Claudia sonrió por encima del borde de la copa.
—Entonces ¿todos vosotros habéis compartido aventuras? ¿Fue así como os conocisteis? ¿Erais valientes amigos en una noble misión?
Félix y Max intercambiaron una mirada de incomodidad. Ciertamente, habían corrido juntos numerosas aventuras, pero no siempre habían sido los mejores amigos.
—Herr jaeger, herr Gurnisson y yo viajamos juntos al interior de los desiertos del Caos —dijo Max—. En una nave aérea.
—Y luchamos contra un dragón —añadió Félix.
—Y contra las hordas del Caos —recordó Max.
—Y derrotamos a… a un vampiro —tartamudeó Félix que, en cuanto lo hubo dicho, deseó no haberlo hecho. Recordó el resultado de aquel episodio de pesadilla y el modo en que Max había reaccionado ante la no muerte de Ulrika. ¿Debería decir-
le al hechicero que la había visto? ¿Querría Ulrika que él se enterara? ¿Qué haría Max si lo supiera? ¿La buscaría? ¿Volvería ella a enamorarse del hechicero? La amarga bilis de los celos inundó de pronto el corazón de Félix como si hubiera sufrido la herida ayer mismo, en lugar de hacía casi veinte años. Reprimió el sentimiento, enfadado consigo mismo por ser tan ridículo. ¿De qué podía estar celoso? Ulrika había dicho que el amor era imposible entre los vivos y los no vivos. No podía traicionarlo más con Max que con cualquier otro y, sin embargo, la herida le escocía. Se maldijo. Los hombres eran unos estúpidos.
Max lo miraba con curiosidad.
Félix se sonrojó y volvió a mirar a Claudia, con una sonrisa.
—Así que, sí, hemos corrido unas cuantas aventuras juntos, supongo, pero hace muchos, muchos años.
Los carnosos labios de Claudia se curvaron en una sonrisa.
—No parecéis lo bastante mayor como para haber corrido aventuras hace muchos, muchos años, herr Jaeger.
—Sí, bueno, es que…
—Sí —intervino Max, con el ceño fruncido de desconcierto—. Herr Jaeger se conserva notablemente bien.
—Mm, sí —dijo Claudia, que miraba a Félix desde detrás de una cortina de cabellos dorados—. Notablemente.
Félix se sobresaltó como si le hubieran dado un susto. ¡La muchacha lo encontraba atractivo! Eso no era nada bueno. Le lanzó una mirada a Max. El hechicero aún tenía el ceño fruncido. También él se había dado cuenta. Félix tragó saliva. Aquello podía volverse muy incómodo.
—Pienso que tal vez es hora de que nos retiremos —dijo, mientras se ponía rápidamente de pie—. Sin duda, tenéis muchas cosas de las que hablar sobre vuestra misión. ¿Preparado, Gotrek?
—No hay ninguna necesidad —dijo la vidente—. En serio.
—No, no —insistió Félix, y se encaminó hacia la puerta—. El Matador y yo hemos tenido un día extenuante, pero gracias de todos modos. —Inclinó respetuosamente la cabeza en dirección al hechicero—. Max, ha sido un placer volver a verte. —Luego se volvió hacia Claudia—. Fraulein Pallenberger, ha sido un honor conoceros. Os deseo a ambos muy buenas noches.
Gotrek se puso de pie y vació la jarra de un solo trago largo, la dejó sobre la mesa y salió detrás de Félix.
—Gracias por la cerveza —dijo.
El viaje Reik abajo desde Altdorf a Marienburgo duraba doce días según el piloto de la embarcación, pero al finalizar el segundo día Félix ya estaba convencido de que la cosa rondaba más bien los doce años. Daba la impresión de que no acabaría jamás.
