Authors: Kim Stanley Robinson
¡Buen trabajo!
Coyote, completamente colocado con calmantes, soltó su risa de loco. La gravedad que pesaba en el pecho de Nirgal desapareció y se sintió liviano. Comprendió que esos contrastes de esfuerzo agotador, miedo, ansiedad y alegría, esos momentos excepcionales en que la sorprendente realidad de la realidad lo golpeaba a uno, se grababan en la memoria para siempre, y ahora lo encendían como una chispa. Y advirtió la misma luz iluminando los rostros de todos sus compañeros, animales salvajes resplandeciendo de exaltación.
Los rojos partieron hacia el norte, a su refugio en Mareotis. Coyote condujo deprisa en dirección sur, para acudir a la cita con Michel y Maya. Se encontraron en un mortecino amanecer chocolate, en lo profundo de Echus Chasma. El grupo de Coyote entró presuroso en el coche de Maya y Michel, dispuesto a seguir con la celebración. Nirgal atravesó a trompicones la antecámara y estrechó la mano de Spencer, un hombre de corta estatura, cara redonda y aspecto cansado, y de manos temblorosas, que estudió a Nirgal con detenimiento.
—Me alegro de conocerte —dijo—. He oído hablar de ti.
—Todo fue como una seda —decía Coyote en esos momentos, levantando un coro de protestas de Kasei, Nirgal y Art. En realidad, habían salvado la vida a duras penas, arrastrándose por la pendiente interior, tratando de sobrevivir al tifón y eludir a la policía presa del pánico dentro de la tienda, buscando el coche mientras Art los buscaba a ellos.
La mirada furiosa de Maya cortó en seco la celebración. En verdad, tan pronto como la alegría inicial pasó fue evidente que las cosas no iban bien en el coche. Habían rescatado a Sax, pero demasiado tarde. Lo habían torturado, les explicó Maya lacónica. Aún no sabían hasta qué punto lo habían dañado, puesto que seguía inconsciente.
Nirgal fue al fondo del compartimiento para ver a Sax. El hombre yacía inconsciente, y su cara destrozada era una imagen terrible. Michel regresó allí también y se sentó, aún mareado por el golpe en la cabeza. Y Maya y Spencer parecían estar peleados por alguna razón; no se hablaban ni se miraban. Era evidente que Maya estaba de un humor pésimo, Nirgal reconocía esa mirada porque la había visto de niño, aunque ésta era mucho peor: la expresión tensa y la boca como una hoz curvada hacia abajo.
—Maté a Phyllis —le dijo a Coyote.
Hubo un silencio. Las manos de Nirgal se pusieron frías. Miró alrededor y advirtió que todos se sentían incómodos. La única mujer entre ellos había matado. Nada de esto era racional, ni siquiera consciente, sino primitivo, instintivo, biológico. Y Maya siguió mirándolos fijamente, desdeñosa por el horror de ellos, por su cobardía, con la extraña hostilidad de un águila.
Coyote se acercó a ella y se puso de puntillas para besarla en la mejilla, y le sostuvo la mirada feroz con firmeza.
—Hiciste bien —dijo él, apoyándole una mano en el brazo—. Salvaste a Sax.
Maya se encogió de hombros con desdén y dijo:
—Volamos la máquina a la que estaba conectado Sax. No sé si con eso logramos destruir todos los archivos. Probablemente no. Ellos tenían a Sax y alguien se lo ha llevado, así que no hay razón para celebrar nada: saldrán detrás de nosotros con todos los medios de que dispongan.
—No creo que estén tan bien organizados —opinó Art.
—Cállese —le dijo Maya.
—Bien, de acuerdo, pero miren, ahora que saben de ustedes ya no tendrán que ocultarse tanto, ¿no es cierto?
—De vuelta al trabajo —murmuró Coyote.
