No hay nada más insoportable que, en medio de una discusión con tu hija, la imbécil te gane tan fácilmente. Cuando ocurre eso hay que pasar, en una milésima de segundo, al plan B. No hay que dudar, porque si dudas ella se da cuenta de que ha ganado. Plan B automático. Fue lo que hice: la estampé contra el póster de Alex Ubago de un bofetón en medio de la cara, tan bien, pero tan bien dado, con ese ruido húmedo que tiene el bofetón profesional, que si me hubiera visto el Zacarías se le cae la baba de la envidia. No fue un ¡paf! de culebrón, fue como el aplauso de un baloncestista en un polideportivo vacío. La Sofi se me quedó mirando, cogiéndose la mandíbula con la palma, aturdida, con ganas de llorar pero sin dar el brazo a torcer. Las lágrimas se le amontonaban en el borde de los ojos sin animarse a bajar, como si tuvieran vértigo.
—Te metes en la cama ahora mismo, mocosa impertinente —le digo, con la voz seca; y después le deletreo cada una de estas palabras, como en cámara lenta—: Tienes absolutamente prohibido, desde hoy, verte con ninguno de los dos, ¿me oyes bien?, con ninguno de los dos, ni con el Manija ni con el Pajabrava ese. De ahora en adelante, primero, los novios tienen que entrar a casa para que los conozcamos —le enumero con los dedos mientras hablo—; segundo, deberás tener relaciones con uno cada vez; tercero, cada una deberá durarte como mínimo seis meses; y cuarto, lo más importante: nada de pajasbravas ni manijas ni mongoaurelios; tus novios deberán tener un nombre que figure en el santoral. Son las nuevas reglas, y espero que sean respetadas. Buenas noches.
Salí de la habitación con la misma sensación de poder de los ministros de Hacienda después de dirigirse al país.
El Pepe Peralta y su mujer la Aurora son una pareja un poco amiga nuestra que, desde que se hicieron nuevos ricos, están igual de imbéciles que cuando eran pobres, pero con ropa cara, que te da más rabia.
Estábamos medio peleados con ellos desde hacía un par de años por cuestiones que no vienen al caso, pero ayer por la tarde aparecieron por casa de sopetón, como si no hubiera pasado nada. Y como siempre, se invitaron a cenar mañana por la noche.
Se quedaron un rato en casa a tomar un café. Venían con la Marilú, la única hija que tienen, que estudia en Suiza. Hacía tiempo que no veíamos a la niña, que antes era más fea que pegar a una madre, pero que desde que se ha hecho mujercita, está de buen ver. Nos dimos cuenta porque al Toño hubo que traerle una palangana para que no me empapara de baba la alfombra del recibidor. Pero la criaturita es muy pija y ni lo miraba al pobre Antonio. En cambio conversaba mucho con el Nacho, que es un sol de educado y simpático.
Los Peralta se fueron enseguida, después de confirmar la hora de la cena de mañana. Cuando aún no habían salido por la puerta, yo me saqué la sonrisa de compromiso que pongo cuando viene esta gente —porque mucho no los trago— y me fui al patio a tomar el fresco.
—¿Sabes por qué vienen? —le grito al Zacarías, que estaba en la cocina—. Para presumir de hija. ¡Serán gilipollas! Cada vez que se invitan a cenar es para mostrarnos algo: el coche nuevo, los móviles que sacan fotos, los vestidos italianos… ¡Y ahora la hija, que de golpe se ha puesto guapa porque estudia en Suiza!
Zacarías, que por lo general los defiende, esta vez se ha quedado con otros detalles.
—Lola —me dice, guardando el café en la alacena—, ¿has visto cómo conversaban el Nacho y la hija de los Peralta? —y me levanta las cejas por la ventana, esperanzado—. Dios quiera, ¿no?
Qué hombre más ingenuo. Está constantemente haciéndose ilusiones de que al hijo se le van a ir las hormonas para el otro lado.
