Después del grito del Zacarías, ya no voló una mosca por la casa. Dijo la Negra:
—Si estás aquí, doña Antonia, háznoslo saber…
Todos esperamos como estatuas, con los oídos atentos. Nada.
—Dile má forte —susurra el Nonno—, ya era sorda cuando staba viva, imagínate alora que tiene gusanitte en lo tímpano…
—¡¿Antonia?! —gritó entonces la Negra Cabeza, y nos hizo saltar a todos de la silla.
Ahora sí: nítidos, cercanos, sobrenaturales, escuchamos dos golpes secos sobre la mesa. Toc. Toc.
—¡Ay Virgen santa! —dije yo aterrada, y se me escapó un poquito de pis.
—¿Es la abuela? —preguntó la Sofi, amarilla como cuando tuvo la hepatitis.
—¿Mamá? —dijo el Zacarías, con los ojos acuosos—. ¿Eres tú, mamá?
La Negra Cabeza, impertérrita, volvió a la carga.
—Antonia… —dijo, con acento monótono—. Puede usar mi cuerpo como recipiente temporal para comunicarse con su familia…
De repente, la subsahariana da una vuelta sobre su propio eje y queda suspendida un segundo entero a diez centímetros de la silla. Cuando baja, desplomada y flexible, sus ojos ya no eran los mismos.
—¡Antonia, amore mio! —gritó entonces don Américo, y se arrodilló a besarle las rodillas.
—Leváantate —dice alguien desde adentro de la Negra Cabeza, con una voz serena y seria—. No me beses, mal marido…
—¿Todavía no me ha perdonatto, Antonia? —lloriquea mi suegro, bajando la cabeza amargamente.
—No he venido para verte a ti —dice Antonia—, sino para ver a mi hijo y a los dos nietecitos que no conozco…
Con un gesto le hago saber al Toño que se acomode el pelo delante de su abuela.
—Mamá, mamita… —dice el Zacarías, dando un tímido paso al frente—. Éste es Antonio, usted estaba muy enferma cuando él nació… Es medio gilipollas, pero es calcado a usted, la misma cara…
—Hola —dice el Toño, muerto de miedo—. ¿Cómo va la cosa ahí dentro?
El Zacarías le pega un coscorrón al hijo, y continúa:
—… y ésta es Sofía, madre, nuestra niña pequeña, que vino cuando usted ya había pasado a mejor vida.
Doña Antonia mira a la Sofi y le sonríe con sonrisa de muerto.
—Bambina, anda a darle un bachio a la nonna —dice don Américo.
—¡Ni muerta le doy un beso a la chacha! —dice la Sofi.
—Sofía… mi amor… que te reviento… —le susurra mi marido, pellizcándole el brazo—. ¡Dale un beso a tu abuela o te arranco los ojos!
La Sofi, llorando, se acerca con asco y pone la mejilla a dos centímetros de los labios de la Negra Cabeza.
—Ahora tú, Zacarías, hijo mío… Ven y abrázame fuerte —dice la muerta.
Mi marido, temblando de emoción, se acerca a su madre y la abraza con fuerza. Pero yo soy esposa antes que crédula, y salto de la silla.
—¡Le estás tocando el culo, que te he visto, Zacarías! —le grito.
—Cómo le voy a tocar el culo… ¡si es mi madre! ¡Y está muerta! —me dice el Zacarías.
—¡Tu madre una mierda! Tu madre no tenía ese culo tan formado.
—¡Mi madre es la que está dentro! —trata de hacerme entender mi marido.
—Si tu madre está dentro, que saque el brazo y le das la mano. ¡Pero a la subsahariana no le tocas un pelo, asqueroso!
Siento que me tocan el hombro con dedos fríos:
—Lola… —dice doña Antonia, con voz de ultratumba, y me mira—. No te confundas. Yo le he dado el pecho a este hombre…
El Toño dice:
—¡Venga, abuelita, saque un pecho!
