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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (37 page)

BOOK: Marte Verde
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Desmond viró hacia el sur y voló más cerca del canal. Era un piloto brusco, y maniobraba el ligero avión sin compasión. Cuando las fisuras anaranjadas reaparecieron, una corriente termal ascendente sacudió el avión con fuerza, y Desmond se desvió un poco hacia el oeste. La luz de la roca fundida iluminaba las pendientes del canal, que parecían una hilera de colinas humeantes y muy negras.

—¿No se suponía que iban a ser vitrificados? —dijo Sax.

—Obsidiana. En realidad he visto varios colores. Espirales de diferentes minerales en el cristal.

—¿Hasta dónde se extiende la zona quemada?

—Están cortando desde Cerberus hasta Hellas, siguiendo una línea al oeste de los volcanes de Tyrrhena y Hadriaca.

Sax silbó.

—Dicen que será un canal que comunicará el Mar de Hellas con el océano boreal.

—Sí, sí. Pero están volatilizando carbonatos demasiado deprisa.

—Eso espesa la atmósfera, ¿no es cierto?

—¡Sí, pero con CO
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! ¡Están arruinando todo el plan! ¡Pasarán años antes de que podamos respirar ese aire! Estaremos atrapados en las ciudades.

—Quizás ellos creen que podrán depurar ese CO2 cuando todo se haya calentado. —Desmond le echó una mirada rápida.— ¿Has visto suficiente?

—Más que suficiente.

Desmond soltó su risa inquietante y viró en un ángulo cerrado. Empezaron a perseguir el terminador hacía el oeste, volando bajo sobre las largas sombras crepusculares.

—Piensa un momento, Sax. Durante un tiempo la gente se ve forzada a permanecer en las ciudades, lo que es muy conveniente si uno quiere tenerlo todo bajo control. Abres tajos con esa lupa volante y obtienes rápidamente tu atmósfera de un bar y un planeta caliente y húmedo. Entonces empleas un método para limpiar el aire de dióxido de carbono, seguro que tienen algo, biológico o industrial, o las dos cosas. Algo que puedan vender, naturalmente. Y en un abrir y cerrar de ojos ya tienes otra Tierra. Tal vez sea caro...

—¡Es definitivamente caro! Todos esos grandes proyectos tienen que suponer un gran desembolso económico para las transnacionales, y lo están haciendo a pesar de que ya estamos muy cerca de los doscientos setenta y tres kelvin. No lo comprendo.

—Quizá doscientos setenta y tres les parece demasiado modesto. Una media que se mantenga en el punto de congelación es un poco fría. Podría decirse que es la visión de la terraformación que tiene Sax Russell. Práctica pero... —Soltó una carcajada.— O quizá tienen prisa. La Tierra está en un lío espantoso, Sax.

—Ya lo sé —dijo Sax con brusquedad—. He estado estudiando el tema.

—¡Bien por ti! De veras. Entonces ya sabrás que la gente que no ha conseguido el tratamiento empieza a desesperarse; están envejeciendo y la posibilidad de recibir el tratamiento parece cada vez más reducida. Y quienes lo han recibido, sobre todo los que están arriba, miran alrededor maquinando alguna solución. El sesenta y uno les enseñó lo que puede ocurrir si las cosas se desmandan. Así que están comprando países como si fuesen mangos podridos al final de un día de mercado. Pero eso no parece ayudar mucho. Y aquí al lado tienen un planeta fresco y vacío, no listo para ocuparlo todavía, pero casi. Lleno de posibilidades. Podría ser un mundo nuevo: Fuera del alcance de las multitudes de los no tratados.

Sax meditó.

—Una especie de refugio de emergencia, quieres decir. Para escapar si las cosas se ponen feas.

—Exactamente. Creo que hay gente en esas transnacionales que quiere terraformar Marte lo antes posible, cueste lo que cueste.

