—¡Nada de charlas, alimaña! ¡Te haré cortar la lengua!
Los prisioneros se apartaron de Félix como ratas aterrorizadas. Euler y sus hombres lo miraron fijamente y retrocedieron.
El capataz volvió a golpear. Félix alzó una mano, pero la punta del látigo pasó junto a ella y le golpeó el hombro y el cuello. El dolor le hizo saltar lágrimas, y él extendió una mano por instinto para aferrar la correa de cuero y arrancarla de la mano del capataz.
Gotrek le dio un fuerte golpe con un hombro y lo hizo fallar.
El druchii rió.
—Eso es, perro humano. Aprende la lección. Si luchas contra el látigo, mueres. Si obedeces, vives. —Hizo restallar el látigo por encima de sus cabezas—. ¡Ahora, atrás! Ya habéis comido bastante. Para hoy y para mañana. Ninguno de vosotros comerá nada en las próximas dos comidas.
Félix apretó los puños de dolor y furia, pero se obligó a bajar la cabeza y apartarse del comedero. Gotrek y Aethenir lo siguieron. Al sentarse, Félix les lanzó otra mirada a los esclavos del caldero. Ninguno de ellos había mostrado reacción ninguna cuando Félix había sido azotado, y ahora continuaban con el rostro pétreo y la mirada fija ante sí, mientras vertían el caldero de agua dentro del comedero. ¿Lo habrían oído? ¿Habrían entendido? ¿Les importaba? ¿Harían algo? ¿O estarían demasiado asustados o demasiado embrutecidos por los años de cautiverio para intentarlo?
Los dos enanos acabaron de vaciar el caldero y se volvieron hacia la puerta sin mirar atrás. Félix esperó hasta que el capataz y los guardias los hubieron seguido y cerrado la puerta con llave, antes de dejar escapar la respiración largamente contenida.
Desde el otro lado de la celda le llegó una risa que parecía un cacareo.
—¡Os está bien empleado, Jaeger! ¿A qué estabais jugando, estúpido?
Félix miró y vio que Euler y sus hombres les dedicaban salvajes sonrisas. Gruñó y les giró la cara, mientras se tocaba con suavidad el corte que el látigo le había hecho en el cuello.
—Espero que haya valido la pena.
Aethenir negó con la cabeza.
—Los esclavos no harán nada. Están demasiado acobardados. Han vivido demasiado tiempo bajo el látigo.
—Y tendremos que esperar a que pasen dos comidas para confirmar si es así o no —añadió Félix, con amargura. Miró al alto elfo—. Al menos, tú comerás mañana.
Aethenir hizo una mueca.
—Es un placer discutible —replicó.
El Matador se encogió de hombros y les hizo un gesto para que volvieran al comedero.
—El agua es más importante que la comida. Bebed.
Félix se preguntaba cómo iba a sobrevivir sin volver a comer durante todo un día. Sólo había logrado tragar unos pocos bocados de aquellas miserables gachas, y volvía a tener hambre casi inmediatamente después. Y tenía una sed atroz. La cabeza le palpitaba a causa de ella. Ese dolor era un sordo contrapunto de la fuerte agonía que le hacían sufrir las heridas del látigo, y que le impedían recostarse contra la pared o tenderse de espaldas.
Cuando volvió a oír el estruendo de las ruedas, casi no pudo soportarlo. Luchó contra el impulso de cargar hacia el comedero y tragar tantas gachas como pudiera antes de que lo apartaran. No podía hacer eso. Si querían tener alguna esperanza de conseguir información de los esclavos, debía hacer que el capataz olvidara su existencia.
Se preguntó si eso sería posible. El druchii miró hacia donde estaba él en cuanto atravesó la puerta, y luego rió al ver que él y Gotrek se mantenían apartados del comedero.
—Buenos perros —dijo—. Un esclavo que aprende con rapidez puede ascender con nosotros. Preguntádselo a éstos. —Se volvió para dar una palmada en un hombro del esclavo enano más joven que estaba vertiendo gachas en el comedero, cosa que hizo que se le cayera un poco al suelo a causa de la sorpresa.
El druchii siseó y le dio al enano un golpe en la nuca con el pomo de latón del látigo.
—¡Perro torpe! ¿Te atreves a desperdiciar comida?
El enano bajó la cabeza, sin decir nada, y continuó sujetando el caldero con firmeza mientras vertía el contenido, aunque le manaba sangre de la parte posterior de la cabeza y le caía por el cuello. Félix oyó que Gotrek gruñía al ver esto, y apretaba los puños, pero permanecía donde estaba.
Después, el enojo del capataz pareció haberse saciado, porque volvió a pasearse con impaciencia mientras los esclavos salían a buscar el segundo caldero y los prisioneros engullían y sorbían ruidosamente las gachas. Félix se sintió asqueado consigo mismo al darse cuenta de que les tenía envidia.
Mientras los esclavos enanos aguardaban con el caldero de agua y los esclavos humanos se llevaban los cadáveres de la mañana, Gotrek hizo algo extraño. No se había movido ni dicho nada desde que el capataz había golpeado al joven enano, pero ahora se inclinó hacia delante y, sin alzar la mirada, dio tres palmadas en el mugriento suelo, y luego dos más.
