Al fin, suspiró y se retrasó un poco para situarse junto a Gotrek, que se había quedado atrás.
—Matador —dijo—, no logro decidir si quedarme o marcharme.
Gotrek se encogió de hombros.
—La primera lealtad de un enano es para con la familia. No me tomaré a mal esto.
Félix asintió, pero continuó meditando. El hecho de que Gotrek le diera permiso para dejarlo, no hacía que la decisión resultara más fácil. Por disparatado que pareciese, preferiría ir con Gotrek hacia su propia perdición. No le importaba realmente lo que sucediera con Euler. Era su padre quien lo había obligado a enfrentarse con él. Al viejo rapaz le estaría bien empleado si Félix se limitaba a permanecer sentado durante los diecisiete días siguientes y dejaba que Euler les enviara la carta a las autoridades. Y, sin embargo, lo había prometido. ¿Acaso no le había dicho a Claudia, hacía muy poco, que un juramento era un juramento, por mucho…?
¡Diecisiete días! El corazón de Félix dio un brinco. ¡Eso era! Ésa era la solución.
Se volvió a mirar a Gotrek.
—He tomado una decisión —dijo—. Tengo diecisiete días para recuperar la carta, así que te acompañaré. No podemos tardar más de una semana en remontar la costa, y otra semana en volver. Así que dispondremos de uno o dos días para recuperar la carta de manos de Euler, cuando regresemos.
—Podríamos no regresar, humano —dijo Gotrek.
—En ese caso, será el destino quien me haya privado de cumplir mi promesa —replicó Félix—, y no la falta de voluntad.
Gotrek alzó una ceja ante esto, pero nada dijo mientras Félix iba a notificarle a Max su decisión.
La hospitalidad del Jefe de Guerra Riskin Oreja Desgarrada, del Clan Skryre, comandante de las madrigueras skaven del subsuelo de la conejera con olor a pescado que los humanos llamaban Marienburgo, equivalía a una sola habitación húmeda situada al fondo de un túnel en desuso, tan pequeña que casi no cabía Thanquol en ella, mucho menos su séquito y Rompehuesos, ¡y por la que aquel impertinente cachorro joven esperaba que le pagara una fortuna en raciones de piedra de disformidad! La descarada falta de respeto de esto dejaba atónito a Thanquol. ¿Acaso no sabía quién era él? En los viejos tiempos, un simple jefe de guerra se habría inclinado para lamerle las patas posteriores en su ansiedad por servir a un vidente gris de su renombre.
El frío recibimiento no había mejorado precisamente el humor de Thanquol, ya pésimo a causa del penoso y lento viaje que lo había llevado hasta allí. En sus tiempos, los portadores de palanquín eran veloces y sumisos. Sabían qué sitio ocupaban y cómo llevarlo a uno hasta su lugar de destino sin chocar con todos los skaven que iban en dirección contraria. Ahora, avanzar todos en la misma dirección y al mismo tiempo parecía ser más de lo que sabían hacer. Por tanto, escuchó con impaciencia las excusas que le daba el asesino demasiado bien pagado y de escasa efectividad.
—Te presento mis abyectas disculpas, oh, el más magnánimo de los skaven —dijo Colmillo Umbrío desde el suelo, arrodillado ante él—. Pero aunque nuestro humo de dormir no los pilló en el sitio de beber, no todo está perdido.
—¿No? —preguntó Thanquol—. Entonces ¿te las has arreglado para envenenarte tú en el intento?
Issfet soltó una aduladora risilla ante esto, y Thanquol le manifestó su aprobación con un asentimiento. Le gustaba que sus sirvientes fueran serviles y obsequiosos.
—No, vidente gris —dijo Colmillo Umbrío—. Pero hemos seguido-perseguido al par hasta un barco, y hemos torturado a uno de los marineros para que nos revelara la destinación. —¿Y…?
El asesino se removió con incomodidad.
—No tienen ninguna destinación, oh, sagaz. Cazan-buscan a algo en el pantano-hedor, pero no saben dónde está.
Thanquol rumió esta información. Era una desgracia que Colmillo Umbrío hubiera fracasado una vez más en la captura de sus dos Némesis, pero seguirlos al interior de las Tierras Desoladas, donde no habría nadie que pudiera interferir o acudir a rescatarlos, no sería el más terrible de los planes. Sí, tal vez fuera para mejor. Ahora sólo necesitaba un medio para seguirlos.
Se volvió a mirar a Issfet.
—¿Qué medios de transporte tiene a su disposición ese necio de Riskin? —preguntó—. Rápido-rápido.
El skaven sin cola hizo una reverencia, y una vez más estuvo a punto de perder el equilibrio.
—Lo averiguaré, oh, el más oloroso de los señores.
El Orgullo de Skinstaad era un barco mercante de dos palos, de Marienburgo, que Aethenir había alquilado con oro élfico. Se trataba de una pequeña barca barrigona, lenta pero adecuada para navegar por el mar, con un capitán canoso de nariz aguileña llamado Ülberd Breda, y una tripulación compuesta por hombres de todos los rincones del Viejo Mundo.
