McFarlane la miró de reojo.
—No te entiendo.
—¿Y si nadie ha tocado el meteorito? ¿Y si lo ha tocado alguna otra cosa?
—¿Alguna otra cosa? Pero en el tanque no había nada más que se moviera…
De repente se quedó callado. Acababa de reconocer lo que no le cuadraba: el ruido del agua.
—Pásame los últimos sesenta segundos —dijo—. Deprisa.
Acercó la cabeza a la pantalla, buscando el ruido que acababa de oír, y lo reconoció.
Era el sonido, muy de fondo, de un chorrito de agua cayendo desde arriba y desapareciendo en las profundidades del tanque. Se lo quedó mirando. Al empezar a cabecear el barco, el chorro se apartaba del mamparo y empezaba a aproximarse al meteorito.
—Agua —dijo en voz alta.
Rachel le miró con curiosidad.
—Bajaba un chorro de agua por el lado del tanque. Debe de haber un escape en la puerta mecánica. Mira, todavía se ve. —Señaló un chorrito que bajaba por el mamparo longitudinal del fondo—. La descarga del meteorito coincide con el momento en que el movimiento del barco ha hecho que lo tocase el agua.
—No tiene sentido. El meteorito lleva millones de años en un suelo empapado de agua.
Le ha caído encima lluvia y nieve. Es inerte. ¿Cómo quieres que le afecte el agua?
—No lo sé, pero fíjate.
Rebobinó el vídeo, y comprobaron que la pantalla se quedaba en blanco justo cuando el agua entraba en contacto con el meteorito.
—¿Coincidencia? —preguntó ella.
McFarlane negó con la cabeza.
—No.
Rachel le miró.
—Sam, ¿qué diferencia puede haber entre esta agua y el resto de la que ha tocado el meteorito?
McFarlane lo vio claro al instante, como una revelación.
—Sal —dijo—. El escape del tanque es de agua salada.
Rachel abrió mucho los ojos, y la boca.
—¡Claro! —dijo—. Por eso Timmer y Masangkay provocaron la descarga con las manos. Por el sudor. En el tacto de los dos había sal, mientras que Lloyd apoyó la mejilla un día de muchísimo frío y no tenía nada de sudor. Debe de ser muy reactivo al cloruro de sodio.
Pero ¿por qué, Sam? ¿A qué reacciona?
McFarlane la miró a ella, y después al chorrito de agua marina que brillaba en la habitación y oscilaba con cada movimiento del barco.
El movimiento del barco…
—Ya lo pensaremos después —dijo.
Buscó su radio, la encendió y oyó la estática.
—¡Mierda! —exclamó, volviendo a meterla en el cinturón.
—Sam… —empezó Rachel.
—Tenemos que salir —la interrumpió él—. Si no, a la próxima ola un poco grande nos quedaremos fritos.
Justo cuando se levantaba, Rachel le cogió el brazo.
—No podemos irnos —dijo—. La siguiente explosión puede que destroce el andamio, y si se suelta el meteorito moriremos todos.
—Pues tendremos que evitar que el agua toque la roca.
Se miraron un momento. Luego, como si hubieran tenido la misma idea, salieron a la pasarela y corrieron hacia el túnel de acceso.
Vallenar se hallaba en el puente con unos prismáticos viejos, mirando hacia el sur por encima del oleaje. Alrededor de él, los oficiales procuraban no caerse por el movimiento del barco, que era brutal, mientras guardaban en sus rostros la inexpresividad de unas máscaras.
Estaban aterrorizados, pero el régimen de absoluta disciplina de Vallenar ya daba sus frutos: había pasado el momento de la prueba, y los que quedaban le eran fieles. Si era necesario le seguirían al mismísimo infierno, que (pensó al mirar la carta de navegación) era adonde se dirigían.
Ya no caía nieve ni aguanieve, y estaba despejándose el cielo. La visibilidad era excelente, si bien el viento era igual o peor, y la altura de las olas iba en aumento. Cuando el barco se hundía entre dos de ellas, quedaba envuelto en noche cerrada, y las paredes de agua negra que se elevaban a ambos lados daban a Vallenar la sensación de estar al fondo de un enorme cañón. Desde abajo, las crestas de las olas presentaban la increíble altura de veinte metros por encima del nivel del puente. Nunca había visto un mar así. El aumento de la visibilidad, siendo útil a sus planes, incrementaba sin embargo el horror del espectáculo. Lo normal habría sido ir contra el viento, pero no era posible. Vallenar debía mantener un rumbo que le expusiera de costado al viento y las olas, puesto que en caso contrario el petrolero, que era más pesado, escaparía.
Vio hincarse en las aguas la proa de su destructor, al fondo de aquel largo valle entre olas, y subir lentamente con el estruendo del castillo dividiendo las aguas. El buque se escoró a estribor hasta que el puente quedó colgado sobre el espumoso océano. Todos buscaron asideros. Durante unos segundos de terror, el puente se mantuvo justo encima del agua, hasta que poco a poco se enderezó y basculó a babor con el impulso. Había sido una ola de las peores.