—No cuentes el dinero antes de ganar la primitiva… —le contesto, escéptica—. Las tías guapas tienen siempre un mejor amigo gay: es ley de vida. Y seguro que a esta niña le falta su mejor amigo gay aquí en el barrio. No te montes historias, que lo de estos chicos es amistad de verano.
El Zacarías, compungido, mira al techo y junta las manos:
—¡Qué año de mierda me estás dando, Dios querido! —dice—. Me despides de Astilleros, no me haces campeón al Depor, me conviertes en sarasa al único hijo sano que tengo… ¿Qué te he hecho yo, Señor, en qué te he fallado?
El Zacarías habla con Dios cada dos por tres mirando al techo. Siempre al techo. Una vez que estábamos en el patio y tenía que hablar con Dios, se metió dentro para poder mirar un techo. El Dios del Zacarías no está en el cielo: está en el cielorraso. Pero la verdad es que en el fondo, bien en el fondo, yo también rezo para que en la cena de mañana la Marilú Peralta encienda la vela del amor al Nachito. Me encantaría ser consuegra de la Aurora y arruinarle para siempre el nivel de vida.
—Lola, ¿y tú de dónde has sacado eso de que las tías buenas van siempre con un amigo sarasa? —me pregunta el Zacarías dos horas después, ya metidos los dos en la cama.
Sonrío, misteriosa.
—Cuando yo era soltera mi mejor amigo era gay —le digo.
Se me queda mirando, con cara de que algo no le cuadra.
—Además de gay tu amigo sería miope —dice al rato—, porque tía buena no has sido nunca…
—Vete a la porra —le digo, y me pongo de costado, haciéndome la enfadada.
La cena con los Peralta se desarrollaba normalmente. Aburrida. Insípida. Como siempre, el Pepe y mi marido nos contaban por enésima vez sus anécdotas de la mili, cuando eran compañeros en el Regimiento de Infantería Motorizada Pavía n.° 6. Yo estaba atenta a la charla entre el Nacho y la Marilú, que no paraban de cotillear entre ellos, indiferentes al mundo. Reían y bebían como si nadie los viera. Estábamos en los postres; ya comenzábamos a comer el flan. El Nacho se ofreció a traer el café, y la Marilú, simpática y servicial, se fue con él a ayudarlo. Todo indicaba que, por una vez, una cena con los Peralta acabaría bien. ¡Qué equivocada estaba! Pasaron diez minutos, y después media hora. Ni el Nacho ni la rubia regresaban. Los Peralta no parecían enterarse, enfrascados con el Zacarías en las anécdotas de la mili. Un poco nerviosa, envié a la Sofi a buscar a su hermano.
Pasaron otros muchos minutos. Y entonces empezó uno de los días más extraños de mi vida.
Cuando la Sofi volvió estaba pálida, como descompuesta.
—¿Mamá, puedes venir un minuto que te busca el Nacho? —me dijo, en secreto.
De la mano me condujo no a la cocina, sino a la habitación del Nacho. Por el pasillo me soltó unas palabras más, que no entendí:
—Mamá, el Nacho y la pija están abotonados.
No sé por qué pensé que era algo de los botones de la tele (yo soy de otra época), así que abrí la puerta del cuarto del Nacho con toda confianza. El grito me salió del alma cuando los vi:
—¡Hijo! —Me asusté—. ¡Qué le estás haciendo a esa chica! ¡Sal de ahí detrás ahora mismo!
—Es lo que intento desde hace media hora, mamá —dice el Nacho, temblando.
—¡No grite, Lola! —me dice la Marilú lloriqueando—. No grite, por Dios, que mi padre no se entere. ¡Ayúdenos, qué vergüenza!
—¿Pero cómo es posible que hayáis llegado a esto? —digo, sin mirarlos de frente (es que no veo a mi hijo desnudo desde los diez años)—. ¿Y qué queréis que haga? Cuando yo era chica, cada dos por tres encontrábamos así a los perros del pueblo y les echábamos agua fría para despegarlos. Pero con gente humana no sé si funciona…
La situación era dificilísima, arriesgada, extrema, y esta vez no voy a entrar en los detalles de la postura de esos cuerpos porque yo misma quisiera olvidarlos. La Sofi propuso algo desesperado.