Las palmadas apenas fueron lo bastante fuertes como para que se las oyera por encima del ruido que hacían los prisioneros al comer, y nadie pareció reparar en ellas. Félix estaba a punto de preguntarle qué hacía, cuando el Matador negó con la cabeza. Pasados unos segundos, volvió a dar palmadas en el suelo, no más fuertes que las anteriores, y agrupadas del mismo modo. Y repitió la operación unos pocos segundos más tarde.
La tercera vez, durante el más breve de los instantes, los ojos de los enanos se alzaron bruscamente, muy abiertos, y volvieron a bajar al instante. El enano de más edad frunció el entrecejo y clavó la mirada en el comedero, pero los ojos del más joven, de repente, parecían vivos. La mirada de Félix fue desde los dos enanos a Gotrek, sin saber muy bien qué acababa de pasar. Entonces vio que el enano más joven daba silenciosos golpecitos en el borde del caldero. ¿Era el mismo ritmo, o sólo un acto ocioso? Félix miró nerviosamente al capataz. El druchii no parecía haberse dado cuenta de la conversación.
—No mires, humano —murmuró Gotrek en voz muy baja.
Félix apartó los ojos, aunque la curiosidad estaba matándolo. Gotrek volvió a dar palmadas en el suelo, mucho más suaves que antes, y agrupadas de formas nuevas y diferentes. A Félix le recordaron algo, pero no acababa de precisar qué era.
Un momento después, el capataz chasqueó los dedos y los esclavos vertieron el agua en el comedero y se marcharon, seguidos por el capataz y los guardias. Félix aguardó con impaciencia hasta oír que giraba la llave en la cerradura y el estruendo de las ruedas se desvanecía a lo lejos, y luego se volvió a mirar a Gotrek.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó—. ¿Qué ha pasado entre vosotros?
Gotrek se puso de pie y comenzó a abrirse paso hacia el comedero.
—Primero agua —dijo.
Félix gruñó de fastidio pero lo siguió. Aethenir los imitó, y todos bebieron tanto como pudieron, además de rebañar unos pocos granos de avena que habían dejado los demás.
Cuando hubieron acabado, Gotrek volvió a sentarse cerca de la pared.
—El código minero —dijo—. Para hablar a través de las paredes con picos y martillos.
Félix se dio una palmada en la frente.
—¡Sí! Ahora lo recuerdo. Hamnir lo usó para comunicarse con los enanos del interior de la fortaleza… perdida… —Calló cuando Gotrek posó sobre él su ojo frío y enojado, y Félix se dio cuenta de que era la primera vez que había mencionado al antiguo amigo de Gotrek desde que habían salido de Karak Hirn. Al parecer, la herida aún estaba abierta. El miedo y el azoramiento lo hicieron sonrojar—. Lo siento —se apresuró a decir—. No pretendía interrumpirte. ¿Qué les has dicho?
Gotrek soltó un bufido de enojo.
—Les he dicho que eran cobardes perjuros que deberían haberse quitado la vida antes que convertirse en esclavos de los elfos. Luego les pedí que me dijeran dónde están las armas, Max, la muchacha y el arpa, la próxima vez que vengan, o volveré a sus fortalezas y pondré en conocimiento de sus clanes qué ha sido de ellos.
Aethenir sorbió por la nariz, con desdén.
—Seguro que obtendréis resultados así.
—¿Les dijiste todo eso con unas pocas palmadas? —preguntó Félix, incrédulo.
Gotrek se encogió de hombros.
—Más o menos. —Se tumbó de lado y cerró los ojos—. Ahora esperaremos a ver qué pasa.
A Félix le resultaba difícil mantenerse tan tranquilo como el enano. Estaba inquieto y tenso, el hambre le roía las tripas mientras la impaciencia le mordisqueaba la mente. Comenzaba a preguntarse qué harían con esa información si la obtenían. ¿Podrían salir siquiera de la celda? Con la fuerza y destreza combativa de Gotrek, no lo dudaba, pero ¿hasta dónde llegarían después? No recordaba el camino desde el puerto hasta las celdas de esclavos, ni cuántos guardias había al otro lado de la puerta. Al llegar, había tenido el cerebro demasiado turbio por el humo del loto negro, y todos los recuerdos carecían de coherencia.
La inquietud y el dolor de los latigazos no lo dejaban dormir, así que se levantó y fue hasta la puerta tan sigilosamente como pudo. Había un ventanuco de observación de aproximadamente el tamaño de un naipe. La cadena que le unía las muñecas y los tobillos era tan corta que apenas podía levantar la cabeza lo bastante, y tuvo que inclinarla en un ángulo incómodo para ver la zona del exterior de la celda.