—Ah —dijo Sax. Y no habló más en todo el camino de vuelta.

Desmond lo acompañó a Burroughs, y mientras caminaban de la Estación Sur a Hunt Mesa pudieron ver entre las copas de los árboles del Parque del Canal, a través de la rendija entre Branch Mesa y la Montaña de la Mesa, Syrtis Negra.

—¿De verdad están haciendo cosas tan estúpidas como ésa por todo Marte? —preguntó Sax. Desmond asintió.

—La próxima vez te traeré una lista.

—Hazlo. —Sax meneó la cabeza, pensando.— No tiene sentido. No tiene en cuenta los resultados a largo plazo.

—Ellos son pensadores a corto plazo.

—¡Pero van a vivir mucho tiempo! ¡Probablemente aún estarán al mando cuando esas políticas se desplomen sobre ellos!

—Tal vez ellos no lo vean de esa manera. Cambian de trabajo a menudo ahí arriba. Tratan de hacerse una reputación construyendo una compañía muy deprisa, luego alguien los contrata para un puesto superior en otra empresa y allí intentan repetir la gesta. Es como el juego de las sillas.

—¡No importará en qué silla estén sentados, porque toda la habitación se vendrá abajo! ¡Se olvidan de las leyes de la física!

—¡Pues claro! ¿Es que no te habías dado cuenta antes, Sax?

—Supongo que no.

Claro que había advertido que los asuntos humanos eran irracionales e inexplicables, nadie podía ignorarlo. Pero ahora se percataba de que siempre había dado por supuesto que quienes se involucraban en el gobierno se esforzaban por llevar las cosas de una manera racional, persiguiendo el bienestar a largo plazo de la humanidad, y preservando su sistema de soporte biofísico. Desmond se burló de él cuando trató de expresar todo eso, y Sax exclamó con irritación:

—¿Pero por qué asumirían un compromiso de trabajo de esa naturaleza si no fuera con ese fin?

—Poder —dijo Desmond—. Poder y ganancias.

—Ah.

A Sax siempre le habían interesado tan poco esas cosas que le resultaba difícil comprender que le interesaran a alguien. ¿Qué era la ganancia personal sino la libertad de hacer lo que uno quería? ¿Y qué era el poder sino la libertad de hacer lo que uno quería? Y una vez que tenías esa libertad, cualquier riqueza o poder en realidad no hacía más que restringir tus opciones y tu libertad. Uno se convertía en un siervo de la riqueza o el poder, constreñido a pasar todo el tiempo protegiéndolos. Una vez que se comprendía esto, la libertad de un científico con un laboratorio a su mando era la más alta libertad posible. Cualquier otra riqueza o poder recortaba esa libertad.

Desmond meneaba la cabeza mientras Sax exponía esa filosofía.

—A algunas personas les gusta decir a los otros lo que tienen que hacer. Les gusta más eso que la libertad. La jerarquía, ya sabes, y el lugar que ocupan en ella. Siempre que sea lo suficientemente alto. Todos confinados en sus puestos. Es mucho más seguro que la libertad. Y hay muchos cobardes.

Sax negó con la cabeza.

—Creo que es simplemente la incapacidad para comprender el concepto de la disminución de las ganancias. Como si creyesen que lo bueno no se acaba nunca. Es muy poco realista. Es decir, ¡no hay proceso natural que se mantenga constante al margen de la cantidad!

—La velocidad de la luz.

—¡Bah! Es irrelevante. La realidad física evidentemente no es un factor en esos cálculos.

—Bien dicho.

Sax sacudió la cabeza, frustrado.

—La religión otra vez. O la ideología. ¿Qué es lo que solía decir Frank? ¿Una relación imaginaria con una situación real?

—Ahí tienes a un hombre que amaba el poder.

—Cierto.

—Pero tenía mucha imaginación.