—¡Se acabó! —digo yo encendiendo la luz—. ¡En esta casa se acabaron los muertos! A mí me van a venir con jueguecitos de excursión de fin de curso… Habrase visto.
—¡Pero es mi madre! —grita el Zacarías desesperado—. ¡Es mi mamá!
—¡Qué va a ser tu madre, pánfilo! —digo, sacudiendo un poco a la subsahariana, que empieza a volver en sí.
—¡Mamá! —grita el Zacarías —. ¡No me abandones otra vez!
Dos horas después, cenamos todos en silencio, sin decir una palabra sobre el tema. Ahora el Zacarías está viendo el fútbol, pero no sigue el partido con emoción. Está como en Babia… Creo que piensa en su madre, el pobre, en que la tuvo tan cerca, después de muchos años y yo no se la dejé disfrutar como él hubiera querido.
Sé que soy a veces un poco egoísta, pero hay cosas que son más fuertes que una. Los celos no respetan ni la metafísica ni el más allá… Para más inri, yo en los muertos no creo mucho, pero en los vivos sí que creo. Y a mí me parece que el Zacarías y la Negra Cabeza se están pasando un poco de vivos.
Ayer por la tarde el Toño nos dio la noticia, un poco ruborizado, pobre:
—Mamá, papá, tengo novia, y esta vez vamos en serio.
¡Ay, qué alegría más grande que me bajó por el esófago! El Zacarías, que cuando se emociona es un bruto, le palmeó la espalda al Antonio y casi le hace escupir un pulmón.
—Y eso no es todo —nos dice después de toser—, la he invitado a cenar esta noche.
Había poco tiempo para prepararlo todo. Lo más importante en estos casos es que parezcamos normales, así que nos pusimos a ordenar la casa, a perseguir al Nonno para que se bañe (llevaba un mes sin enjuagarse, con la excusa del coma) y a cocinar algo contundente para la futura nuera.
Mientras tanto, yo trataba de sonsacarle al nene —así, como al pasar— algunos datos de la chica, no sea cosa que otra vez se me apareciera con una vieja, como cuando se presentó con la Negra Cabeza.
—Oye, ¿y dónde la has conocido? —lo tanteo, mientras me hago la imbécil sacándole brillo a una fuente.
—En la salida de la facultad de derecho —me dice como si nada—. Está terminando la carrera.
—¿Estás de novio con una abogada? —le grito, un poco llorando de felicidad.
—Todavía no, le faltan unas materias, pero Carmencita es muy inteligente.
—¿Y tú qué hacías en la universidad? —pregunta el Zacarías, siempre atento a las insignificancias.
—Me coloco en la puerta y les regalo un porro a los del último año, por si en el futuro necesito un abogado gratis. Hoy por ti, mañana por mí —dice.
En una situación normal, el Zacarías hubiera perseguido al hijo con el cinturón por traficante de influencias, pero como ahora el crío tiene novia se lo perdonó.
Nos pasamos la tarde poniendo en orden la casa y preguntándole cosas a la criatura. Cuando se hizo de noche, ya sabíamos que la chica tiene veintidós años (¡la edad ideal!) y es del barrio de aquí al lado. Es de una familia que tienen criadero de cerdos, así que deben estar más o menos bien situados.
Ahora, viéndolo en perspectiva, me tendría que haber dado cuenta de que algo no cuadraba, que una chica de veintidós años, casi abogada, con criadero, no puede enamorarse del Toño, que es un aprendiz de yonqui que no ha acabado la escuela y se pasa el tiempo fumando porquerías. Pero en ese momento me podía más la esperanza…
El timbre sonó a las nueve horas cero minutos cero segundos. La Carmencita, además, era puntual. Salió a atender el Zacarías, que estaba de traje y engominado para atrás (parecía que una vaca le hubiera lamido la cabeza). Mi marido abrió la puerta con una sonrisa, pero la cerró de golpe, como si hubiera visto un fantasma. Todos nos quedamos mirándolo. El Zacarías se apoyó contra la puerta, desconcertado, clavándole los ojos al Toño, no con odio, sino más bien con miedo.