Gotrek, que nunca había sido el más animado de los compañeros de viaje, se había convertido en un bulto monosilábico que permanecía sentado en el camarote a oscuras, mirando la pared, y no salía jamás como no fuera para buscar comida o bebida. Sin la compañía del Matador, a Félix le quedaba poco que hacer, como no fuera pasearse de arriba para abajo por las cubiertas y evitar las atenciones de fraulein Pallenberger, lo cual no resultaba tarea sencilla.
Parecía estar en todas partes: bajaba por las escaleras por las que él subía; salía de su camarote en el mismo momento que él abandonaba el suyo; se paseaba por la cubierta de proa justo cuando él tenía ganas de estirar las piernas, y se la encontraba tomando el té en el salón precisamente cuando a él le apetecía una copa. Y siempre, en algún lugar del fondo, como una vigilante lechuza gris, estaba Max, mirando con ferocidad a Félix, como si fuera él quien estuviera instigando las cosas.
Félix siempre se excusaba con toda la rapidez y cortesía posibles, y Claudia nunca hacía aspavientos, simplemente intercambiaba con él frases superficiales y continuaba adelante, pero en su sonrisa había algo, así como en el brillo de sus danzantes ojos, que sugería que, como un gato que aguarda ante una ratonera, sabía que su paciencia acabaría por vencer los reparos de él.
Al llegar el tercer anochecer, cuando Félix se había escabullido hasta la cubierta de popa después de ver a Claudia en la de proa, sumida en la lectura de un libro, Max fue finalmente en su busca; al llegar, lo encontró apoyado en la borda, contemplando los árboles y campos de cultivo de las orillas. El hechicero llenó de tabaco una larga pipa de terracota, la encendió con una llama que le brotó de un dedo, y luego exhaló una larga columna de humo.
—Harías bien en controlar tus errabundos ojos, Félix —dijo.
Jaeger se erizó. La acusación era injusta. Y de todos modos, ¿quién era Max para decirle lo que debía hacer?
—No tengo intención de permitir que mis ojos vayan a ningún sitio —respondió con tono cortante—. Ni que lo haga ninguna otra parte de mi anatomía, ya que estamos.
—Me alegro de oír eso —dijo Max, y luego suspiró—. Lo siento, Félix. Es una muchacha muy brillante, pero muy protegida. A los once años entró en el colegio, cuyos claustros son todo lo que ha visto del mundo desde entonces. Recientemente, según sus maestros, esto ha comenzado a generarle cierta inquietud.
—Eso no es nada sorprendente, ¿verdad? —dijo Félix—. Una muchacha llena de energía, inquisitiva, que alcanza la madurez en un monasterio de… ¿cómo los llamó?… ¿«polvorientos ancianos de barba gris»? No puedes reprocharle que quiera vivir la vida mientras aún es joven.
—No, no puedo —replicó Max, entristecido—. Ciertamente, yo quería ver mundo cuando tenía su edad. No obstante, su colegio me ha encomendado mantenerla a salvo de complicaciones sentimentales y estorbos mientras realiza este viaje, y si fracaso… bueno, habrá algunas repercusiones desagradables. —Alzó la mirada hacia Félix, con una sonrisa triste—. Así que, ¿como un favor a tu antiguo compañero de viaje…? —Dejó en suspenso el resto de la pregunta.
Félix suspiró y dirigió la mirada corriente abajo por el río y sus meandros, como si quisiera ver.
—Confía en mí, Max. No tengo ningún interés en ella, ni en ninguna otra mujer, de momento. Mi corazón está guardado en una caja de hierro cuya llave perdí.
Max alzó las cejas.
—Tiene que ser una melancolía realmente terrible si te empuja a recurrir a esa metáfora. —Asintió con la cabeza y se puso de pie—. Bueno, con independencia de la causa, agradezco tu comprensión y contención. Yo haré todo lo posible para mantenerla ocupada, pero recuerda lo que acabas de decirme, en caso de que se me escape.
—Lo haré —replicó Félix.