—Mamá, coge al Nacho por la cintura y yo agarro a la rubia por la cabeza —me dice—, y tiramos las dos cuando yo diga tres.
—¿Te parece, Sofía?
—¡Lo que sea, señora, lo que sea! —suplica la Marilú.
El Nacho ni hablaba por culpa del susto, pero asintió, bajando la vista. Nos acercamos a la pareja. Parecían las siamesas iraníes, pero sudadas y en pelota viva. Yo no podía pensar en otra cosa más que en los padres de la niña, que estaban en el comedor llenándose la boca con la hija, sus cinco idiomas, sus buenas notas…, sin saber que la chica estaba a cuatro patas y a veinte metros de sus alardes. La Sofi rodeó con el brazo la cabeza de la rubia y con la otra mano se aferró a la cama para hacer palanca. Yo abracé a mi hijo desde atrás, bien fuerte. La Sofi empezó a contar:
—¡A la una…! —dijo.
—Con cuidado, que me duele —suplicó el Nacho cerrando los ojos.
—¡A las dos…! —contó la Sofi.
La Marilú se aferró con las uñas a la alfombra y apretó los dientes.
—¡Y a las…!
Pero tuvo que aparecer el Toño. Yo no sé por qué esta criatura siempre se materializa en los peores momentos. Es como si oliera los follones, o algo así. Asomó la cabeza por el cuarto justo cuando la Sofi iba a decir «y a las tres» y en vez de ayudar, de preguntar, de hacer algo productivo, salió corriendo para el comedor dando gritos:
—¡Papaaaá, papaaá! —gritaba—. ¡El Nacho está follando con hembra!
—¡Antonio, no! —gritó el Nacho estirando el brazo para el lado de su hermano, pero ya era tarde.
La Marilú, a cuatro patas como estaba, levantó la patita de adelante y se persignó, previendo el escarnio inminente. Es difícil encomendarse al cielo cuando estás a cuatro patas y los pezones te señalan el infierno, pero ella lo hizo.
Escuchamos ruidos de sillas en el comedor. Cubiertos saltando de la mano a la mesa. Y enseguida pasos acercándose hasta nosotros. El Toño no paraba de gritar:
—¡Ven, papá, date prisa, que el Nacho se está follando a la rubia, y la Sofi y mamá se lo quieren impedir!
Estábamos los cuatro tan faltos de reflejos que ni atinamos a tapar a los abotonados con una sábana. Ni siquiera nos movimos. Cuando el Pepe Peralta, su esposa Aurora y el Zacarías aparecieron por la puerta, lo que vieron fue a la Sofi acogotando a su niña virgen, al Nacho violándola y a mí abrazando sensualmente a mi hijo. No vieron la verdad. No pudieron ver la verdad: esta gente no tiene visión de conjunto. Tampoco los culpo.
Ahora me resulta difícil recordar si el Pepe Peralta empezó a darse cabezazos contra la pared antes de que la Aurora se desmayara, o si fue al revés. Pero sí me acuerdo de que al Zacarías se le llenaron los ojos de lágrimas, que se arrodilló, y que arrodillado llegó hasta el Nacho, diciéndole al oído:
—Muy bien, hijo mío, muy bien —y lo abrazó fraternalmente, dándole palmadas en la espalda—. Ése es mi tigre —le decía—. Sigue, sigue, dale con ganas, Nachito —le indicaba.
Yo creo que eso fue lo que provocó la explosión del Pepe Peralta que, al escuchar los vítores de mi marido, se abalanzó sobre su ex compañero de armas y lo tiró contra la pared.