Todo ese día avanzaron juntos hacia el sur, ya que el polvo levantado por la tormenta katabática bastaba para ocultarlos de las cámaras satélite. La tensión era alta: Maya seguía dominada por la furia y era imposible hablar con ella. Michel la manejaba como si fuera una bomba que en cualquier momento podía explotar, tratando continuamente de que se concentrase en las cuestiones prácticas y olvidase esa terrible noche. Pero con Sax tendido en un sofá en la sala de estar, inconsciente y con todos aquellos hematomas que le daban aspecto de mapache, no sería fácil olvidar. Nirgal pasó horas sentado junto a Sax, con una mano apoyada en las costillas o la frente del hombre. Aparte de eso, no podía hacer nada. Aun sin los ojos amoratados no se habría parecido al Sax Russell que Nirgal había conocido de niño. Ver las señales evidentes del abuso físico le provocaba un sobresalto visceral, era la prueba de que tenían enemigos mortales en el mundo. Nirgal había meditado mucho en ese tema en los últimos años, y el aspecto de Sax le desagradaba y deprimía: no era sólo el hecho de que tuviesen enemigos, sino que hubiese personas capaces de hacer cosas como aquélla, que las habían hecho a lo largo de toda la historia, tal como se narraba en lo que hasta ahora le habían parecido cuentos increíbles. Eran reales después de todo. Y Sax era uno más entre los millones de víctimas.
La cabeza de Sax se bamboleaba.
—Voy a ponerle una inyección de pandorfo —dijo Michel—. A él y luego a mí.
—Le pasa algo en los pulmones —dijo Nirgal.
—¿Tú crees? —Michel aplicó la oreja contra el pecho de Sax, escuchó un rato, siseó—. Están llenos de líquido, tienes razón.
—¿Qué le estaban haciendo? —le preguntó Nirgal a Spencer.
—Hablaban con él después de dormirlo. Verás, han localizado varios centros de la memoria en el hipocampo, y con drogas y estimulación con ultrasonidos cada minuto, y resonancias magnéticas aceleradas para controlar lo que hacen... Bien, la gente sencillamente contesta cualquier pregunta que le hagan, a menudo con gran lujo de detalles. Le estaban haciendo eso a Sax cuando se levantó el viento y se quedaron sin electricidad. El generador de emergencia saltó de inmediato, pero... — Señaló con un ademán a Sax.— Fue entonces, o cuando lo desconectamos del aparato...
Por eso Maya había matado a Phyllis. El fin de un colaboracionista. Asesinato entre los Primeros Cien.
Bueno, se dijo Kasei en el otro coche, no sería la primera vez. Había quienes pensaban que Maya había preparado el asesinato de John Boone, y según había oído Nirgal otros sospechaban que la desaparición cíe Frank Chalmers también había sido obra suya. La Viuda Negra la llamaban. Nirgal había rechazado esas historias como rumores maliciosos propagados por gente que obviamente odiaba a Maya, como Jackie. Pero en verdad, en ese momento Maya parecía venenosamente peligrosa, mirando con furia la radio, como considerando la idea de romper el silencio y enviar un mensaje al sur: el pelo blanco, la nariz de halcón, la boca como una herida... A Nirgal lo ponía nervioso estar en el mismo coche que ella, aunque luchaba contra esa sensación. Al fin y al cabo, ella había sido una de las profesoras más importantes para Nirgal: había pasado horas y horas absorbiendo su impaciente instrucción en matemáticas, historia y ruso, y había acabado por comprender mejor a Maya que a las asignaturas. Sabía muy bien que Maya no quería ser una asesina, que bajo sus estados de ánimo, a la vez intrépidos y desolados (a la vez maníacos y depresivos), se debatía un alma solitaria, orgullosa y ávida. Por tanto, y a pesar del aparente éxito, todo el asunto había sido desastroso en otro sentido.
Maya se mostraba inflexible: tenían que bajar inmediatamente a la región polar meridional para explicar a la resistencia lo que había ocurrido.
—No es tan fácil —dijo Coyote—. Saben que estuvimos en Kasei Vallis, y puesto que tuvieron tiempo de hacer hablar a Sax, probablemente saben que trataremos de regresar al sur. Ellos pueden mirar un mapa igual que nosotros, y ver que el ecuador está bloqueado en su mayor parte, desde el oeste de Tharsis hasta la zona al este del caos.
