Mataelfos (18 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

BOOK: Mataelfos
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—¡Apártate! —gritó Max.

Félix se impulsó con los pies contra el fondo del bote, mientras intentaba convencerse de que no importaba cómo cayera. De todos modos acabaría igual. Los otros hicieron lo mismo. Incluso Gotrek se apartó, aunque durante todo el tiempo masculló acerca de la poca Habilidad de la magia.

Félix miraba hacia el fondo mientras el viento soplaba hacia él desde abajo, y su corazón cayó más rápidamente que su cuerpo. La vidente había esperado demasiado. El suelo ascendía hacia ellos a una velocidad excesiva. Estaban demasiado cerca. No lograría detener el descenso a tiempo.

Pero entonces el viento procedente del fondo aumentó diez veces su fuerza, con un soplo tan poderoso como el de un alto horno de hielo y bramando en los oídos como un ser vivo. El ruido del aleteo de la ropa en torno de su cuerpo era ensordecedor. ¡Caían con mayor lentitud! ¡La muchacha lo estaba logrando! El viento los detenía. Se encontraban suspendidos en el aire, casi como si llevaran puestos los atrapadores de viento de Makaisson. Claudia flotaba en medio de ellos, con los ojos bien cerrados, los brazos rígidamente desplegados a los lados, y murmuraba frenéticamente.

—Es un milagro —jadeó el capitán Oberhoff, que miraba a un lado y a otro con aterrorizado asombro.

Era, en efecto, un milagro, pero continuaban moviéndose en la dirección equivocada. «Elévanos —tenía ganas de gritar Félix, pero no se atrevía a romper la concentración de Claudia—. ¡Sácanos de este agujero!»

Continuaban descendiendo. ¿Estaba loca? Estaba muy bien evitar que se estrellaran y acabaran convertidos en pulpa en el fondo oceánico, pero aquel remolino antinatural se cerraría en cualquier momento.

Cuando estaban a seis metros por encima del fondo marino, Gotrek cayó como una piedra. Gritó, sorprendido, y se alejó del resto para aterrizar en el fango.

Claudia gimoteó y también cayó Félix. Chilló y agitó los brazos mientras el viento que lo había sostenido se debilitaba hasta desvanecerse, y cayó al fango a pocos metros de Gotrek. Dobló las rodillas al tocar el suelo, y se encontró arrodillado y sumergido hasta la cintura en un lodazal que tenía la consistencia de la escayola fresca. Le vibraba el cuerpo a causa del impacto, pero no pensaba que se hubiera roto ni desgarrado nada. Los demás cayeron en torno a ellos, entre maldiciones y gritos, y la última fue Claudia, que aterrizó desmañadamente sobre las posaderas.

Félix miró alrededor mientras intentaba salir del fango que lo retenía. Habían caído muy cerca de la rielante muralla de agua, en la mismísima periferia de la ciudad en ruinas. Los destrozados restos del bote sobresalían del barro a poca distancia, y a la izquierda veía muros bajos, ahora convertidos en poco más que escombros recubiertos de algas, que en otros tiempos podrían haber formado parte de una fastuosa casa. Al otro lado se alzaba la ciudad, alta, blanca y rota, como una colección de jarrones de porcelana imposiblemente esbeltos y delicados que hubieran aplastado con un azadón. Y más allá de las ruinosas torres se alzaba el gigantesco acantilado verde de agua que conformaba el lado opuesto del remolino, que ascendía y ascendía. El peso de toda aquella agua resultaba palpable. El sólo hecho de mirarla lo aplastaba. No sabía qué la mantenía así, pero estaba seguro de que, lo que fuera, no duraría. En algún momento, aquellas murallas imposibles se derrumbarían y el agua caería con todo su peso para aplastarlos y ahogarlos. Eso hacía que Félix tuviera ganas de acurrucarse y protegerse la cabeza.