Aunque había aceptado de buena gana el dinero de Aethenir, el capitán Breda parecía un poco inquieto respecto al viaje, y Félix no se lo reprochaba. Las instrucciones de Max habían sido que navegara hacia el noroeste a través del mar de Manaanspoort, entrara en el mar del Caos y continuara navegando por él hasta que fraulein Pallenberger ordenara el alto. Si no recibía ninguna visión, podrían continuar navegando hasta el mismísimo mar de Hielo, y un viaje hasta esos climas bárbaros no podía realizarse a la ligera en una nave pequeña, y menos con la proximidad del invierno. Tormentas, bárbaros nórdicos e icebergs eran lo mínimo que podrían esperar si llegaban tan lejos.
Félix se estremeció ante la idea de pasar tantos días en el mar, y no a causa del frío ni del peligro. Encontrarse encerrado en aquella nave pequeña con una mezcla de personalidades tan inestable, sería sin duda una experiencia difícil. De hecho, ya había habido conflictos antes de que abandonaran el muelle. Aethenir había subido a bordo con siete guerreros elfos, echado un vistazo al camarote que tenía asignado y vuelto a salir diciendo que se negaba a permanecer en él hasta que no lo hubiesen limpiado a fondo.
—Está mugriento —dijo con un estremecimiento—. Apesta a orines y alimañas. Había una rata en mi cama.
Los tripulantes soltaron bufidos al oírlo.
—El barco que no tiene ratas es un barco que no navega, venerable señor —dijo el capitán Breda.
—En ese caso, jamás habéis navegado en un barco de Ulthuan —declaró Aethenir, sorbiendo por la nariz.
—No, venerable señor, nunca. Pero si intentáramos ahuyentar a todas las ratas de este barco, jamás soltaríamos amarras. —Se volvió a mirar a uno de los tripulantes, un estaliano, por la apariencia—. Doso, ve a limpiar el camarote del venerable señor.
—Pero si lo he lampaceado esta mañana —protestó Doso.
—Entonces, lampacéalo otra vez —gruñó el capitán—. Y esta vez usa agua limpia.
Doso refunfuñó pero hizo lo que le mandaban.
Después de esta segunda limpieza quedó claro que Aethenir aún seguía insatisfecho, pero Max susurró algunas palabras al oído del alto elfo, y éste dejó el asunto. Por desgracia, el daño ya estaba hecho. El alto elfo se había ganado la mala voluntad de la tripulación, hombres que podrían haberlo tratado con la reverencia y respeto que los humanos generalmente reservan para las razas antiguas, pasaron, de golpe, a burlarse de él a sus espaldas y escupir a su sombra.
A los guerreros les fueron mejor las cosas porque, a diferencia de su señor, parecían veteranos endurecidos: fríos, silenciosos elfos que llevaban cotas de malla marcadas pollas batallas bajo las sobrevestas de colores verde y blanco de la casa de Aethenir, y no pedían ningún favor especial. Encontraron un sitio cerca de la borda de popa, donde se pusieron a hablar quedamente entre sí, y eso fue todo.
Gotrek hizo lo que siempre hacía en cualquier viaje por mar. Se marchó directamente al camarote, y se quedó en él. Félix, esperaba que continuara así, ya que eso disminuiría las probabilidades de que él y Aethenir se encontraran durante el viaje, situación que debía evitarse a toda costa si no querían que se vertiera sangre ni se reavivara la Guerra de la Barba.
Max y Claudia hablaron brevemente con el capitán, y también se retiraron a sus camarotes, pero Félix temía que dentro de poco surgirían problemas por ese lado. Se le erizó el vello de la nuca cuando la vidente, al comenzar a descender la escalera, le lanzó una mirada desde detrás de su dorada cascada de cabello.
Los miembros de la Guardia del Reik que escoltaban a Max encontraron un sitio junto a la borda de babor, y se instalaron allí a charlar, fumar en pipa y escupir por encima de la borda mientras los tripulantes se preparaban para partir.
Al fin, cuando la espesa niebla se transformaba en lluvia ligera, largaron amarras y los botes de la autoridad portuaria de Marienburgo los remolcaron fuera de Brynwater y hasta el centro del Rijksweg. Se izaron las velas y comenzaron a navegar, pasando ante las severas fortificaciones del islote de Rijker, y se adentraron en el mar de Manaanspoort.
Y Félix no podría haber imaginado un comienzo de viaje menos emocionante. El cielo era de un gris apagado y uniforme. El aire, húmedo y gélido; la lluvia ni siquiera era lo bastante fuerte como para llamarla llovizna, y el escenario dejaba mucho que desear. La costa este del mar, que corría casi hacia el norte en dirección al mar del Caos, era conocida como las Marismas Malditas, pero Félix, después de cinco horas observándolas pasar lentamente, estaba dispuesto a rebautizarlas como Marismas Aburridas, ya que nunca en su vida había visto un paisaje tan carente de interés: nada más que cortaderas, espadañas y árboles raquíticos a lo largo de un kilómetro tras otro. De vez en cuando pasaba volando una cigüeña o una bandada de gansos que parloteaban como ruidosos niños, o se oía el rumor y chapoteo de algún oculto morador de los pantanos que se deslizaba dentro de las aguas calmas, pero nada más. No era de extrañar que el Imperio hubiese permitido que Marienburgo reclamara para sí esas marismas y tierras desoladas, pensó Félix. ¿Quién podría quererlas?