—¿Qué pasa, viejo? —le digo, mientras las ilusiones se me hacían añicos contra el suelo.
El Zacarías señala para afuera, donde seguramente estaría la chica esperando a que le abriéramos otra vez y, susurrando, nos da la mala noticia:
—Es… —no le sale la palabra, mira al Toño aterrado—. ¡Es una enana, pervertido!
Todos miramos al niño.
—¿Y qué? —dice él—. Vosotros porque me veis todos los días, pero yo también soy un enano… Si hace como cinco años que estoy atragantado en el metro cuarenta.
—Hijo —le digo—, tú no eres enanito, mi amor, tú lo que eres es perezoso para el crecimiento, que es distinto. Tú, por ejemplo, llegas al cajón de los cubiertos sin ayuda externa… Un enano es otra cosa, un enano tiene cara de enano… —Miro al Zacarías y le pregunto, susurrando—: ¿La chica esta tiene cara de enana o cara de gente?
—¡Terrible cara de enana! —me confirma mi marido, y mira a Toño—. ¿Por qué siempre nos tienes que hacer estas cosas, hijo de la gran puta? Yo no puedo cenar con una enana, no sé cómo tratarla, no sé qué decir…
—Pues la tratas normal, papá —se enfada el Toño—. Por ejemplo, no la dejes esperando afuera, no le pegues un portazo en la cara, no hables en susurros…, no la mires como si fuera un perro… No es complicado. Además, yo la quiero por lo que tiene dentro… —nos explica, y por un momento creo que el niño está madurando, pero no—. ¡No sabes las tetas que tiene!
—Papá, no seas troglodita —dice la Sofi—; ábrele la puerta que fuera hace frío, pobre enana.
—¡Carmencita se llama! ¡Carmencita! —corrige el Toño a la estúpida de la hermana.
Al final voy yo; aspiro hondo y le abro la puerta con una sonrisa gigante en la boca. Me la quedo mirando; ella también. Hay unos segundos incómodos donde no sé si agacharme a darle un beso o esperar a que ella salte. ¡Ay, qué vergüenza!… Pero ella misma salva la situación con mucho aplomo y una voz preciosa.
—Usted debe ser Lola —me dice—. Yo soy Carmen Salvatierra, la novia de Antonio. La admiro mucho, señora, usted es un ejemplo para todas las mujeres de este barrio —y me extiende la manita.
¡Ay, qué preciosidad es esta chica! Y qué fácil que le resulta ganarse el corazón de una suegra. Le doy la mano y ella entra, con pie firme, y le pega un beso en la boca al Toño que parecían dos actores de cine en miniatura. ¡Cuánta pasión! Después mira al Zaca, mientras ella solita se quita el abrigo, y le dice:
—Y usted seguramente es don Zacarías, un placer conocerlo. Antonio me habla mucho de usted… Yo también soy del Deportivo.
«¡Ya está, lo ha comprado!», pensé enseguida… Cinco palabras y mi marido ya se olvidó de que es enana. Yo lo conozco: cuando el Zacarías arquea las cejas así, es que está cómodo. Ahora ya no ve a una chica bajita, ahora ve a un hincha del Depor, y las relaciones para él son más fáciles.
—¿Fanática? —pregunta el Zaca mientras se agacha y le da un beso.
—Socia número 9.621 —dice, sacando el carnet de la cartera—. Tenemos palco en la parte central, justo debajo de las cabinas de los periodistas.
El pánfilo babeaba de la emoción. Miraba a la enanita y era como si mirase un televisor de catorce pulgadas con un gol de Mauro Silva en cámara lenta. ¡Qué arte, la Carmencita, para meterse al suegro en el bolsillo!