Se trataba de una sala cuadrada, flanqueada por puertas de celdas. Al otro lado había un área más estrecha separada del resto por una jaula de hierro que protegía la puerta que daba al corredor, y otras dos puertas más pequeñas. El área principal estaba dividida por paredes de madera bajas destinadas a canalizar a los prisioneros desde la puerta de la jaula hasta las puertas de las diversas celdas. La puerta del corredor era un enrejado de barras a través del cual podía ver un corredor corto que desembocaba en una zona amplia iluminada por antorchas, al fondo. Hasta allí podía ver, pero recordaba vagamente que habían llegado a la zona iluminada por antorchas tras haber bajado por una escalera.
Suspiró. Esa escalera muy bien podría haber estado en Morrslieb, ya que lo separaban de ella al menos tres puertas cerradas con llave —la de la celda, la de la jaula y la del corredor—, y también había guardias con los que tendrían que encararse. Vio que la habitación de la izquierda del interior de la jaula era la oficina del funcionario que iba ataviado con ropón, mientras que en la habitación de la derecha vio a media docena de guardias que descansaban. Sólo los dioses sabían cuántos más guardarían la entrada.
Estuvo a punto de renunciar y volver junto al muro para sentarse con Gotrek y Aethenir, pero si iban a intentar algo, era imperativo saber todo lo posible sobre el exterior, así que se quedó a observar un poco más, aunque la postura le estaba provocando una contractura terrible en el cuello. No sucedió nada. Los guardias reían, y de vez en cuando atravesaban la zona de la jaula para hablar con el funcionario de la otra habitación, pero nada más.
Félix bajó la cabeza y se acuclilló junto a la puerta. No había sacado mucha información de aquello. Necesitaba ver qué sucedía cuando llegaba la comida, qué guardias tenían llaves, qué puertas abrían y cuándo. Suspiró y se sentó a esperar.
Se encontró con que todos los otros prisioneros estaban mirándolo, preguntándose qué hacía. Euler y su pandilla lo miraban con ferocidad y susurraban entre sí. No obstante, pasado un rato, cuando él no hizo más que permanecer sentado, perdieron el interés y volvieron a dormir o clavar los ojos en el vacío.
También Félix cumplió con su cuota de sueño y de mirar fijamente a la nada, pero finalmente, después de lo que a su mente torturada le parecieron semanas, oyó el estrépito de ruedas lejanas y de movimiento entre los guardias. Volvió a ponerse de pie, gimiendo a causa del entumecimiento de los brazos y las piernas engrilletados, y volvió a estirarse para asomar cautelosamente un ojo por el ventanuco.
Estaba abriéndose hacia fuera la puerta del corredor, y uno de los guardias hacía girar una llave en la cerradura de la puerta de la jaula. Otros ocho guardias salieron al área principal, y luego giraron y observaron mientras el capataz y una procesión de carros entraban desde el corredor. Eran tres vehículos, los dos primeros enormes, más altos que un elfo oscuro y consistentes en robustas estructuras de madera de las que colgaban los pesados calderos de hierro que contenían las gachas y el agua. Los empujaban esclavos enanos que empeñaban en ello todas sus fuerzas. El tercer carro era una caja vacía con ruedas, empujada por humanos, y a Félix no se le ocurrió para qué sería hasta que recordó que los esclavos humanos se llevaban de las celdas los cuerpos de los muertos.
Cuando los ocho guardias, el capataz y los carros estuvieron dentro de la estancia, un guardia cerró tras ellos la puerta de la jaula. Cuatro de los guardias permanecieron cerca de la puerta, observando, mientras que los otros cuatro se unieron al capataz y a los carros que comenzaron a ir de una celda a otra. Félix observó con desánimo todo el proceso. Los druchii no corrían ningún riesgo. Habían cerrado las puertas del corredor y la jaula antes de abrir ninguna de las celdas, el guardia que tenía la llave de la jaula permanecía dentro de ella, y Félix ignoraba quién tenía la llave de la puerta de salida y cómo se la abría.
Suspiró y regresó junto a Gotrek y Aethenir. Sería mejor que el capataz no lo encontrara acuclillado junto a la puerta.
—¿Qué has visto, humano? —preguntó Gotrek.
Con toda la brevedad posible, Félix describió la disposición de la cámara central, y a los guardias que se interponían entre ellos y la salida.
—Es imposible —gimió Aethenir.
Gotrek se acarició la barba con aire pensativo.
Entonces se acercó el estruendo de las ruedas de los carros, y los prisioneros se precipitaron hacia el comedero. Pareció que Aethenir tenía intención de quedarse con Gotrek y Félix, que continuaban castigados sin comer, pero Gotrek lo empujó hacia delante.
—Ve —le dijo—. No puedo permitir que estés más débil de lo que ya eres.
Aethenir hizo una mueca, pero obedeció.
Félix aguardó con ansiosa expectación mientras la llave giraba en la cerradura. Si Gotrek había logrado convencer a los esclavos enanos, tal vez les traerían información. Sin embargo, cuando los miró, gimió de decepción. Ninguno de ellos los miró, ni dieron señal alguna de nerviosismo. No daban golpecitos con los dedos ni con los pies. No hacían nada más que su trabajo. Vaciaron las aguadas gachas de la primera olla y fueron a buscar la segunda.