A la hora del almuerzo hubo más problemas con Aethenir —problemas cuyas repercusiones de largo alcance afectaron a la paz mental de Félix—, aunque al principio sólo había sido una discusión sobre comida.
Antes de haber probado siquiera el cuenco de estofado que le llevó uno de sus guerreros, Aethenir lo arrojó por encima de la borda. Ya había salido alterado del camarote —presumiblemente por la falta de limpieza—, y el olor de la comida pareció ser la gota que colmó el vaso.
—¡Esto es inaceptable! —dijo con voz alta y clara—. Puede que me vea obligado a dormir en la inmundicia, pero me niego a comerla.
Félix olió otra vez estofado. Le pareció que olía bien, si bien estaba un poco cargado de ajo.
Con la boca llena, el capitán Breda le dirigió una mirada colérica al alto elfo.
—Os han dado lo que nos han dado a todos —dijo.
—¡Y me maravilla que no os muráis por comerlo! —gritó Aethenir, y se volvió a mirar a Max—. ¿Es demasiado pedir verdura y carne fresca preparadas con higiene?
Max miró en torno, incómodo, pero antes de que pudiera responder asomó de la cocina el cocinero, un tileano con pata de palo, barriga redonda y una barba negra que habría enorgullecido a un enano, y los miró a todos con ferocidad.
—¿Quién dice que mi carne está mala? ¡Yo mismo maté ese cerdo la semana pasada!
—¿La semana pasada? —Aethenir se puso blanco y se llevó una mano a la frente—. ¿Cómo es posible que la humanidad haya ascendido hasta tales alturas cuando los nobles azures han caído? ¿Cómo han sobrevivido, siquiera? Sus barcos son lentos, su conocimiento del mundo despreciable, su higiene espantosa, su comida venenosa…
Max se puso de pie para intentar contener el torrente de palabras.
—Alto señor, por favor, calmaos. Las condiciones podrían ser mejores, lo admito, pero…
El cocinero se volvió a mirar a Aethenir, agitando coléricamente su tenedor de asar.
—No sé qué es esa higiene, pero…
—Por la Reina Eterna, eso es obvio —dijo Aethenir, mientras los guerreros se ponían en guardia detrás de él—. Miraos. ¿Cuándo fue la última vez que os lavasteis las manos? ¿Por qué el sabio Teclis les concedió a semejantes monos afeitados la bendición de…?
—¡Señor Aethenir! —gritó Max, que se interpuso entre él y el mugriento cocinero—. Creo que os resultará más agradable comer en vuestro camarote. —Tomó al elfo suavemente por un codo y lo condujo hacia la puerta que llevaba bajo cubierta—. Os haré preparar otra comida, y yo mismo supervisaré la preparación. La depuración y la pureza forman parte de las enseñanzas de mi colegio. No será necesario que temáis por vuestra salud.
El alto elfo permitió que lo condujera al camarote entre murmullos aplacadores. Todos dejaron escapar la respiración contenida y reanudaron la comida, aunque se oía mascullar mucho a los tripulantes y los miembros de la Guardia del Reik.
—Mira que llamar lento a nuestro barco… —dijo un marinero.
—Ha echado mi comida por la borda —se quejó el cocinero.
—Y uno de mis cuencos —añadió el capitán Breda—. Se lo cargaré en la cuenta.
—¿Nos ha llamado «monos afeitados»? —preguntó el capitán de la Guardia del Reik, un caballero llamado Rudeger Oberhoff—. Espero que no piense que vamos a guardarle las espaldas después de eso.
Sus hombres rieron ante esto, pero Félix no veía nada particularmente gracioso en la situación. Si el elfo se ponía a la tripulación demasiado en contra, podría producirse un motín o una situación de violencia, y los guerreros de Aethenir tenían aspecto de soldados capaces. Sólo se alegraba de que Gotrek hubiera decidido quedarse en el camarote a beber, en lugar de reunirse con los demás para almorzar. Las cosas podrían haber ido mucho peor si hubiera estado en el comedor.
Cuando Max regresó a la cubierta principal para supervisar la preparación de la comida de Aethenir, el capitán Breda se lo llevó aparte y le dijo algo al oído. Félix se encontraba casualmente cerca, y oyó lo que decían, aunque poco sabía cuánto lo afectarían esas palabras más tarde.
—Magíster, señor —dijo el capitán—. Eh… tal vez lo mejor sería, mi señor, que ese alto elfo permaneciera fuera de la cubier-
ta todo lo posible durante el resto del viaje. Ojos que no ven, corazón que no siente, ya sabéis a qué me refiero, señor.
—Perfectamente, capitán —replicó Max—. Y os pido disculpas por el comportamiento del erudito Aethenir. Como elfo, es joven, y nunca antes ha salido de Ulthuan. Me temo que para él ha representado una conmoción bastante grande.