Max le dio golpecitos a la pipa contra la borda para que la ceniza cayera al río, y se volvió para marcharse. Félix lo miró, vacilante, y luego habló:
—Max.
El hechicero giró la cabeza. -¿Sí?
—Vi a Ulrika.
Max lo miró mientras su rostro se petrificaba, y regresó a la barandilla.
—¿Aún está viva?
Félix asintió.
—Si puede llamarse vida a eso…
—¿Está… está bien?
—Todo lo bien que cabe esperar, supongo. Continúa bajo la protección de la condesa Gabriella. Es su guardaespaldas. En Nuln.
Max le dio vueltas a la pipa entre las manos, con los ojos perdidos en la lejanía.
—A menudo he pensado en buscarla, pero nunca tuve valor para hacerlo.
—Yo desearía no haberla encontrado —dijo Félix con una amargura inesperada.
—¿No? —preguntó Max, que se volvió para mirarlo—. ¿Tan cambiada está?
—Ni de lejos lo suficiente… —replicó Félix. Descubrió que tenía un nudo en la garganta, y luchó para tragárselo—. Ni de lejos lo suficiente…
—Ah —dijo Max—. Ah, ya veo. —Apretó los labios y clavó la mirada en las arremolinadas aguas del río—. En ese caso, creo que no debo buscarla. —Dio media vuelta y luego, tras dar un paso, se volvió a mirar a Félix—. Gracias por decírmelo.
Félix se encogió de hombros.
—No sé si lo he hecho por bondad.
—Ni yo —convino Max—, pero me alegro de saberlo, de todos modos. Que tengas una buena noche, Félix. —A continuación se dio la vuelta y se encaminó hacia la cubierta principal.
Claudia pilló por fin a Félix durante la tarde del quinto día.
Salvo por los tentempiés del salón, el Jilfie Bateau no servía comidas. En cambio, tenía acuerdos con las posadas de varias poblaciones a lo largo del Reik, que le proporcionaban comida y bebida para los pasajeros. Se detenía sólo dos veces al día, una por la mañana y una por la tarde; así pues, era aconsejable que aquellos a quienes gustara picotear a otras horas del día compraran comida para después. Esa tarde, el barco fluvial había amarrado en la pequeña ciudad de Schilderheim, y los pasajeros habían desembarcado… todos menos Félix.
Como sentía más necesidad de soledad que de alimento, y al ver que Max y fraulein Pallenberger bajaban por la pasarela, había decidido quedarse a bordo y se había instalado en el desierto salón con una pinta de cerveza y el primer volumen de la colección de libros titulados Mis viajes con Gotrek, que había publicado su hermano Otto durante su ausencia. A lo largo de los últimos dos meses, Félix no se había decidido a leerlos por temor a encontrarse con que sus diarios habían sido torpemente mutilados, mal corregidos o, peor aún, con que su propia prosa de juventud le parecía un horror, pero ya no podía aguantar más y al fin abrió la cubierta de cuero con letras doradas y comenzó.
La portadilla con el título no lo tranquilizó, dado que ya en ella había una errata. La fecha de publicación era incorrecta: 2505. Por entonces, ni siquiera le había enviado a su hermano el primero de los diarios. Alguien debía de haber usado la fecha que él había escrito en el interior de la cubierta del manuscrito como fecha de publicación. Pero ni siquiera en ese caso sería la correcta. Lo había escrito algunos años antes de 2505. Resultaba desconcertante. Por curiosidad, sacó del zurrón los otros libros y echó una mirada a las portadillas. ¡La fecha de publicación de todos ellos era la misma! El cajista, quienquiera que fuese, había sido tremendamente perezoso y dejado intacta la portadilla de todas las ediciones. Félix negó con la cabeza, y luego se encogió de hombros. ¿Qué esperaba, de un cicatero como Otto? El no contrataría una imprenta de primera clase.
