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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataelfos (14 page)

BOOK: Mataelfos
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—¡Aquí! —dijo—. ¡Aquí!

«Por Taal y Rhya —pensó Félix—, bajando más, no es de extrañar que la muchacha lamente su clausura; parece una gata en celo.»

—¡Aquí! —chilló la vidente, y salió a toda velocidad de la cama, dándole un rodillazo en una mejilla a causa de la precipitación.

—Claudia, ¿qué…? —dijo él, y luego se quedó mirándola fijamente.

Ella se encontraba de pie en el centro del diminuto camarote, con los brazos abiertos y los ojos en blanco, temblando como si resistiera a un fuerte viento.

—¡Aquí! —gritó—. ¡Aquí está el origen de las visiones! ¡Puedo sentirlo! ¡Aquí surgirá la destrucción de Marienburgo!

Félix oyó que lo rodeaban de pronto golpes sordos y gritos interrogativos de sus compañeros de viaje. Salió de la cama de un salto y recogió el ropón de ella del sitio en que lo había dejado caer. Tenía que vestirla y devolverla a su camarote. Pero era imposible. Continuaba con los brazos abiertos, rígida como una espada, y no podía pasarle ambos brazos a la vez por las mangas.

—¡Aquí! —le gimió al oído cuando él intentaba envolverle el cuerpo con el ropón—. ¡Aquí hallaremos la perdición de Altdorf!

De esta guisa los encontraron los otros cuando abrieron la puerta de golpe. Max, Aethenir, el capitán Breda, Gotrek y los espadachines, todos mirando fijamente a Félix y Claudia, que luchaban, desnudos, en el centro del camarote, mientras el ropón de la vidente caía, una vez más, sobre la cubierta.

—¿Podrías hacer menos ruido, humano? —refunfuñó Gotrek—. Algunos de nosotros queremos dormir.

Capítulo 7

El capitán Breda echó el ancha allí y en ese preciso momento, pero tenía poco sentido explorar el entorno a oscuras, así que aguardaron hasta la primera luz antes de bajar los botes y remar hasta la costa para ver si podían hallar el origen de la visión de Claudia.

Gotrek y Félix partieron en el bote que llevaba a Max, Claudia y sus ocho caballeros de la Guardia del Reik; Aethenir y sus guerreros fueron llevados en otro, y el capitán Breda envió una partida de marineros a buscar agua dulce para reabastecer las reservas. Cuando se marchaban del barco, Félix vio que los marineros que estaban en la borda lo miraban y se daban lascivos codazos. Se le puso la cara como un tomate. Habían estado riendo a sus espaldas desde que había corrido la voz de cómo los habían descubierto a él y a Claudia. No entendía de qué se reían, ya que la muchacha había ido a su camarote, no al de ellos, después de todo.

Desgraciadamente, la risa de los marineros no era el único problema. Max no le había dirigido la palabra desde entonces. Ni tampoco Claudia. Parecía demasiado azorada para mirarlo siquiera. Por lo tanto, el viaje hasta la orilla fue silencioso e incómodo.

Arrastraron los botes para subirlos a una playa rocosa a la que rodeaban por tres lados altas dunas de arena. Entre las cortaderas que las coronaban silbaba un viento frío, y las nubes pasaban velozmente por el acerado cielo otoñal. Caían algunas gotas de lluvia. Max y Aethenir se volvieron a mirar a Claudia, expectantes, mientras los caballeros de la Guardia del Reik y los guerreros elfos se preparaban para la marcha, y Félix se ponía la cota de malla y se sujetaba el cinturón de la espada.

—¿Habéis tenido más visiones que indiquen dónde reside el mal, vidente? —preguntó Max, que desde la noche anterior había adoptado una actitud muy formal con ella—. ¿O qué puede ser ese mal?

Claudia negó con la cabeza, incapaz de mirarlo a los ojos.

