Más respeto, que soy tu madre (24 page)

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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

BOOK: Más respeto, que soy tu madre
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—Si yo fuera como tú —le dice la Sofi a la Carmencita— me metería en un chat y me haría pasar por alta.

Nos reímos.

—Una vez lo hice —confiesa Carmen, ruborizándose un poco—. Me hice pasar por una baloncestista.

—¿Y qué pasó? —pregunto yo, emocionada.

—Quedé en un bar con un paralítico que se había hecho pasar por boxeador. Un desastre.

—¡Ay, qué risa! —le festejo—. ¿Y cómo se reconocieron?

—Él llevaba los guantes puestos. Pobre… No podía mover la silla de ruedas por culpa de esos guantes.

—Se le resbalaban las manos —acoto yo, encantada.

—Claro… Así que lo tuve que ayudar a volver a su casa.

—¿Y tuvieron sexo? —pregunta la Sofi, que es una viciosa.

—Intentamos, pero era muy complicado. Yo me subí encima de él en la silla, pero parecíamos José Luis Moreno con Macario. Así que quedamos como amigos.

Hacía tiempo que en esta casa no se daba una conversación de mujeres. «Tendría que haber eliminatorias del fútbol más a menudo», pensaba yo mientras las chicas seguían susurrando sobre temas cochinos. Además, siempre es bueno que entre una madre y una hija haya alguien más. Una tercera neutral. Eso ayuda a que la hija se suelte. Mano a mano es más difícil sonsacarle, a la Sofía. Así que aprovecho el momento y, haciéndome la idiota, indago:

—¿Y tú, Sofi? ¿Alguna vez has tenido un encuentro así, sexual, con un desconocido? —pregunto mientras me llevo a la boca una palmerita.

—¿Tú te has pensado que me chupo el dedo, mamá? —me dice—. Yo a eso no me arriesgo…

—¿Nada de nada? ¿Ni siquiera chateas? —pregunta la Carmencita.

—¡Eso sí! —dice la niña—; yo hablo de otro riesgo: ni borracha hablo con mi madre de mi vida privada. No soy gilipollas. Primero se hace la interesante y la moderna y después me estampa contra la nevera de un revés. Tú no sabes cómo es esta señora.

Algún día voy a pillar a la Sofi con la guardia baja. Pero cuanto más tiempo pasa, más se me espabila. Eso es lo malo.

El Jeremías nos trae la globalización a casa

Estaba escrito. No iba a pasar mucho sin que el Jeremías se inventara un negocio sucio en el barrio. Lo que no nos imaginamos era que se dedicara al turismo. Y menos que se centrara en el intercambio cultural con la China.

—¿Pero qué les puede interesar a los chinos en esta ciudad? —le preguntamos ayer.

Y hoy nos vino con la respuesta.

El problema no es que nos haya metido un contingente de orientales en casa, sino más bien que no nos haya consultado. ¿Qué le costaba a mi cuñado pedir permiso? ¿Decirle al Zacarías, por ejemplo: «Oye, que mañana voy a enseñarle las costumbres mediterráneas a un grupo de turistas, y los mediterráneos vendríais a ser vosotros»? ¿Le costaba mucho avisar?

Llegaron todos de golpe, y nos cogieron desprevenidos. Cuando nos quisimos dar cuenta ya estaban todos dentro, sacando fotos y armando la de Dios es Cristo. Eran como treinta chinos, que además parecían el doble, porque son una raza muy apretujada. El Zacarías y yo nos quedamos congelados, yo creo que de miedo. Pero el Toño, que se conoce sabía el tejemaneje de su tío, ya tenía su chiringuito preparado.

Yo no sé cómo lo hace este niño, pero es capaz de venderle sus artesanías a cualquier extranjero. Y más allá de lo asqueroso del material, hay que reconocer que la criatura ha heredado la imaginación de la madre. Porque les había hecho unos budas tan detallados, tan pero tan budas, que a los chinos no les importaba que estuvieran hechos con excremento humano.

