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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (42 page)

BOOK: Marte Verde
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De inmediato fue evidente que no podrían caminar con ese viento. Tendrían que arrastrarse sobre rodillas y manos: uno cargaría a Sax a la espalda y los otros lo ayudarían a los lados. Se arrastraron siguiendo el hilo; sin él no habrían tenido ninguna posibilidad de encontrar el rover. Gatearon hacia su objetivo con las manos y las rodillas entumecidas por el frío. Michel advirtió un chorro oscuro de polvo y arena bajo su visor. En algún momento comprendió que el visor se había resquebrajado.

Descansaban cada vez que cambiaban a Sax de porteador. Cuando Michel terminó su turno, se arrodilló, jadeando y apoyó el visor contra el suelo, de modo que el polvo volara sobre él. Sentía la arena roja en la lengua, amarga, salada y sulfurosa: el sabor del miedo marciano, de la muerte marciana; o quizás sólo era el sabor de su sangre, no podía decirlo. Había demasiado ruido para pensar, le dolía el cuello, le zumbaban los oídos y veía gusanos rojos, el pequeño pueblo rojo saliendo al fin de su visión periférica para bailar delante de él. Sintió que estaba a punto de desvanecerse. En cierto momento pensó que iba a vomitar, lo que era peligroso con un casco, y todo su cuerpo, cada músculo, cada célula, se encogió en un esfuerzo doloroso y sudoroso por contener el vómito. Luego de una larga lucha, la arcada pasó.

Siguieron arrastrándose. Una hora de esfuerzo mudo y violento pasó, y luego otra. Las rodillas de Michel estaban perdiendo el entumecimiento para dejar paso a un dolor lacerante: las tenía desolladas. A veces se tendían en el suelo esperando a que una ráfaga particularmente maníaca pasara. Era sorprendente cómo incluso a velocidades huracanadas, el viento llegaba en rachas, no era una presión continua, sino una sucesión de golpes violentos. A veces tenían que esperar tanto que dejaban vagar la mente o dormitaban. Ya pensaban que el alba los sorprendería. Pero entonces Michel vio los números fracturados del reloj del visor: sólo eran las tres y media de la madrugada. Siguieron arrastrándose.

Y entonces el hilo subió, y se encontraron con la puerta de la antecámara del rover ante las narices. Metieron a Sax a ciegas en la antecámara y luego entraron cansadamente tras él. Cerraron la puerta exterior y presurizaron la cámara. Una espesa capa de arena cubría el suelo, y el polvo remolineaba frente a la bomba del ventilador, manchando el aire demasiado luminoso. Parpadeando, Michel estudió el pequeño visor de emergencia de Sax; era como mirar en unas gafas de buceo, y no advirtió ninguna señal de vida.

Cuando la puerta interior se abrió, se libraron de cascos, botas y trajes, y entraron cojeando en el rover, cerrando deprisa la puerta para dejar atrás el polvo. Michel tenía la cara mojada, y cuando se la secó descubrió que era sangre, de color rojo vivo en el compartimiento sobreiluminado. Le había sangrado la nariz. Aunque las luces brillaban todo aparecía apagado en su visión periférica, y la sala estaba extrañamente quieta y silenciosa. Maya tenia un corte feo en el muslo, y la piel que lo rodeaba estaba blanca de escarcha. Spencer parecía exhausto, ileso pero muy agitado. Le quitó el casco de tela a Sax, hablándoles atropelladamente mientras lo hacía.

—¡No pueden arrancarle las sondas a la gente de esa manera, pueden causarles daños! ¡Tenían que haberme esperado, ustedes no tenían ni idea de lo que estaban haciendo!

—Ni siquiera sabíamos si vendrías —dijo Maya—. Te retrasaste.

—¡No mucho! ¡No tenían que dejarse dominar por el pánico!

—¡No nos dominó el pánico!

—¿Entonces por qué lo sacaron de allí con esas prisas? ¿Y por qué mataste a Phyllis?