En torno a él, los demás luchaban para ponerse de pie, hundidos en el fango hasta las rodillas o más arriba, pero aparentemente ilesos. Sólo Claudia permanecía inmóvil, inclinándose hacia un lado, consciente sólo a medias y hundida en el fango hasta las rodillas. Gotrek era el que estaba peor, enterrado hasta el pecho. Escupió un bocado de barro.

—Magia… —dijo como si fuera una palabrota.

—Estúpida mujer —exclamó Aethenir, mientras intentaba sacar del fango el borde de su ropón—. ¿Por qué no nos sacasteis fuera? ¡Ahora estamos atascados aquí!

Félix tuvo ganas de darle al elfo un puñetazo en la nariz, aunque él mismo había pensado lo mismo segundos antes, pero era diferente decirlo en voz alta.

—¡Alto señor, controlad vuestra lengua! —dijo Max con tono cortante—. Ha hecho todo lo que ha podido.

—Lo lamento. Estaba demasiado débil —dijo Claudia, que se cogió la cabeza al recuperarse del desmayo—. Erais demasiados. Nunca antes había intentado hacer un encantamiento tan complejo. —Se volvió a mirar a Gotrek con el ceño fruncido—. Vos resultasteis, maestro enano, muy difícil de sujetar.

—Los enanos son muy resistentes a la magia —explicó Max—, y yo diría que el Matador lo es más que la mayoría.

Félix logró recobrar al fin la libertad y se acercó a Gotrek para ofrecerle una mano. Dos de los caballeros de la Guardia del Reik se le unieron.

Detrás de ellos, Aethenir inclinó brevemente la cabeza hacia Claudia.

—Os pido disculpas, vidente. Hablé con rudeza debido a la agitación. Ya veo que habéis hecho todo lo que puede hacer un humano. —Se volvió hacia Max mientras ella le clavaba una mirada colérica en la espalda—. Pero ¿ahora qué, magíster? —preguntó—. Aún estamos atascados aquí. Sólo hemos retrasado nuestra muerte.

—Volveré a intentarlo —dijo Claudia, que estaba que echaba humo—. Pero necesitaré algo de tiempo para reunir mis insignificantes energías humanas.

—En ese caso, recemos para que haya tiempo suficiente —dijo el alto elfo, al tiempo que le dedicaba a ella un cortés gesto de asentimiento, y aparentemente sin darse cuenta del sarcasmo.

—Señor magíster —llamó el capitán Oberhoff. Max y los demás se volvieron, y vieron que señalaba el fango, a poca distancia de sí—. Mirad, mi señor. Huellas.

Los ojos de Max y Aethenir se abrieron más.

Max avanzó chapoteando por el barro que le succionaba los pies a cada paso.

—¿Estáis seguro?

—Sí, señor —contestó el capitán.

Gotrek logró al fin salir del lodo con la ayuda de Félix y los caballeros de la Guardia del Reik, y él y Jaeger se reunieron con Max y Aethenir, junto al capitán. Los huecos que había en el lodo eran, definitivamente, huellas de pies —numerosos pares de ellas—, y todas se adentraban en la ciudad. Debido a que el lodo había vuelto a caer dentro de las depresiones se habían vuelto a enterrar, resultaba imposible saber quiénes o qué las habían dejado, pero, con independencia de lo que fueran, parecía haber una veintena de ellos.

—Alguien más ha caído dentro de este agujero —dijo el capitán.

—O ha hecho que se creara —matizó Max, con tono ominoso, y se volvió hacia Aethenir—. ¿Sabéis qué lugar es éste, alto señor?

Aethenir miró en torno, contemplando los lejanos edificios con el ceño fruncido.

—Es una de las ciudades élficas que se hundieron durante la Secesión, tal vez Lothlakh, o Ildenfane. Sin mapas ni libros, no puedo saberlo con seguridad. —Volvió a bajar la mirada hacia el lodo—. Pero si de algo puedo estar seguro, es de que quienquiera que la haya dejado así expuesta, quienquiera que haya venido a registrarla, no puede andar tras nada bueno.