—¡Al buda de mierda…! —ofrecía el Toño, con entonación de vendedor de helados—. ¡Diez euros el buda, señores, diez euros el buda de mierda…!

Al Nonno, en cambio, el contingente oriental lo cogió en medio de la siesta, y cuando enderezó la vista no podía creer que hubiera tanta china joven en minifalda alrededor de su cama.

—¿Qué cosa sono cuestas ragazza, bambino? —le preguntaba al Toño—. ¿Chinessa o giapanessa?

El Toño le contestaba lo que podía, en medio de la venta de budas, y el Nonno terminó por comprobarlo metiéndole mano a alguna, para ver qué pasaba. Don Américo tiene la teoría de que las japonesas no se dejan manosear el culo porque ya están industrializadas, mientras que las chinas sí, porque son comunistas. Y por la reacción de las orientales, parece que el abuelo tiene razón.

El Zacarías no estaba para sociologías, ni le importaba el negocio. Lo que estaba era enfadadísimo con su hermano: sacudió al Jeremías del brazo y lo metió en la habitación para cantarle las cuarenta. Yo no sabía si meterme dentro para que no se liaran a golpes, o quedarme en el comedor para que la turba amarilla no rompiera nada.

—¿Por qué el contingente son todas mujeres, niño? —le pregunto al Toño.

—No —me dice, mientras los turistas le sacaban los budas de las manos—. Los chinos hombres están todos en la cocina, con la Sofi.

¡Ay, madre de Dios! A veces una se siente un bombero con demasiados focos de incendio a la vez, y no sabe para qué lado echar el agua. Pero el instinto materno me decía que la Sofi estaba en problemas. Así que salí disparada para allí, esperando encontrarme con algo que, fuera lo que fuese, iba a hacer que me ruborizara. (Con la Sofi últimamente es así, porque está en la edad en que quiere probarlo todo.)

La niña estaba encima de la mesa, con un montón de chinos alrededor sacándole fotos y gritándole guarradas. Ella, inocentona, se había encaramado con uno y le enseñaba a bailar flamenco.

—¡Corazón de mi vida, bájate de ahí antes de que te ahorque! —le grito, tratando a la vez de sonar educada.

—¿No es precioso, mamá? —me dice, mostrándome al chinito—. Quiere bailar flamenco conmigo.

Todos, alrededor, coreaban:

—¡Fuck you, fuck you!

—Pero Sofía —le explico, hecha un manojo de nervios—, que te quieren fabricar chinitos, mi amor. ¿Qué no los ves a los de aquí abajo que se han empezado a tocar? Tú ven con mamá que no te va a pasar nada.

Cuando la bajé de la mesa los otros chinos, que se nota que estaban empalmados, me empezaron a silbar, así que nos fuimos otra vez para donde había occidentales, aunque fueran el Toño y el Nonno, que no serán los cascos azules pero por lo menos hablan un idioma que se escribe con letras.

Y entonces fue cuando vi lo que vi. Cuando retrocedía por el pasillo, me quedé de una pieza: mi marido y el Jeremías, que nunca se han dado ni la hora, estaban abrazados. Como hermanos.

Si no hubiera sido porque el Nonno estaba intentando arrinconar a una china contra la pared del comedor, hubiera pensado que se habían quedado huérfanos de padre, y que lloraban por eso, fundidos y reconciliados en el dolor. Pero no, no era eso. Así que entré despacio, de cotilla, a ver qué pasaba.

—Mira, mujer —me dice mi marido, y me muestra un talón—. Es un regalo del Jeremías.

Era un cheque a nombre del Zacarías, y tenía un montón de ceros.

—Es la ganancia completa del tour de los chinos —me explica el Jeremías —. Tampoco es tanto.

—¿Todo esto es para ti, Zacarías? —le digo, emocionada por el gesto de mi cuñado, o por la cifra, o por las dos cosas.