—¡Ella era una torturadora, una asesina! Spencer meneó la cabeza con violencia.

—Ella era tan prisionera como Sax.

—¡No es cierto!

—Tú no lo sabes. ¡Tú la mataste sólo por lo que parecía! Tú no eres mejor que ellos.

—¡Maldita sea! ¡Ellos son los que nos torturan! ¡Tú no los detuviste y tuvimos que hacerlo nosotros!

Maldiciendo en ruso, Maya fue hasta uno de los asientos delanteros y puso en marcha el rover.

—Envía el mensaje a Coyote —le escupió a Michel.

Michel trató de recordar cómo funcionaba la radio. Su dedo por fin pulsó la tecla que liberaba el mensaje: tenían a Sax. Entonces volvió al sofá donde estaba tendido Sax, respirando superficialmente, en estado de shock. Le habían afeitado algunas zonas del cráneo. También a él le había sangrado la nariz. Spencer se la limpió delicadamente, sacudiendo la cabeza.

—Utilizaron resonancias magnéticas y ultrasonidos localizados —dijo sombrío—. Arrancarle los electrodos de esa manera podría haberlo... —Se interrumpió y volvió a sacudir la cabeza.

Sax tenía el pulso débil e irregular. Michel empezó a quitarle el traje, viendo sus propias manos moverse como estrellas de mar, flotando; actuaban con independencia de su voluntad, era como si trabajase con un teleoperador averiado. Estoy aturdido, pensó. Tengo una conmoción. Sintió náuseas. Spencer y Maya se gritaban furiosamente, y él no podía captar el sentido.

—¡Ella era una bruja!

—¡Si matasen a la gente por ser una bruja, tú nunca habrías salido viva del Ares!

—Basta ya —dijo Michel débilmente—. Los dos.

No comprendía del todo lo que decían, pero sin duda era una pelea, y él sabía que tenía que mediar. Maya estaba incandescente de ira y dolor, llorando y gritando, y Spencer gritaba temblando de pies a cabeza. Y Sax estaba en coma. Tendré que empezar con la psicoterapia otra vez, pensó Michel, y rió. Avanzó como flotando hasta un asiento delantero e intentó comprender los controles, que latían como manchas borrosas bajo el oscuro polvo que volaba al otro lado del parabrisas.

—Conduce —le dijo a Maya con desesperación.

Ella estaba en el asiento contiguo, llorando con rabia, aferrada al volante. Michel le apoyó una mano en el hombro y ella la apartó con violencia; la mano voló como si fuera la de una marioneta, y él estuvo a punto de caerse de la silla.

—Hablaremos más tarde —dijo Michel—. Lo hecho, hecho está. Ahora tenemos que regresar a casa.

—No tenemos casa —gruñó Maya.

Sexta Parte
Tariqat

El Gran Hombre procedía de un gran planeta. Era un viajero, como Paul Bunyan, que divisó Marte y se detuvo para visitarlo, y todavía estaba allí cuando Paul Bunyan llegó, y por esa razón se pelearon. El Gran Hombre ganó, como ya saben. Pero luego de la muerte de Paul Bunyan y de Babe, su gran buey azul, ya no tuvo a nadie con quien hablar, y vivir en Marte fue para el Gran Hombre como intentar vivir sobre una pelota de baloncesto. Vagó un tiempo por el planeta, destrozándolo todo, tratando de adecuarlo a su medida, y al fin desistió y se marchó.