Cenamos distendidos, hasta hace un rato. La sobremesa duró más o menos hasta las cuatro de la mañana, y hacía rato que no nos reíamos tanto… Carmencita cuenta unos chistes sobre enanos que son para morirse de risa (contó uno muy bonito de un enano que se acomoda en el mostrador a tomar algo, y el dueño del bar pregunta a gritos: «¿Quién fue el gracioso que ha desarmado el futbolín?», ¡ay, qué gracia!); sobre cualquier cosa tiene buena conversación esta chica. Para más inri, con el Nonno hablaba todo el tiempo en italiano, y el Toño se ponía un poco celoso, lo que indica que el nene está bastante enamorado.
Cuando Carmencita se fue, ya teníamos tanta confianza que hasta la levantamos a la altura de los morros para darle un beso. Y después, ya solos, uno por uno fuimos pidiendo perdón al Toño por haber sido tan racistas con la novia, que es un sol. Nobleza obliga.
Hasta al Cantinflas le cayó bien la muchacha, y eso que es un gato arisco: se ve que es la primera vez que ve una cara humana tan de cerca.
Así que hoy me voy a la cama con el pecho lleno de alegría. Todavía no hay que cantar victoria ni dormirse sobre los laureles, pero me parece que hay una integrante más en la familia. ¡Y de las que estudian!
Ayer los hombres de la casa (el Nonno incluido) se fueron a la capital a ver las eliminatorias del mundial de fútbol, y se llevaron a la Negra Cabeza, que está enamorada del portero de Portugal. Así que la Sofi, la Carmencita y yo aprovechamos para tener una charla íntima de mujeres que, como siempre que está el sexo de por medio, acabó propiamente a gritos.
La idea era pasar el día, así que nos preparamos unos tés con limón y nos encerramos en la cocina. Las tardes de domingo siempre son buenas para abrir de par en par el corazón. Máxime cuando hay una invitada nueva. Hablábamos de cualquier cosa hasta que la Sofi se puso insistente con la invitada:
—Y a vosotras, las enanas, ¿os importa el tamaño? —le pregunta impertinente, que además de una bocasucia la Sofi es muy monotemática.
Casi me escondo debajo del mantel, de la vergüenza que me dio la pregunta, pero Carmencita se ríe (se nota que es muy moderna) y parece no afectarle el tema.
—¡Claro, mujer! —dice—. Pero también tenemos la suerte de que cualquier polla nos parece gigante.
—Eso es bueno —reflexiona la niña—, lo único bueno de ser enano ha de ser la perseptiva.
—La perspectiva —corrige la otra.
—También, sí —dice la Sofi.
—A mí me da vergüenza hablar así, a calzón quitado —digo yo—. En mi época jamás se me habría ocurrido conversar de estas cosas delante de mi madre… —y mirando a Carmencita— ¡y menos en presencia de mi suegra!
—Vamos, Lola —me regala la oreja mi futura nuera—, si yo te admiro justamente porque eres la mujer más moderna de este barrio…
—¿Tú con la abuela Adela no hablabas de sexo, ma? —indaga la Sofi.
—¡Me ponía la cara del revés de un bofetón! —rememoro—. Era otra época.
—Había mucha ingenuidad —dice Carmencita.
—Imagina —le digo—: en esas épocas nos decían que el seiscientos era un buen coche, y nosotros nos lo creíamos. Nos podían convencer de cualquier cosa en mis tiempos. Ahora no, está todo en Internet.
—A mí, mucho Internet no me llega —dice Carmencita.
—Lógico —acota la Sofi—, tendrías que ponerte una silla más alta.
—No. No me llega a convencer, no me apasiona… En la universidad la gente no sabe nada por sí misma, todo lo buscan allí. Y el problema es que Internet está lleno de mentirosos. Hay mucha información falsa.
Cae la tarde sobre el barrio. Invernal y triste. Y nosotras nos pasamos las horas dale que te dale a la lengua, sin pensar en nada, ni en los hombres que ya estarían volviendo, ni en la cena. Con el corazón de par en par.