar por ella, pero lograron atravesarla y estrellaron el carro otra vez contra la puerta de salida. Esta vez el estruendo fue aún peor, y los calderos y trozos de madera salieron volando hacia todas partes, pero, con una detonación metálica ensordecedora, la puerta exterior se abrió y, se encontraron dando traspiés por el ancho corredor del otro lado, tras el carro que se desintegraba con rapidez.

—¡Continuad! —gritó Gotrek.

Félix y los demás obedecieron la orden y aceleraron por el corredor hacia la formación de arqueros, mientras las flechas rebotaban en los calderos que se balanceaban y se clavaban en los maderos rajados. El resto de los piratas los seguían, agachados en una desordenada doble fila detrás del carro, algunos con calderos que sujetaban ante sí como escudos, otros respondiendo a los disparos con ballestas arrebatadas a los carceleros o saqueadas de la sala de guardia.

Félix oyó que alguien gritaba una orden y los ballesteros retrocedieron ante ellos para desaparecer por la izquierda. Luego, a unos diez pasos del fondo del corredor, una de las ruedas delanteras del carro se soltó y se alejó rodando, mientras el carro caía sobre el extremo del eje y dejaba un profundo arañazo en las losas de piedra del suelo. Por desgracia, Gotrek, Félix y los otros que empujaban no dejaron de hacerlo a tiempo, y el carro se desvió bruscamente al pivotar sobre el extremo del eje que arrastraba por el suelo, para luego inclinarse lentamente y caer de costado. Resbaló ruidosamente hasta detenerse, mientras calderos y trozos de madera se alejaban rebotando, y ante él se derramaba una ola de agua y gachas mohosas.

Los fugitivos se detuvieron justo antes del final del corredor porque no querían meterse de cabeza bajo una lluvia de saetas, y avanzaron con precaución. Félix se asomó a mirar a izquierda y derecha, para hacerse una idea de la disposición de la zona.

La sala era grande y octogonal —una confluencia de cuatro corredores—, todos idénticos a aquel en el que se encontraban. Los ballesteros se habían retirado hasta la entrada del corredor que tenían a la izquierda. En la pared que partía en ángulo hacia la derecha había otra reja de hierro, ésta ante una ancha escalinata que ascendía hacia la oscuridad. Detrás de ella había seis guardias preparados, armados con espadas y ballestas.

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