Después de eso, las bacterias de Paul Bunyan y su buey Babe abandonaron sus cuerpos y circularon por las aguas cálidas que cubrían la roca madre en las profundidades de la tierra. Se alimentaron de metano y de sulfuro de hidrógeno y soportaron el peso de millones de toneladas de roca, como si habitaran en un planeta de neutrones. Sus cromosomas se alteraron, mutación tras mutación, y a un ritmo de reproducción de diez generaciones por día no se necesitó mucho tiempo para que la vieja criba de la supervivencia del más apto hiciese su selección natural. Pasaron millones de años. Y muy pronto hubo toda una historia evolutiva submarciana, arrastrándose a través de las grietas del regolito y los intersticios entre los granos de arena, subiendo hacia el frío sol desértico. Criaturas de todas las clases, sólo que diminutas. Eso era todo lo que cabía en el reducido espacio subterráneo, y cuando alcanzaron la superficie ciertos patrones ya eran fijos. Lo cierto es que arriba tampoco había nada que estimulase el crecimiento. Así pues, se desarrolló una biosfera chasmoendolítica en la que todo era pequeño. Las ballenas tenían el tamaño de renacuajos de un día, las secoyas eran como el liquen astado, y así todo. Era como si la proporción que duplicaba en Marte el tamaño de las cosas con respecto a sus análogas terranas se hubiese invertido al fin, y con exageración.

Y así su evolución produjo al pequeño pueblo rojo. Ellos son como nosotros, o así nos lo parece cuando los vemos, porque sólo los vemos por el rabillo del ojo. Si se pudiese tener una visión clara de uno de ellos, se descubriría que tiene el aspecto de una salamandra diminuta erguida sobre las patas, de color rojo oscuro, aunque la piel parece tener algo de camaleónica, y por lo general adopta el color de las rocas entre las que se halla. Si uno distinguiese una de estas criaturas con claridad, advertiría que su piel parece liquen coriáceo mezclado con granos de arena, y que los ojos son rubíes. Es fascinante, pero no sé entusiasmen demasiado, porque lo cierto es que nunca tendrán la oportunidad. Es en extremo difícil. Cuando se quedan quietos es imposible verlos. Y no los veríamos nunca si no fuese porque cuando están de buen humor algunos confían tanto en su habilidad para quedarse quietos y desaparecer que saltan en nuestro campo de visión periférica sólo para confundirnos. Pero cuando uno vuelve los ojos para mirar dejan de moverse, y ya nunca vuelves a verlos.

Viven en todas partes, incluyendo nuestras habitaciones. Por lo común hay unos pocos en el polvo de los rincones. ¿Y cuántos pueden presumir de no tener polvo en los rincones? No muchos, creo. Se organiza una buena cuando barremos. Sí, en esos días el pequeño pueblo rojo tiene que correr como alma que lleva el diablo. Es una catástrofe para ellos. Imaginan que somos unos grandullones idiotas que de vez en cuando tenemos arrebatos destructivos.

Sí, es cierto que el primer humano que vio al pequeño pueblo rojo fue John Boone. ¿Qué otra cosa esperaban? Sucedió a las pocas horas de aterrizar. Más adelante aprendió a verlos incluso cuando estaban inmóviles, y empezó a hablar con los que vivían en su habitación, hasta que al fin ellos cedieron y contestaron. Se enseñaron sus respectivas lenguas, y todavía hoy se puede oír al pueblo rojo emplear numerosos booneísmos en el inglés que hablan. Con el tiempo, toda una multitud de ellos viajaba con Boone adonde quiera que fuese. Les gustaba, y John no era una persona demasiado pulcra, así que tenían sus rincones. Sí, había unos centenares en Nicosia la noche que lo asesinaron. Ellos fueron quienes atraparon a los árabes que murieron más tarde esa misma noche: una banda de la gente pequeña fue tras ellos. Espantoso.

Eran amigos de John Boone y su muerte los entristeció tanto como a los demás. Desde entonces, no ha habido ningún humano que aprendiese su idioma o los llegase a conocer tanto como Boone. Sí, John fue también el primero en contar historias sobre ellos. Mucho de lo que nosotros sabemos proviene de él, a causa de esa relación especial. Sí, se dice que el abuso de omegendorfo provoca la aparición de puntos móviles, borrosos y rojos en la visión periférica del abusador.