—La visión ha pasado, y no he tenido ninguna otra. Lo siento, magíster. Está cerca de aquí, pero no sé dónde ni qué es, con precisión.

Max asintió.

—Muy bien, en ese caso nos dividiremos para buscarlo. Vos y yo seguiremos la costa hacia el sur, con el capitán Oberhoff y sus hombres. Aethenir, ¿tendríais la amabilidad de llevaros a los vuestros tierra adentro y buscar allí?

—Por supuesto —respondió el alto elfo.

Max se volvió a mirar a Gotrek, haciendo intencionadamente caso omiso de Félix.

—Matador, ¿querréis tú y herr Jaeger seguir la costa hacia el norte? Buscaremos hasta media mañana, para luego regresar aquí e informar a los demás. Y si encontráis algo, dejadlo donde esté hasta que lo hayamos examinado todos juntos.

Gotrek cabeceó para indicar su conformidad.

Félix se puso rígido ante el desaire, pero no dijo nada. Después de todo, prácticamente le había prometido a Max que no tendría nada que ver con Claudia, y había roto esa promesa, aunque fuera contra su voluntad. Con todo, su actitud le parecía un poco despreciable. Tal vez Max estaba celoso porque Claudia había perseguido a Félix en lugar de a él. Ese pensamiento dio vida a otros. ¿Estaba casado, Max? ¿Tendría una amante? ¿Acaso le interesaban aún esos asuntos tan mundanos? Félix no lo sabía.

Mientras sacaban las mochilas y los pellejos de agua de los botes, por un momento Félix se encontró a solas junto a Claudia. Se inclinó hacia ella y bajó la voz:

—Espero que Max no te haya regañado mucho por lo de anoche…

—Podrías haberme cubierto —le espetó ella—. Nunca he sentido tanta vergüenza.

—¡Lo intenté! —replicó Félix, en su defensa, y luego se enfadó. ¿Qué derecho tenía ella a criticar sus acciones?—. ¡Y tú podrías haberte quedado en tu camarote y ahorrarnos a ambos muchísimas molestias!

—¡Ah! —exclamó ella, y le volvió la espalda sin decir una sola palabra más.

La observó alejarse y se encontró con que Max volvía a mirarlo mal. Félix maldijo en silencio y apartó los ojos, mientras se echaba la mochila a la espalda.

Comenzaba a lloviznar de forma intermitente cuando Félix y Gotrek echaron a andar hacia el norte, sin perder de vista el agua. No era una tarea tan fácil como podría haberse pensado. La costa no estaba toda formada por playas y dunas. De hecho, la mayor parte eran marismas pantanosas y malolientes, un interminable tremedal con algún achaparrado árbol sin hojas que asomaba de él como la garra de una bruja que se alzara de la poza en la que estaba ahogándose. Chapoteaban entre frágiles hojas de hierba afiladas como cuchillos —a Félix le llegaban hasta la cintura y a Gotrek hasta el pecho—, que crecían sobre el esponjoso suelo del que manaba un hedor desagradable, y las huellas que dejaban se llenaban de agua detrás de ellos. Del fango se desprendía una niebla baja y fétida que se les enroscaba en los tobillos, y ascendían constantes nubes de moscas pequeñas y mosquitos que se les metían en los ojos y la nariz y les picaban despiadadamente cada centímetro de piel descubierta. Extraños gritos resonaban a través del húmedo silencio, y en una ocasión algo pesado cayó a un arroyo cercano, pero no vieron qué era.

Gotrek aceptaba las moscas, el fango, el olor y los enervantes ruidos sin manifestar la más mínima incomodidad, pero Félix se dio manotazos, maldijo, tropezó y se metió en enormes telarañas durante todo el camino. Parecía concordar todo con su pésimo humor. No podía superar el injusto enojo de Claudia con él. No era culpa de Félix que la hubieran encontrado desnuda en su camarote. Él había intentado repetidamente convencerla de que se marchara. Era ella la que había acudido sin que la invitara, e intentado seducirlo.