—¡Mi niña era virgen! —gritaba mientras le partía la cara a mi marido. Lo raro es que el Zacarías ni se defendía de los golpes. Yo creo que hasta sonreía, no dejaba de sonreír mientras recibía los guantazos del Pepe—. ¡Mi niña era virgen, soldado Zacarías! —decía mientras pegaba y lloraba.
—¡Y mi niño era sarasa, soldado Pepe…! —susurraba el Zacarías, sangrando feliz.
Al minuto de golpear y recibir, cayeron los dos padres de familia rendidos, sus cuerpos cansados, junto a la Aurora, que seguía desmayada. El Toño y la Sofi parecían estatuas expectantes, mudas, mirando al Nacho con admiración. Yo seguía abrazando a mi hijo. El Nachito, sensible hasta en los peores momentos, consolaba a la Marilú con caricias en la nuca, para que se tranquilizara. Cuando volvió el silencio todos pudimos escuchar, muy nítidos, los latidos de los ocho corazones que bombeaban en esa habitación. ¡Qué raros somos los humanos!
—¡Atención! —dijo el Nacho entonces, alzando un dedo en señal de alarma—. Creo que ya está, la cosa aflojó de golpe. —Y con mucho cuidado se separó de la Marilú.
—¡Ay Dios, qué suerte! —dije, y le alcancé una sábana a la chica para que se tapara las vergüenzas—. Seguro que se te puso pequeñita por el susto, nene.
Los chicos, ya desabotonados, se miraban llenos de amor mientras se vestían. El Pepe Peralta, jadeando desde el suelo, señaló a su hija y le dijo, con un susurro de muerte:
—Tú, al coche.
Después se incorporó, levantó en sus brazos a su esposa desmayada y encaró para la puerta de la calle él también. Como en las películas de guerra.
Los seguimos. Nosotros, cabizbajos, detrás de ellos, mermados y en fuga. Antes de cruzar la puerta cancel, el Pepe Peralta miró al Zacarías, con los ojos enrojecidos de dolor:
—Nunca pensé que alguna vez diría esto, soldado Zacarías, pero no quiero verte nunca más en la vida.
Mi marido bajó la vista, en silencio, aceptando esa decisión nacida de la afrenta. Luego Peralta miró al Nacho, le puso un dedo en el pecho y le dijo con asco:
—Y tú, olvídate de mi hija. Olvídate para siempre. No la vas a ver nunca más.
Y salieron de casa cerrando la puerta tras de sí.
El Nacho, desde adentro y para sí mismo, susurró:
—Eso está por verse, Pepe Peralta. María Luz me abrió un nuevo camino y nadie me va a impedir transitarlo…
Suspiré. El Nacho tenía los ojos flotando como un Capuleto; la sangre italiana, recién descubierta en sus venas, le hervía de amor. Zacarías miró otra vez al hijo pródigo, al recién llegado desde la sombra oscura de la sexualidad, y le dijo con el corazón hinchado de orgullo:
—¡Ése es mi tigre, carajo! —y lo abrazó de nuevo—. Mañana mismo buscas a esa chica y continúas con lo que has empezado. Pero más despacio, Ignacio, ¡y por delante, que entra más fácil! Olvídate de los vicios del pasado.
Yo me desinflé en el sillón, muerta de nervios. La Sofi no podía dejar de mirar a su hermano mayor con una admiración creciente. Mientras que el Toño, lejos de la escena, se comía los restos del flan de todo el mundo.
Anoche el Cantinflas se cayó en la olla grande de la salsa de tomate y no sabemos si casi se ahoga o si casi se quema. El chef uruguayo notaba, al revolver, que el cucharón de madera se trababa un poco, pero no se dio cuenta de nada hasta que el gato, en un último manotazo de ahogado, sacó una pata y casi le arranca un ojo.
—¡La salsa me ha arañado! ¡El estofado está poseído! —gritaba Douglas, con un rasguño que le cruzaba toda la cara.
Entre el Zacarías y el Toño sacaron al Cantinflas con el colador de la pasta y lo llevaron al veterinario con urgencia.