De cualquier modo, desde la muerte de John, el pequeño pueblo rojo ha estado viviendo con nosotros sin revelarse, observándonos con sus ojos de rubí y tratando de averiguar cómo somos y por qué actuamos como lo hacemos. Y cómo pueden tratar con nosotros y conseguir lo que quieren, con quiénes pueden hablar y mantener una amistad, seguros de que no los barrerá cada pocos meses ni tampoco arruinará el planeta. Por eso nos observan. Ciudades-caravana enteras llevan al pueblo rojo de un lado a otro con nosotros. Y ellos están preparándose para hablarnos otra vez. Están averiguando con quién podrán hablar. Se preguntan a sí mismos: ¿quiénes entre estos gigantes idiotas saben algo de Ka?

Ése es el nombre que ellos dan a Marte, sí. Lo llaman Ka. A los árabes les encanta, porque el nombre arábigo de Marte es Qahira, y a los japoneses también les gusta, porque ellos lo llaman Kasei. Pero en realidad muchos nombres terranos de Marte contienen el sonido ka; y algunos dialectos de los pequeños rojos lo tienen como m'kah, lo que añade un sonido presente en muchos otros nombres terranos del planeta. Es posible que el pequeño pueblo rojo tuviese un programa espacial en tiempos pasados y viajaran a la Tierra y fuesen nuestros duendes, hadas y gente pequeña en general, y que entonces explicasen a algunos humanos de dónde procedían, y que ellos mismos nos proporcionaran el nombre. Por otra parte, puede ser también que el planeta mismo sugiera el sonido de alguna manera hipnótica que afecta a todos los observadores conscientes, los que están sobre el planeta o los que la contemplan como una estrella roja en el cielo. No sé, quizá sea el color. Ka.

Así pues, los ka nos observan y preguntan: ¿Quién conoce a Ka?

¿Quién dedica tiempo a Ka, y aprende de Ka, y a quién le gusta tocar a Ka y caminar sobre Ka, y quién deja que Ka penetre en él, y deja el polvo de las habitaciones en paz? Ésos son los humanos con los que hablaremos. Muy pronto nos presentaremos, dicen ellos, a aquellos a los que parezca gustarles Ka. Y cuando lo hagamos, será mejor que estén preparados. Porque tenemos un plan. Será tiempo de abandonarlo todo y salir a las calles, a un mundo nuevo. Había llegado la hora de liberar a Ka.

Condujeron hacia el sur en silencio. El coche se sacudía bajo los embates del viento. Pasaban las horas y no tenían noticias de Michel y Maya. Habían acordado emitir unas señales de radio que sonaban como la estática provocada por los rayos, una para éxito y otra para fracaso. Pero la radio sólo siseaba, apenas audible sobre el fragor del viento. Cuanto más tiempo pasaba, más crecía la intranquilidad de Nirgal: parecía como si algún desastre se hubiese abatido sobre los compañeros en el muro exterior, y en vista de la situación extrema que habían vivido ellos mismos esa noche —el avance desesperado, arrastrándose a través de la negrura que bramaba, la lluvia de escombros, los disparos frenéticos de los ocupantes de las tiendas rojas—, las expectativas eran sombrías. El plan parecía ahora insensato, y Nirgal dudó del juicio de Coyote, que estudiaba su IA murmurando para sí y frotándose las espinillas doloridas. Claro que los demás habían aprobado el plan, incluido Nirgal, y Maya y Spencer habían ayudado a formularlo junto con los rojos de Mareotis. Y nadie esperaba que el huracán katabático fuese tan severo. Sin embargo, Coyote había sido el líder, sin duda. Y ahora parecía muy angustiado, y también furioso y asustado.

Entonces la radio crepitó como si un par de rayos hubiesen caído cerca, y la descodificación del mensaje llegó de inmediato.
Éxito.
Habían encontrado a Sax y lo habían sacado de allí.

El estado de ánimo en el coche cambió del pesimismo al júbilo. Gritaron, rieron, se abrazaron; Nirgal y Kasei lloraron de felicidad y alivio, y Art, que había permanecido en el coche durante el ataque, y luego había decidido por cuenta propia salir a recojerlos con el rover en medio del oscuro vendaval, fue palmeando espaldas y gritando: —¡Buen trabajo!

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