Vallenar, que conocía bien el barco, sabía de qué era capaz y de qué no. Si el
Ramírez
quedaba a merced del viento y el agua, él lo notaría, y todavía no se había dado el caso. Sólo podía impedirse que zozobrara el barco con mucha vigilancia y buen gobierno. No pensaba dejarlo en manos del oficial de guardia. Se encargaría él personalmente.
Vio abultarse en la distancia un caballón de espuma más alto que los demás, que surcaba la tormenta como una ballena. Entonces adoptó un tono de voz pausado, casi despreocupado.
—Máquina de estribor adelante a un tercio, máquina de babor adelante a dos tercios.
Manténgame al corriente del rumbo.
—Rumbo uno siete cinco, rumbo uno siete cero… —dijo Aller.
—Manténgalo en uno seis cinco.
La ola empezó a apoderarse del
Ramírez,
que, empujado por ella, subió y se escoró.
Vallenar se cogió al telégrafo de la sala de máquinas, mientras el insoportable balanceo hacía subir el inclinómetro a casi treinta grados. Fue entonces cuando cabalgaron la cresta de la ola.
Por unos segundos, Vallenar tuvo ocasión de ver todo el océano hasta el horizonte. Se apresuró a colocarse los prismáticos y observar el mar tumultuoso hasta el momento en que el barco se sumiera en la siguiente hondonada. Las cumbres y valles que excavaba el agua ofrecían una visión pavorosa, de caótica promiscuidad. Se puso nervioso, pero se le pasó deprisa.
Recuperó la calma al caer el barco. Luego volvieron a subir, y lo mismo hicieron los prismáticos de Vallenar. De repente le dio un brinco el corazón. ¡Lo veía! Una silueta oscura contra el mar, una silueta de contornos blancos. Siguió con los prismáticos pegados a los ojos y casi con miedo a parpadear, mientras el barco, lentamente, iniciaba el ascenso de otra montaña de agua cubierta con su red de espuma. En el momento en que la cabalgaban, y en que rompía la cresta en la baranda de babor, haciendo escorar el barco, Vallenar volvió a ver el petrolero.
—Mantenga rumbo uno ocho cero.
Volvió a levantarse la cubierta, y a inclinarse hacia estribor.
—¿Cuánto combustible tenemos?
—Treinta por ciento.
Se volvió hacia el ingeniero de guardia.
—Lastre los tanques.
Llenar de agua salada los tanques vacíos haría que perdieran medio nudo de velocidad, pero les proporcionaría una estabilidad necesaria para lo que estaba a punto de ocurrir.
—Lastrando los tanques —dijo el ingeniero con cara de alivio.
Vallenar se giró hacia el contramaestre.
—¿Barómetro?
—Veintinueve coma ocho y bajando.
Convocó al puente al jefe de la guardia.
—Tenemos contacto visual con el barco norteamericano —dijo, tendiéndole los prismáticos.
El jefe de la guardia se los colocó.
—Ya lo veo, señor —dijo al poco.
Vallenar se dirigió al oficial de cubierta.
—Sigue un rumbo aproximado de uno nueve cero. Que me den un rumbo para interceptarlo.
Las órdenes fueron transmitidas, y modificado el rumbo. Ahora funcionaba todo como un mecanismo de relojería.
Vallenar volvió a dirigirse al jefe de la guardia.
—Cuando lo tengamos a tiro, infórmeme. No abra fuego sin órdenes mías.
—Sí, señor —dijo el jefe de la guardia, esforzándose por mantener la neutralidad del tono.
Al superar otra ola muy alta, el destructor empezó a dar bandazos y, fragorosamente, clavó la proa en la siguiente depresión. La cubierta subió y se escoró a estribor, mientras se desviaba la proa hacia babor con un movimiento muy pronunciado e incontrolado.
—No puedo mantener el rumbo en uno nueve cero.
—Siga a toda máquina.
El barco se estabilizó. Vallenar vio que se acercaba una
tigre
por el oeste y ordenó reducir velocidad.
Al trepar por el flanco de aquella ola enorme, el barco inició un lento cabeceo. En el momento en que rompía la ola, sobrevoló la cubierta una lámina de agua. Hacían aguas ni más ni menos que por el puente. El barco sufrió un desplazamiento lateral.
—¡Señor, el timón está fuera del agua! —exclamó el timonel.
Vallenar ordenó invertir dos tercios la máquina de babor. El radiotelegrafista accionó el telégrafo de motores, pero el barco conservó el movimiento lateral.
—No responde…
Vallenar sintió una punzada de miedo (miedo de no acabar la misión, no de perder la vida), hasta que notó que la popa volvía a estar en el agua, al igual que la hélice.
Volvió a respirar y se acercó al intercomunicador como si no hubiera pasado nada.
—Informen de cualquier contacto aéreo.