Había sido ella la que había decidido que el mejor momento para tener una visión del futuro era mientras hacían el amor. Y aún más irritante era el hecho de que Max parecía pensar que era él quien la había atraído, que era una especie de libertino que se aprovechaba de las muchachas inexpertas. Hacía que tuviera ganas de volver sobre sus pasos y gritarles la verdad a la cara. Esto hizo que se olvidara de mirar por dónde iba, y se metiera en un charco que le llenó las botas de agua con espuma verde.

Sus maldiciones espantaron a una bandada de patos que pasó volando por encima de sus cabezas, protestando quejumbrosamente, y hacia el este provocó una serie de extraños alaridos que le pusieron los pelos de punta. También los maldijo.

Si al menos tuviera alguna idea de lo que buscaban, puede que el recorrido le hubiese resultado más soportable. También eso era culpa de Claudia. ¿Tenía que ser tan imprecisa? ¿De qué servía una capacidad que sólo proporcionaba medias respuestas? ¿Debían buscar una torre en ruinas? ¿Un círculo de piedras? ¿Un árbol raro que tuviera tentáculos por ramas? ¿Una fisura en la tierra de la que radiara un resplandor maléfico? Sin tener un fin claro en mente, todo aquello parecía una empresa descabellada. Tal vez Claudia no tenía ningún poder de videncia. Él no había visto nada concluyente que demostrara lo contrario. Tal vez se lo había inventado todo con el sólo fin de poder salir de los confines del Colegio Celestial. Era capaz de algo así.

Gotrek descubrió las huellas justo cuando estaban a punto de dar media vuelta y volver sobre sus pasos para informar de que habían fracasado. Habían salido de la marisma y ascendido hasta un montículo que estaba cubierto de zarzas y pinos bajos, y encontrado un estrecho río de corriente limpia que atravesaba la maleza hasta el mar, con altas márgenes socavadas. Debajo de una de esas márgenes había una línea de huellas de botas que corrían en paralelo a la corriente y se adentraban en tierra.

Desenvainaron las armas y siguieron las huellas que entraban y salían del agua a lo largo de unos cuatrocientos metros. Se detuvieron al fin en un sitio donde el río se ensanchaba hasta formar un lago pequeño, y las márgenes retrocedían para dar origen a una pequeña playa fangosa. Allí, a las primeras huellas se unían muchas otras, junto con las marcas dejadas por las quillas de pequeños botes en la orilla, y los círculos hechos por barriles que se habían hundido en el fango. Se veía con claridad que hacía poco que había estado allí un grupo de desembarco que había llenado de agua dulce sus barriles, como hacían en ese momento los hombres del capitán Breda, más al sur. Y la estrechez de las huellas también dejaba claro, al menos para Gotrek, quién había ido a buscar el agua.

—Más elfos —gruñó Gotrek.

Félix asintió con la cabeza, y ambos volvieron sobre sus pasos. Había sido un descubrimiento, pero no parecía ser el signo de la perdición que estaban buscando.

La lluvia escogió ese momento para comenzar a caer como una cascada. Félix suspiró. Por supuesto. Un día como ése no estaría completo si uno no se empapaba hasta los huesos.

Cuando el cielo se tornaba más oscuro y la lluvia se volvía más abundante, se desviaron tierra adentro, en parte por batir terreno nuevo, pero sobre todo para evitar las marismas durante la lluvia. Al parecer, Max, Claudia y los caballeros de la Guardia del Reik habían hecho lo mismo, porque los encontraron dirigiéndose hacia el norte, a unos cuatrocientos metros de la playa en la que habían desembarcado. Los dos hechiceros tenían bastante mal aspecto, con las capas y largos ropones enfangados hasta la cintura, la cara y las manos arañados por zarzas y punteadas por picotazos de insectos. Félix se sintió mejor al pensar que Claudia había compartido su desdicha. Le estaba bien empleado.