Claudia se puso de pie, balanceándose sólo levemente.

—Sí, éste es el sitio. Éste es el corazón. Es allí donde se encuentra el mal que destruirá Marienburgo y Altdorf.

«Por supuesto que lo es», pensó Félix, al tiempo que reprimía un gemido.

Max se acarició la barba enfangada y suspiró.

—En ese caso, supongo que será mejor que vayamos a echar un vistazo, ¿no?

El avance fue penoso, al menos al principio, ya que cada paso requería un esfuerzo extenuante porque el barro les atrapaba los pies y se les adhería a las capas y los ropones. Se volvió más fácil al aproximarse a la ciudad, cuando encontraron los restos de un camino pavimentado que también estaba cubierto por una capa de sedimentos, pero mucho menos gruesa.

Era uno de los entornos más extraños que Félix había visto en sus viajes, con los delicados muros blancos de los edificios élficos y las esbeltas, puntiagudas torres, ahora desmoronados y recubiertos por una descabellada fantasmagoría de adornos: conchas, estrellas de mar y drapeados de algas, barrocas filigranas de corales de color apagado, algas musgosas, colonias de almejas adheridas a la piedra, y más extraños seres con tentáculos que parecían árboles de los desiertos del Caos en miniatura. Peces muertos y langostas que hacían débiles gestos yacían en el lodo de callejones antiguos, mientras corría agua por cunetas que no habían visto la lluvia en muchos siglos. Y, por encima de todo esto, las imposibles murallas verdes de agua de mar.

Félix no podía evitar volverse a mirarlas con nerviosismo a cada paso, temeroso de que fueran a caer cuando no las miraba. Ante la entrada de la ciudad, una alta arcada blanca cuyas puertas de madera habían desaparecido hacía mucho tiempo, se volvió una última vez y vio algo dentro del agua, una extraña forma negra más grande que una ballena que pasaba lentamente como un pez en su pecera.

—¡Gotrek! ¡Max! —gritó, señalándola, pero cuando se volvieron todos, había desaparecido, retrocediendo hasta desvanecerse en la verde oscuridad que rodeaba el vórtice.

—¿Qué sucede, Félix? —preguntó Max.

—Una forma —replicó—. Dentro del agua. Como una ballena.

Max miró la muralla de agua en espera de que apareciera algo, y luego se encogió de hombros.

—Tal vez fuera una ballena. —Dio media vuelta y atravesó la arcada.

Los otros lo siguieron. Félix frunció el ceño, sintiéndose estúpido, y cerró la retaguardia.

Dentro de las murallas se hizo evidente la gloriosa arquitectura élfica. Aunque una gran parte estaba desmoronada, una parte aún mayor continuaba en pie, y era magnífica. Las puertas y ventanas eran todas altas y estrechas, rematadas por gráciles arcos. Las columnas eran delicadas y ahusadas. Las calles anchas y bien trazadas, de modo que cada esquina ofrecía una vista nueva y pasmosa.

El grupo siguió las huellas hacia el corazón de la ciudad, donde los edificios eran aún más altos y ostentosos. Obviamente, se trataba de templos, palacios y lugares de entretenimiento público, y los que aún se mantenían en pie inspiraban pasmo reverencial por su tamaño y delicadeza… o al menos se lo inspiraban a Félix.

—Endeble basura élfica —refunfuñó Gotrek, al mirar el entorno—. No es de extrañar que se hundiera.

Félix esperaba algún tipo de contestación por parte de Aethenir, pero el joven elfo estaba demasiado ocupado en mirar la ciudad con ojos fijos. Se sentía tan fascinado por lo que veía que parecía haber perdido completamente el miedo.

—Sí —decía, más para sí que otra cosa—. Es exactamente como mis estudios decían que sería. Definitivamente, se trata de Lothlakh. El diario de Selyssin describe la torre de los maestros del conocimiento exactamente así, pero… no, si esto es Lothlakh, el templo de Khaine tiene que estar, sin duda, justo a la izquierda de esos baños. Quizá se trata de Ildenfane, después de todo.