Estaba seguro de que con un tiempo así no acudiría ningún barco en ayuda de los norteamericanos, pero no tanto de que no vinieran aviones.
—No hay ninguno en dos mil millas a la redonda —le contestaron—. Hielo al sur.
—¿Qué clase de hielo?
—Dos islas grandes de hielo, algunos icebergs pequeños y bloques sueltos.
Se están metiendo en el hielo, pensó Vallenar con satisfacción. Cruzar el Límite del Hielo con un petrolero, a conciencia y en una tempestad de aquella magnitud, era una medida desesperada; pero era la única alternativa que tenían, y la que había previsto él.
Quizá tuvieran la esperanza de poder jugar al escondite, o de escapar a cubierto de la oscuridad. Acaso confiaran en la niebla. Vana esperanza. Al contrario: el hielo le beneficiaría a él, porque mitigaría el oleaje, además de que con hielo era mucho más maniobrable un destructor que un petrolero. Les destruiría él en pleno hielo, si no lo hacía este en primer lugar.
—Señor, falta poco para tenerles a tiro —dijo el jefe de la guardia.
Vallenar echó un vistazo a la tormenta. Ahora no hacían falta prismáticos para ver con intermitencia la mancha oscura del barco norteamericano. Debía de estar a unas ocho millas; lejos, pero no bastante lejos para no constituir un blanco claro.
—¿Tiene contacto visual aceptable para apuntar? —preguntó.
—Todavía no, señor. Con este mar y a esta distancia será difícil apuntar visualmente.
—Pues esperaremos a acercarnos más.
Pasaron lentamente los minutos, mientras recortaban la distancia con el petrolero. Se oscureció el cielo. El viento se había estabilizado en ochenta nudos. En el puente seguía reinando la misma sensación de miedo de antes, pero su efecto tónico era positivo. Se estaba poniendo el sol. Los arreglos de las hélices y el timón resistían bien. Habían hecho un buen trabajo. Lástima que el precio hubiera sido la muerte de tantos hombres.
Pronto sería de noche y el
Rolvaag
se distinguiría peor. No podía esperar más.
—Señor Casseo, las trazadoras.
—Sí, señor —dijo el jefe de la guardia—. Cargando trazadoras.
Al minuto de observar los cañones de proa, Vallenar vio que giraban, se elevaban más o menos hasta cuarenta y cinco grados y disparaban en secuencia: dos proyectiles brillantes.
Los cañones retrocedieron con una pequeña llamarada, y el puente sufrió la sacudida del retroceso. Vallenar se ajustó los prismáticos y siguió la trayectoria de los proyectiles por la tempestad. El final de ambos arcos quedó a bastante distancia del petrolero.
El barco se hundió entre dos olas y volvió a levantarse. En el momento de mayor altura, los cañones de proa efectuaron el segundo disparo de trazadoras. Llegaron más lejos, pero volvieron a errar el blanco.
El jefe de la guardia preparó más disparos para las siguientes olas e introdujo algunos ajustes. A los pocos minutos volvió a hablar.
—Comandante, me parece que disponemos de bastantes datos para dar en el blanco con una hilera de proyectiles.
—Perfecto. Quiero causar los daños justos para que el barco navegue más lento sin hundirse. Entonces nos acercaremos para echarlo a pique.
Su orden provocó un silencio brevísimo.
—Sí, señor —dijo el jefe de la guardia.
El destructor se elevó y en ese momento volvieron a entrar en acción los cañones.
Ahora disparaban proyectiles de verdad, que silbaron hacia el sur en mortíferos arcos de color naranja.
McFarlane se apoyó contra el mamparo de la unidad de observación sin molestarse en usar la silla que tenía al lado, y se dejó resbalar hasta la cubierta. Estaba completamente exhausto. En sus brazos y piernas temblaban infinidad de músculos pequeños. Notó que Rachel se dejaba caer al lado de él, pero estaba tan cansado que ni siquiera giró la cabeza.
Como la interferencia del meteorito les impedía usar la radio, y no tenían tiempo de ir en busca de ayuda, no habían tenido más remedio que encontrar ellos solos una solución.
Habían deliberado de pie en el pasillo de acceso, detrás de la escotilla cerrada, hasta idear un plan factible. Detrás, en los compartimientos de carga, había decenas de lonas impermeables colgando. Cogieron algunas y las tendieron en la parte superior del andamio para proteger el meteorito del agua de mar. La operación les exigió media hora de actividad frenética, con el miedo constante a otra explosión.
McFarlane cogió la radio, comprobó que seguía sin funcionar, se encogió de hombros y volvió a colgársela. En algún momento u otro se enteraría Glinn. Le parecía raro que Britton, Glinn y el resto pudieran haberse quedado tanto tiempo en el puente entregados a sus quehaceres sin la menor sospecha acerca de la crisis que se desarrollaba seis niveles por debajo. Le habría gustado saber qué diablos ocurría. Parecía que arreciara la tormenta.