—No —me corrige mi marido—. Es para el otro Zacarías, para el pequeñín. Es un regalo del tío para el bebé.

—Para que tenga estudios —sonríe el Jeremías—. No quería regresar a mi vida nómada sin dejaros algo.

—¿Entonces te vas? —quise saber.

—Esta misma noche —dice el Jeremías—. Vuelvo a los casinos, a la vida disipada, al lujo sin porqués. Una familia es algo hermoso, pero yo me siento encerrado en este barrio, necesito adrenalina.

Sólo entonces me di cuenta de que el gesto de mi cuñado era todavía más noble de lo que había pensado. Y también supe que los hermanos habían moqueado a solas, porque tenían los ojos enrojecidos, aunque ahora se hicieran los disimulados.

Cuando se fue la caterva oriental, yo no sabía si estar feliz por la reconciliación de dos hermanos que llevaban años de guerra fría, si estar melancólica porque no volveríamos a ver al Jeremías en unos cuantos años, o si ponerme a llorar por cómo había quedado la casa después del paso de tanta gente amarilla.

—Tú non te preocupe, Lola —me dice el Nonno, cogiendo por la cintura a una chinita que no tendría más de quince años—. Mi novia Xian Ling alora limpia tutto. Se va a quedare a vivire con nosotro. ¡A la merda la Negra Cabeza! Las sirvientas chinessa sono de má categoría que las africana.

Xian Ling me miraba, sonriendo como un sol naciente. No sé por qué, pero me gustó la idea de cambiar de chacha.

—Ven para aquí, Yoko Ono —le digo—, que tú pasas el Pronto y yo el paño.

¡Cuánta razón ha tenido el Gobierno con esto de las relaciones bilaterales con los chinos! Un día nada más de integración con el lejano Oriente y ya tenemos servicio doméstico nuevo. Cada vez nos falta menos para ser de la clase dominante.

¡El Zacarías en el bar se convierte en otro!

Lo mejor que se le ocurrió al Zacarías para que el hijo no se junte con vagos es llevarlo todos los días al bar El Progreso, donde va él. Lo que no se da cuenta es de que ahora el niño se sigue juntando con vagos, pero peor: con vagos expertos. Es como extirparle un tumor a la criatura para ponerle un cáncer.

—Que el Toño engrose el porcentaje de juventud que no va al colegio ya me da bastante vergüenza —le dije ayer al padre—, pero que ahora tú lo lleves al bar para convertirlo en un parásito social, ya es el acabose.

—No me aturdas, mujer —me dice—, que lo hago por su propio bien.

—¡Nada de propio bien, Zacarías! —me encono—. Prefiero que se drogue, oye, y no que termine jugando al mus… ¡Los parásitos adolescentes por lo menos corren algún riesgo! En cambio vosotros…

El Zacarías va al bar todos los santos días desde que tengo memoria visual. Según se dice, hoy por hoy El Progreso es un juntadero de viejos gagás que se pasan las tardes hablando de cuando El Progreso era otra cosa, mientras juegan a los naipes y se toman despacio una copa de anís con hielo.

Para mi marido, en cambio, el ámbito del bar es otra cosa, «algo cultural».

—Ahí el crío aprende de los grandes —me explica—. En la mesa nuestra estamos el Rubén, el Gordo Joresma, la Vaca Márquez, el doctor Inchausti y otra gente con mucho mundo que le pueden enseñar muchas cosas al Toño.

—¿El qué le van a enseñar? —le digo, poniendo los diez dedos todos juntos, como si estuviera sosteniendo una mosca—. ¡Hazme el favor! Si a ti te hubieran dado cinco pesetas por cada hora que has planchado el culo en ese bar, hoy hasta tendríamos piscina en el patio… ¿Y de qué coño se habla allí, me lo quieres decir?

—Cosas de hombres… Política, mujeres, coches. No es solamente jugar a las cartas lo que hacemos, mujer, no seas ignorante —me dice, mientras se saca un pedazo de carne de los dientes con la uña.

