Cuando viajaban hacia Marienburgo para cumplir con la última voluntad del agonizante padre de Félix Jaeger, éste y el Matatrolls enano Gotrek se encontraron con un viejo conocido, Max Schrieber, y su bella acompañante, la vidente Claudia Pallenberger. Los dos hechiceros imperiales habían sido enviados a investigar unos inquietantes portentos que se estaban produciendo ante la costa norte del Imperio, y pidieron a Gotrek y Félix que se unieran a ellos. Juntos, los cuatro se embarcaron en dirección al mar de las Garras, donde descubrieron un aterrador complot que amenazaba al Imperio y al mundo.
¿Podrán Gotrek y Félix abrirse paso con las armas a través de un arca negra atestada de elfos oscuros, a tiempo para impedir que un aquelarre de hechiceras lance un conjuro destinado a destruir todo lo que les es querido?
Nathan Long
Mataelfos
Las Aventuras De Gotrek Y Félix 10
ePUB v1.0
Arthur Paendragon08.04.12
Título original:
Elfslayer
Año de edición: 2008
Traducción: Diana Falcón
ISBN: 978-84-4803-678-2
Idioma: Español
Ésta es una época oscura, una época de demonios y de brujería. Es una época de batallas y muerte, y de fin del mundo. En medio de todo el fuego, las llamas y la furia, también es una época de poderosos héroes, de osadas hazañas y de grandiosa valentía.
En el corazón del Viejo Mundo se extiende el Imperio, el más grande y poderoso de todos los reinos humanos. Conocido por sus ingenieros, hechiceros, comerciantes y soldados, es un territorio de grandes montañas, caudalosos ríos, oscuros bosques y enormes ciudades. Y desde su trono de Altdorf reina el emperador Karl Franz, sagrado descendiente del fundador de estos territorios, Sigmar, portador del martillo de guerra mágico.
Pero estos tiempos están lejos de ser civilizados. Por todo lo largo y ancho del Viejo Mundo, desde los caballerescos palacios de Bretonia hasta Kislev, rodeada de hielo y situada en el extremo septentrional, resuena el estruendo de la guerra. En las gigantescas Montañas del Fin del Mundo, las tribus de orcos se reúnen para llevar a cabo un nuevo ataque. Bandidos y renegados asolan las salvajes tierras meridionales de los Reinos Fronterizos. Corren rumores de que los hombres rata, los skavens, emergen de cloacas y pantanos por todo el territorio. Y, procedente de los salvajes territorios del norte, persiste la siempre presente amenaza del Caos, de demonios y hombres bestia corrompidos por los inmundos poderes de los Dioses Oscuros. A medida que el momento de la batalla se aproxima, el Imperio necesita héroes como nunca antes.
Capítulo 1«Y así, por primera vez desde aquella remota noche en que le hice el juramento al Matador, volví a mi ciudad natal, donde no hallé ni la cordial bienvenida que habría deseado ni el recibimiento que había temido, sino una realidad más extraña y terrible que cualquiera de esas dos cosas.
El hecho de que no lográramos llegar a Middenheim a tiempo para su defensa, precipitó al Matador en el abatimiento más prolongado del que fui testigo desde que nos conocimos. De hecho, durante un tiempo temí que no se recuperara jamás. Pero entonces, un encuentro casual con un viejo aliado nos arrastró a la más demente y desesperada aventura que hayamos compartido, y el Matador recuperó el brío, aunque, en aquellos días, en muchas ocasiones dio la impresión de que pagaríamos su recuperación con la vida.»
De Mis viajes con Gotrek, vol. VII
Por herr Félix Jaeger (Altdorf Press, 2528)
Félix Jaeger se miró en el espejo de marco dorado del señorial vestíbulo de la mansión que su padre tenía en Altdorf, ante el cual se alisó el nuevo jubón gris y se enderezó el cuello de la camisa por décima vez. El profundo tajo, que había sufrido en la frente al explotar la Espíritu de Grungni, era ahora apenas una cicatriz rosada que formaba un arco por encima de su ceja izquierda. Los otros cortes y rasguños menores habían desaparecido. Los médicos que habían cuidado de él estaban atónitos.