Pasaron por el apartamento de Sax y se cambiaron de ropa, y luego subieron a la cima de la mesa para desayunar en Antonio's. Sax seguía pensando en la conversación que habían tenido.

—El problema es que las personas con una autoestima hipertrofiada por la riqueza y el poder consiguen posiciones que proporcionan esos dones en exceso, y descubren entonces que son más esclavos que amos con respecto a ellos. Y se convierten en seres insatisfechos y amargados.

—Como Frank.

—Sí. Por eso los poderosos siempre parecen tener un aspecto disfuncional, que puede ir del cinismo a la destructividad manifiesta. No son felices.

—Pero son poderosos.

—Sí. De ahí nuestro problema. Los asuntos humanos... —Sax hizo una pausa para comerse uno de los bollos que acababan de traer a la mesa; estaba hambriento.— Los asuntos humanos deberían regirse de acuerdo con los principios de los sistemas ecológicos.

Desmond soltó una ruidosa carcajada, y echó mano deprisa de una servilleta para limpiarse la barbilla. Rió tanto que las personas de las mesas contiguas los miraron y Sax se sintió inquieto.

—¡Qué concepto! —gritó Desmond, y se echó a reír otra vez—. ¡Ja, ja, ja! ¡Mi querido Saxifrage! Dirección administrativa científica, ¿eh?

—Bueno, ¿y por qué no? —se obstinó Sax—. Los principios que gobiernan el comportamiento de las especies dominantes en un ecosistema estable son bastante claros, según recuerdo. ¡Apuesto a que un consejo de ecologistas podría elaborar el programa de una sociedad benigna y estable!

—¡Si tú dirigieses
el
mundo! —gritó Desmond, y se echó a reír otra vez. Apoyó la cara en la mesa y aulló.

—Yo solo no.

—No, estaba bromeando. —Desmond se recompuso.— Ya sabes que Vlad y Marina llevan años trabajando en su eco-economía. Incluso han conseguido que yo la utilice en el intercambio entre las colonias de la resistencia.

—No lo sabía —dijo Sax, sorprendido. Desmond meneó la cabeza.

—Deberías estar más atento, Sax. En el sur llevamos años viviendo según la eco-economía.

—Tengo que estudiar el tema.

—Claro. —Desmond esbozó una amplia sonrisa, casi a punto de echarse a reír.— Tienes mucho que aprender.

Al fin llegaron sus pedidos y Desmond llenó los vasos de zumo de naranja. Hizo tintinear su vaso contra el de Sax y propuso un brindis:

—¡Bienvenido a la revolución!

Desmond partió hacia el sur después de arrancarle a Sax la promesa de que hurtaría lo que pudiese en Biotique para Hiroko.

—Tengo que encontrarme con Nirgal —dijo Desmond. Abrazó a Sax y desapareció.

Pasó un mes, durante el cual Sax meditó en todo lo que había aprendido de Desmond y de los vídeos, revisándolo despacio, cada vez más perturbado. Su sueño era interrumpido por horas de vigilia casi todas las noches.

Entonces, una mañana, después de uno de esos combates agitados e infructuosos de su insomnio, Sax recibió una llamada en su consola de muñeca. Era Phyllis, que estaba en la ciudad por unos asuntos, y quería que se reunieran para cenar.

Sax accedió, sorprendido por el entusiasmo de Stephen. Se encontró con ella esa noche en el Antonio's. Se besaron al estilo europeo, y los instalaron en una de las mesas de la esquina, desde la que se dominaba la ciudad. Cenaron, pero Sax apenas reparó en lo que comía, hablando de cosas intrascendentes, como las últimas noticias de Sheffield y Biotique.

Tras la tarta de queso, se demoraron en el coñac. Sax no tenía prisa por marcharse porque no estaba seguro de los planes de Phyllis; no había dejado traslucir ningún indicio claro, y tampoco parecía tener prisa.

Entonces ella se recostó en la silla y lo miró con aire divertido.