Al fin, las huellas los llevaron hasta un extenso palacio simétrico con altas torres con contrafuertes, y un par de puertas doradas en el centro, flanqueadas por altas estatuas doradas de regios elfos que empuñaban espadas y báculos. Tanto el oro de las puertas como el de las estatuas estaba sucio de lodo e incrustado de percebes y mejillones, pero aún se encontraban todas intactas.

Gotrek asintió con aire aprobador.

—Eso es obra de enanos —dijo—. Hecha antes de que los elfos nos atacaran e insultaran.

Ni siquiera eso provocó una reacción en Aethenir. Caminaba hacia el palacio como un sonámbulo, moviendo vagamente las manos hacia los varios detalles de la arquitectura y el emplazamiento.

—¡Sí que es Lothlakh! —dijo—. Tiene que serlo. Éste es el palacio del señor Galdenaer, gobernante de Lothlakh, descrito con total exactitud en el Libro del este, de Oraine. ¡Pensar que he vivido para ver esto!

—Es en verdad hermoso —dijo Max—, pero tal vez deberíamos acercarnos con mayor cautela. Parece que los que buscamos podrían estar en el interior.

Aethenir bajó los ojos hacia las huellas que llegaban hasta las puertas de oro, y a sus ojos afloró una expresión nerviosa al despertar de la ensoñación de erudito.

—Sí —respondió—. Sí, por supuesto. —Se volvió hacia el capitán de la guardia de su casa—. Rion, encabeza la marcha.

El capitán hizo una reverencia y sus elfos avanzaron hacia los anchos escalones de mármol cubiertos de fango que ascendían hasta las puertas doradas. Los demás los siguieron. Gotrek, Félix y los miembros de la Guardia del Reik ocuparon la retaguardia, mirando con precaución hacia todas partes.

Las puertas habían sido abiertas —Félix no podía ni imaginar por qué medios—, justo lo bastante como para permi-

tirles pasar de uno en uno. El primero de los elfos se deslizó a través de la abertura mientras los otros esperaban. Pasado un momento reapareció, y con un gesto les indicó que podían entrar. El grupo lo siguió al interior de un vestíbulo enorme. Félix y los demás contemplaron, maravillados, las columnas con incrustaciones de oro, las ruinosas estatuas de obsidiana y los altos techos abovedados. Ventanas que en otros tiempos habían estado cerradas por vidrios coloreados, eran ahora agujeros vacíos a través de los cuales entraba una luz solar de un verde acuoso que causaba la impresión de que el palacio aún estaba bajo el mar.

Las misteriosas huellas atravesaban el suelo de mármol cubierto de sedimentos hasta una ancha escalera que descendía hacia la oscuridad. Max creó una pequeña luz —menos brillante que una vela—, que envió por delante de los guerreros elfos para que pudieran seguir las huellas. Allí el fango era más abundante y hacía que la escalera resultase traicionera. Félix se sujetó a la barandilla de mármol para estabilizarse. Cuando ya había descendido un tramo de escalera, el capitán Rion alzó una mano y todos se detuvieron. Desde abajo les llegaban suaves sonidos de movimiento y conversación, y un ruido fuerte de metal contra metal, como si alguien raspara continuamente el interior de una campana con una daga. Félix forzó el oído, pero no pudo captar las palabras ni el idioma. Los altos elfos se miraron entre sí pero no dijeron nada. Continuaron bajando, tan silenciosos como gatos. Félix y los demás intentaron imitarlos.

Al pie de la escalera había una arcada que brillaba con una extraña luz púrpura. Los altos elfos avanzaron sigilosamente hasta un lado de la arcada, manteniéndose fuera de la vista de los que estaban dentro, y luego asomaron la cabeza con cautela. Félix, Max y Gotrek siguieron su ejemplo.

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