Justo acababa de comenzar el primer capítulo y ya se había estremecido al rememorar los horrores de aquella lejana Geheimnisnacht, cuando una sombra se proyectó sobre la página y él alzó la mirada. Fraulein Pallenberger le sonreía desde arriba. Félix dio un respingo.
—Herr Jaeger —lo saludó ella, al tiempo que sonreía ante el nerviosismo de él.
Félix se levantó y le hizo una reverencia.
—Fraulein Pallenberger, es una gran sorpresa encontraros aquí. Creía haberos visto marchar hacia la posada.
—Nada toma por sorpresa a alguien de la Orden Celestial, herr Jaeger —replicó ella, y ocupó el asiento de al lado—. ¿Me permitís?
—Por supuesto —replicó Félix, y se maldijo por no tener la valentía de rechazarla.
Observó a Claudia por el rabillo del ojo mientras ella le indicaba con un gesto al camarero que le trajera un té. La verdad era que deseaba sucumbir a los encantos de ella, aunque sólo fuera para fastidiar a Max, pero también quería hallar alivio para el dolor de su corazón. Habían pasado más de dos meses desde la última visión que había tenido de Ulrika, corriendo hacia la oscuridad de los túneles de los skavens, pero continuaba sin pasar un solo día —¡una hora, siquiera!—, sin que pensara en ella y sintiera cómo lo desgarraba la punzada del pesar.
Una parte de él no quería que eso cambiara jamás. El dolor era lo único que le quedaba de ella, y eso lo convertía en algo precioso, pero otra parte de él quería librarse de ese dolor. Anhelaba ahogarse en el solaz de unos brazos amantes, o al menos lujuriosos. ¿Qué había dicho Ulrika? ¿«Tenemos que encontrar la felicidad entre los de nuestra propia raza»? Parecía imposible.
Claudia era guapa, no podía negarse, y también atractiva, con sus miradas sabias y su lustrosa cascada de cabello color miel, pero aunque intentaba no hacerlo, no podía impedir compararla con Ulrika, y en cada detalle le encontraba carencias. Sus azules ojos eran brillantes y hermosos, pero no tan vivos como los de Ulrika… ni siquiera ahora, cuando era una no muerta. Su sonrisa era seductora, pero no tan franca como la de Ulrika; sus curvas eran adorables, incluso bajo los ropones de vidente, pero a él le parecían aniñadas y a medio formar comparadas con la gracilidad marcial de líneas puras de Ulrika. Su nariz… ¡Bah, era inútil! Por muy hermosa que fuera Claudia, y por muy seductora que le resultara, no deseaba hallar solaz en sus brazos, sino en los de Ulrika, y saber que eso era imposible no impedía que lo ansiara con todo su corazón.
—¿Qué estáis leyendo, herr Jaeger? —preguntó Claudia, que se inclinó para mirar la cubierta del libro.
Félix se ruborizó. La verdad es que no había nada tan embarazoso como que te pillaran leyendo tus propias memorias.
—Eh, mi hermano publicó mis diarios sin que yo lo supiera. Estoy… estoy comprobando que no los haya alterado en exceso.
Ella leyó el título.
—Mis viajes con Gotrek. —Luego lo miró a él—. Parece que vos y herr Gurnisson lleváis mucho tiempo juntos. ¿Cómo comenzasteis a viajar?
Félix gimió mentalmente. Era una larga historia y no le apetecía narrarla en ese preciso momento. Le tendió el libro.
—¿Os gustaría leerlo?
Claudia rió.
—Preferiría oírlo de los labios del hombre que vivió la experiencia.
Félix suspiró.
—Bueno, si insistís…
Así que le habló de su época de estudiante y de los alborotos del impuesto sobre las ventanas, de cómo Gotrek lo había salvado de las espadas de la Guardia del Reik —aunque minimizó un poco la matanza—, de cómo Gotrek y él se habían retirado a la taberna donde habían pillado una borrachera de ordago, y de cómo había jurado seguir a Gotrek y dejar constancia de su muerte en un poema épico.