—¿Algo que informar? —preguntó Max, que alzó la voz por encima del ruido de la lluvia, mientras se enjugaba la cara con un pañuelo. A pesar del frío y el aguacero, él y Claudia estaban rojos como tomates, acalorados a causa del ejercicio, al igual que los caballeros, que parecían lamentar haberse puesto petos y hombreras para la marcha.

—No mucho —le gritó Félix, para que lo oyera—. Casi al final de la marcha hemos encontrado el rastro de un grupo de elfos que estuvo allí para cargar agua.

—¿Un grupo para cargar agua? —preguntó el capitán Oberhoff—. ¿En este sitio dejado de la mano de los dioses? Tienen que haber estado desesperados.

—O quizá buscaban algo —dijo Max—. Como nosotros.

Un tintineo los hizo alzar la cabeza y vieron que Aethenir y su escolta se aproximaban pasando por encima de una colina situada al este, marchando en una doble fila perfecta. A Félix le fastidió ver que, aunque mojadas, sus sobrevestas estaban inmaculadas, y sus botas limpias. Y ni uno sólo de ellos parecía haber sido picado por los mosquitos.

—Una búsqueda decepcionante —dijo Aethenir, cuando los elfos se reunieron con ellos—. No hemos encontrado nada. —Miró a Max—. Espero que vosotros hayáis tenido más éxito.

Max negó con la cabeza.

—Nada. Gotrek y herr Jaeger han encontrado, al norte, rastros de un grupo de elfos que recientemente estuvo aquí para cargar agua, pero nada más.

—¿Elfos? —dijo Aethenir, con los ojos entrecerrados. Se volvió hacia el capitán Rion y le formuló una pregunta en lengua élfica. El capitán negó con la cabeza y la expresión de Aethenir se tornó preocupada—. Ruego a los dioses que sólo se tratara de elfos —le dijo a Max, y luego se volvió para mirar a Claudia—. ¿Y fraulein Pallenberger no ha tenido ninguna otra revelación relacionada con nuestro objetivo?

—No —replicó Max—. Aún no.

Claudia agachó la cabeza.

—Ojalá pudiera provocar las visiones, alto señor —dijo, taciturna—. Pero se producen cuando se producen.

El elfo sonrió con socarronería.

—Eso he observado.

Claudia se puso roja como un tomate, y los ojos de Max llamearon. Incluso Félix se sintió enfadado. Puede que la muchacha fuera una jovencita necia que necesitara aprender a controlarse, pero no había ninguna necesidad de hacerla sentir peor por la embarazosa situación de la noche anterior.

Aethenir se encaminó hacia la playa, sin darse cuenta del enojo provocado, y su escolta lo siguió. Max abrió la boca para hablar, pero Claudia lo cogió de un brazo y negó con a cabeza, suplicándole en silencio que no dijera nada. Félix la comprendió. Protestar la convertiría en el centro de una atención aún más atroz. Max cedió y todos siguieron a los elfos que ascendían por la ladera bajo el aguacero.

Félix resbalaba y daba traspiés por la vertiente contraria, mientras pensaba que robarle a Euler la carta de su padre podría haber sido una opción mejor, después de todo, cuando de repente Claudia lanzó una exclamación ahogada y cayó hacia él.

La atrapó, pero entonces perdió pie y ambos se fueron al suelo, juntos. Necesitó de toda su fuerza de voluntad para mostrarse cortés.

•—¿Os encontráis bien, fraulein?. —preguntó—. ¿Habéis tropezado con algo?

Pero los ojos de Claudia estaban muy abiertos aunque no veían lo que la rodeaba, y se aferraba al ropón con espasmódicas manos.

—¡Las llamas! ¡El mar está cubierto de llamas!

—¡Regresemos a los botes! —exclamó Max, y les hizo un gesto a dos de los guardias más fuertes para que recogieran a Claudia de manos de Félix mientras él, Gotrek y el resto del grupo corrían hacia la orilla.

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