Habían pasado menos de dos meses desde el accidente, pero estaba completamente restablecido. Las torceduras que se había hecho en ambos tobillos al caer al suelo con el «fiable» de Makaisson ya no le dolían. La jaqueca y la visión doble habían desaparecido. Ni siquiera le quedaban marcas de las múltiples quemaduras, y el tajo infligido por la espada del adorador del Caos, que le había llegado hasta las costillas, bajo el brazo izquierdo, no era más que una línea que se iba desvaneciendo.
Por supuesto, era muy bueno estar otra vez en forma y sano, pero eso también significaba que ya no le quedaban excusas para no ir a ver a su padre.
Detrás de él se oyó una tos discreta. Se volvió. El mayordomo de su padre se encontraba en la escalera de mármol que ascendía hacia los pisos superiores.
—Os recibirá ahora.
«Bien —pensó Félix—, ha llegado el momento. No puede ser peor que enfrentarse con un demonio, ¿verdad?»
Tragó saliva y ascendió la escalera detrás del mayordomo.
Gustav Jaeger parecía un maniquí arrugado que se ahogaba en un mar de ropa de cama blanca. Sus marchitas manos descansaban, quietas y rosadas, sobre el edredón de pluma de ganso. Un llamativo anillo de oro engarzado con zafiros que rodeaban la letra «J», formada por rubíes, rodeaba flojamente un dedo encogido. La piel de la cara le colgaba de los huesos como ropa mojada tendida a secar. Parecía ya muerto. Félix apenas lo reconoció, nada quedaba del gigante que había sido. Sólo sus ojos eran como los recordaba: vivos y coléricos, de color azul y capaces de licuarle a Félix las entrañas con una sola mirada acerada.
—Cuarenta y dos años —dijo con un hilo de una voz sibilante—. Cuarenta y dos años, y sin ningún resultado visible. Patético.
—He recorrido todo el mundo, padre —dijo Félix—. He escrito libros…
—Los he leído —le espetó el padre—. O lo he intentado. Basura. Todos. No habrás ganado ni una corona, estoy seguro.
—De hecho, Otto dice…
—¿Tienes ahorros? ¿Propiedades? ¿Esposa? ¿Hijos? —Eh…
—Ya suponía que no. Doy gracias a los dioses por el crío de Otto. Si lo hubiera dejado en tus manos, no quedaría nadie que llevara el apellido Jaeger. —Gustav alzó su débil cabeza de la almohada y clavó en Félix una mirada cáustica—. Supongo que has vuelto para mendigar tu herencia.
Félix se sintió ofendido. No había ido a buscar dinero. Había ido a hacer las paces.
—No, padre. Yo…
—Pues mendigarás en vano —se burló el anciano—. Mira que desperdiciar todas las ventajas que te ofrecí: una educación, un puesto en el negocio familiar, el dinero que gané con el sudor de mi frente, todo para convertirte en poeta. —Escupió esta última palabra, como si dijera «orco» o «mutante»—. ¡Dime cuándo un poeta ha hecho algo útil por el mundo!
—Bueno, el gran Detlef…
—¡No me vengas con necedades, idiota! ¿Crees que quiero oír tu cháchara de maricón?
—Padre, no te alteres —dijo Félix, alarmado al ver que el rosado rostro de su padre se volvía rojo—. No estás bien. ¿Quieres que vaya a buscar a la enfermera?
Su padre se dejó caer sobre la almohada, con la respiración agitada y sibilante.
—Mantén a esa… gorda envenenadora… lejos de mí. —Volvió la cabeza para mirar otra vez a Félix. Ahora sus ojos estaban turbios… angustiados. Una de sus apergaminadas manos hizo un gesto para que Félix se acercara—. Ven aquí.
Félix adelantó una silla, con el corazón acelerado.
—¿Sí, padre? —Tal vez su progenitor iba a ablandarse finalmente. Tal vez cicatrizarían las viejas heridas de ambos, por fin. Quizá iba a decirle que en lo más profundo de su corazón siempre lo había querido.