Lo que el Zacarías no sabe, porque es bruto, es que el Toño odia tener que ir al bar con él. El chico se aburre como una seta, y no es para menos.

—Papá me da más vergüenza en el bar que en casa, vieja —me confesaba esta tarde—, y eso se dice pronto… Tú no sabes lo que es papá en ese lugar.

—¿Qué es, niño? ¡No me asustes! —le pregunto yo.

—Es otro —me dice el Toño—: ¡habla!

—¿Cómo que habla? ¿Desde cuándo habla tu padre? —le digo—. ¿Y de qué habla?

—Hoy les explicaba a todos los de la mesa no sé qué del comunismo. Como seis minutos ha hablado.

—¿Seis minutos? —me escandalizo—. ¡Pero si aquí en casa la última vez que tu padre habló un minuto entero fue cuando se le cayó la lavadora en la pierna!

Ya me lo venía sospechando desde hace mucho, una vez que el carnicero me dijo una frase incomprensible: «Ay, qué hombre conversador que es don Zacarías». ¿Conversador? ¡Si en casa es un ladrillo sordomudo! ¡No dice nunca nada! Pero se conoce que en el bar, cuando está entre hombres jugando a la baraja, se convierte en locutor de radio.

Por eso yo siempre digo que los hombres, cuando están en casa, son como los San Bernardos: todos el día arrastrando el culo despacio, con cara de idiotas, sin ganas de ladrar y con la papada que les cuelga. Pero cuando se van con otros perros, por alguna razón, se convierten en Rintintín. Nadie sabe por qué: es un misterio canino.

A mí me gustaría ser mosca o inspector de Hacienda, para aparecerme por sorpresa en el bar El Progreso sin que nadie me viera. Y ver de qué habla mi marido, en qué se convierte cuando se bebe una palomita. Igual si lo cojo a tiempo incluso hasta juntamos los pelos en el baño de señoras…

Por suerte ahora tengo al Toño, que me cuenta cosas, porque está infiltrado en esa sociedad secreta. Pero yo sé que un día el niño también se va a convertir en uno de ellos, en un hombre de bar, en un ser de doble personalidad que no cuenta nada a las mujeres de la casa. Ese día la Sofi y yo vamos a quedar incomunicadas para siempre.

¡Ay, Nacho, hijo mío, Dios te conserve al maricón que llevas dentro! Qué feliz ha de ser la Marilú con un marido que nunca en la vida ha pisado los reductos típicos del hombre medieval.

El corazón del Nonno está desbocado

El amor no tiene edad ni color, es verdad, pero lo de mi suegro y la chinita ya pasa de castaño oscuro. Se llevan sesenta y cinco años, ninguno de los dos habla bien ningún idioma serio y lo poco que se comunican es para discutir sobre si los espaguetis son un invento chino o italiano. Ayer le pregunté a don Américo qué le ha visto a la oriental, y su sinceridad me dio un poco de asco.

—Sechualemente é una Kawasaki —me dijo, arqueando las cejas.

Es muy complicada la vida desde que llegó Ling a casa. Por un lado está el Toño, que se siente intimidado con la gente de otros colores. Lo cierto es que el niño lo que tiene son celos, porque desde que apareció la china por casa, don Américo no le presta atención.

—Abuelo, ¿vamos a fumar un porrete a la plaza?

—Non posso, bambino. En media hora tenco que culiare.

—¡Pero si ya culiaste hace un rato! —se queja el Toño—. Yo con la Carmencita culeo una vez por día nada más.

—Una cosa é una enana e altra cosa é una chinessa —le explica don Américo—. A la enana hay que regarla poco perque iguale non crece.

El Zacarías tiene la cara larga también, porque el abuelo está empecinado en que mi marido trate a la chinita como una más de la familia.

—Yo no sé qué le ha visto a esa china culo al revés, papá —le dice.

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