—Eres de verdad tú.

Sax ladeó la cabeza para manifestar que no la comprendía. Phyllis rió.

—En verdad cuesta creerlo. Tú nunca fuiste así en el pasado, Sax Russell. Ni en un millón de años hubiera imaginado que eras un amante tan formidable.

Sax desvió la mirada, incómodo, y miró alrededor.

—Yo habría dicho lo mismo de ti —dijo al fin con la ligereza de Stephen.

Las mesas cercanas estaban vacías, y los camareros los habían dejado solos. El restaurante cerraría dentro de una media hora.

Phyllis volvió a reír, pero su mirada era dura, y de pronto Sax se dio cuenta de que estaba furiosa. Avergonzada, sin duda, por haberse dejado engañar por un hombre que conocía desde hacía ochenta años. Y furiosa por el hecho de que él hubiese decidido engañarla. ¿Y por qué no iba a estarlo? Se trataba de una falta de confianza fundamental, sobre todo de alguien que dormía con uno. La mala fe de su comportamiento en Arena volvía a él como una venganza, y se sentía muy inquieto. ¿Pero qué podía hacer?

Recordó el momento en que ella lo había besado en el ascensor, cuando se había sentido tan perplejo como ahora. Entonces estupefacto porque ella no lo reconocía, y ahora porque lo reconocía. Los hechos mostraban cierta simetría. Y las dos veces había seguido adelante.

—¿No tienes nada más que decir? —preguntó Phyllis. Él extendió las manos.

—¿Qué te hace pensar así?

Ella rió de nuevo, furiosa, y luego lo miró con la boca apretada.

—Es tan fácil verlo ahora —dijo—. Sólo te pusieron una nariz y una barbilla, supongo. Pero los ojos son los mismos, y la forma de la cabeza. Es extraño lo que uno recuerda y lo que uno olvida.

—Eso es cierto.

En realidad, sólo se trataba de los recuerdos. Sax sospechaba que seguían allí, almacenados.

—La verdad es que no me acuerdo de tu vieja cara —dijo Phyllis—. Para mí siempre fuiste un tipo en un laboratorio con la nariz pegada a una pantalla. Seguramente llevabas una bata blanca, así te veo en mis recuerdos. Una especie de rata de laboratorio gigante. —Ahora sus ojos brillaban.— Pero en algún momento te las apañaste para aprender a imitar el comportamiento humano bastante bien, ¿no es así? Lo suficiente como para engañar a una vieja amiga a la que le gustaba el aspecto que tenías.

—Nosotros no somos viejos amigos.

—No —escupió ella—. Supongo que no lo somos. Tú y tus viejos amigos intentasteis matarme. Y ellos mataron a miles de personas, y destruyeron el planeta casi por completo. Y es evidente que aún siguen ahí fuera, de otro modo tú no estarías aquí. De hecho tienen que estar muy extendidos, porque cuando realicé un análisis de ADN de tu esperma, constabas en los registros oficiales de la AT como Stephen Lindholm. Eso me hizo perder la pista durante un tiempo. Pero hubo algo que me hizo sospechar. Fue cuando caímos en aquella grieta. Eso me recordó algo que había ocurrido en la Antártida. Tú, Tatiana Durova y yo estábamos en Nussbaum Riegel cuando Tatiana tropezó y se torció el tobillo. Se levantó un viento fuerte y tuvieron que salir a buscarnos en helicóptero, y mientras esperábamos tú encontraste un liquen de roca...

Sax sacudió la cabeza, realmente sorprendido.

—No lo recuerdo.

Y no lo recordaba. El año de entrenamiento y evaluación en los valles secos de la Antártida había sido intenso, pero ahora todo ese año era una mancha borrosa para él, y aquel incidente no volvería; era difícil creer que hubiese ocurrido. Ni siquiera podía recordar qué aspecto tenía la pobre Tatiana Durova.

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