—Existe… un medio por el que puedes volver a ganar mi favor y… tu herencia.
—Pero si yo no quiero una herencia. Sólo quiero tu…
—¡No me interrumpas, maldito! ¿No te enseñaron nada en la universidad?
—Perdóname, padre.
Gustav, tendido de espaldas, miró al techo. Permaneció silencioso y quieto durante tanto rato que Félix comenzó a temer que hubiera muerto sin haber pronunciado las palabras de reconciliación porque él lo había interrumpido.
—Estoy… —dijo Gustav con voz casi inaudible.
Félix se inclinó ansiosamente hacia él.
—¿Sí, padre?
—Estoy en peligro de perder Jaeger e Hijos… a manos de un pirata malnacido llamado Hans Euler.
Félix parpadeó. No eran ésas las palabras que había esperado.
—¿Perder…? ¿Quién es ese hombre? ¿Cómo ha sucedido?
—Su padre, Ülfgang, fue socio mío, y Hans, ese pequeño chantajista de negro corazón, se ha hecho con una carta privada que le escribí a su padre hace treinta años y que, según él afirma, demuestra que yo introducía contrabando en el Imperio para no pagar los aranceles. Dice que le ense-
ñará la carta al Emperador y al Gremio de Comerciantes de Altdorf, si no lo hago socio mayoritario de Jaeger e Hijos antes de que acabe el mes próximo.
Félix frunció el ceño.
—¿Introducías contrabando para no pagar los aranceles imperiales?
—¿Qué? Claro que sí. Todos lo hacen. ¿Cómo crees que pagué tu desperdiciada educación, muchacho? —Ah.
Félix se escandalizó. Siempre había sabido que su padre era un empresario despiadado, pero ignoraba que había llegado a violar la ley.
—¿Y qué sucederá si ese Euler entrega la carta a las autoridades?
Gustav comenzó a ponerse rojo otra vez.
—¿Eres abogado, de repente? ¿Estás sopesando los méritos de mi caso? ¡Soy tu padre, malditos sean tus ojos! Debería bastar el hecho de que yo te lo pidiera.
—Sólo estaba…
—El gremio me expulsaría y el Fisco Imperial se apoderaría de todo lo que tengo, eso sucedería —dijo Gustav—. Esa corrupta puta vieja de Hochsvoll cogería mi contrata de fletes y se la daría a uno de sus compinches. Sería la prisión para mí, y no habría herencia ni para Otto ni para ti. ¿Eso es suficiente para despertar tu compasión?
Félix se sonrojó.
—No quería…
—Euler aguarda mi respuesta en su casa de Marienburgo —continuó el anciano, mientras volvía a dejarse caer de espaldas—. Quiero que vayas allí y le quites la carta por el medio que consideres oportuno. Tráemela y tendrás tu herencia. En caso contrario, ya puedes morirte en la pobreza, como mereces.
Félix frunció el ceño. No estaba seguro de qué esperaba de aquella reunión, pero no era esto.
—¿Quieres que se la robe?
—¡No quiero saber cómo lo harás! ¡Simplemente hazlo!
—Pero…
—¿Qué problema hay? —preguntó Gustav con voz ronca—. He leído tus libros. Recorres el mundo matando a todo quisque y apoderándote de sus tesoros. ¿Te negarás a hacer lo mismo por tu padre?
Félix vaciló a la hora de responder. ¿Por qué tenía que hacerlo? No quería la herencia, no quería a su hermano Otto lo bastante como para preocuparse porque él recibiera la suya, y dudaba que su padre fuera a vivir durante el tiempo suficiente como para cumplir condena en prisión. Ciertamente, no sentía que le debiera nada al viejo.
Gustav lo había echado a la calle sin un solo pfennig veinte años antes, y desde entonces jamás se había preocupado por saber cómo estaba, y antes de eso había sido un padre duro e indiferente. A lo largo de los años, había habido numerosas ocasiones en las que Félix había deseado que el viejo se atragantara con las gachas del desayuno y muriera, y sin embargo…