—Hay un paso entre Pavonis y Noctis —dijo Maya.
—Sí, pero lo atraviesan varias pistas y tuberías, y dos vueltas del cable del ascensor. He construido túneles por debajo de todo eso, pero si buscan es posible que encuentren algunos o que vean nuestros coches.
—¿Entonces qué propones?
—Creo que lo mejor será que rodeemos Tharsis y el Monte Olimpo por el norte, y luego Amazonis, y que crucemos el ecuador allí.
Maya negó con la cabeza.
—Tenemos que llegar al sur deprisa, para ponerlos al corriente de todo lo que esos villanos han descubierto.
Coyote reflexionó.
—Podemos dividirnos —dijo—. Tengo un pequeño ultraligero en un escondrijo al pie del Mirador de Echus. Kasei puede llevarlos allá y volar hasta el sur con ustedes. Nosotros seguiremos por Amazonis.
—¿Qué hay de Sax?
—Lo llevaremos directamente al hospital bogdanovista de Tharsis Tholus. Sólo está a dos noches de marcha.
Maya discutió el asunto con Michel y Kasei, sin mirar ni una sola vez a Spencer. Los dos estaban de acuerdo, y al fin ella cedió.
—De acuerdo. Salimos para el sur. Vengan tan pronto como puedan.
Viajaron de noche y durmieron de día, a la vieja usanza, y en dos noches cubrieron la distancia entre Echus Chasma y Tharsis Tholus, un cono volcánico en el borde septentrional de la protuberancia de Tharsis.
Había allí una ciudad tienda tipo Nicosia llamada Tharsis Tholus, situada en el flanco oscuro de su homónimo. La ciudad formaba parte del demimonde: la mayoría de sus ciudadanos llevaban una vida corriente en la red de superficie, pero muchos eran bogdanovistas y ayudaban a mantener los refugios bogdanovistas de la zona, así como los refugios rojos en Mareotis y el Gran Acantilado. Y también ayudaban a los que habían abandonado la red o habían nacido fuera de ella. El hospital más importante de la ciudad era bogdanovista, y atendía a buena parte de la resistencia.
Condujeron directamente hacia la tienda, se enchufaron al garaje y salieron. Y muy pronto llegó una pequeña ambulancia que trasladó a toda prisa a Sax al hospital, cerca del centro de la ciudad. Los demás echaron a andar por la herbosa calle principal, disfrutando del espacio luego de tantos días en los rovers. Art los miraba desconcertado, porque no se escondían ni disimulaban, y Nirgal le explicó brevemente qué era el demimonde mientras se dirigían a un café frente al hospital sobre el que había unas habitaciones francas.
En el hospital se ocupaban de Sax. Unas horas después de su llegada Nirgal fue a verlo, y después de lavarse y ponerse ropas estériles le permitieron sentarse junto a él.
Tenían a Sax en un ventilador, que hacía circular un líquido a través de sus pulmones. El líquido podía verse en los cubos transparentes y en la mascarilla que le cubría la cara: parecía un agua turbia. Era un espectáculo terrible, como sí lo estuviesen ahogando. Pero el líquido era una solución de perfluorocarbono, y aportaba a Sax tres veces más oxígeno que el aire y además arrastraba la mucosidad que se había acumulado en los pulmones y reinflaba las vías aéreas aplastadas. También le administraban diversas drogas. La enfermera que se ocupaba de él le explicó todo esto a Nirgal mientras trabajaba.
—Tenía un poco de edema, así que parece un tratamiento paradójico, pero funciona.
Nirgal se sentó, con la mano sobre el brazo de Sax, mirando el fluido dentro de la máscara que cubría la parte inferior de su cara, saliendo y entrando en remolinos.
—Es como si estuviera otra vez en el tanque ectógeno —dijo Nirgal.
—O en el útero —dijo ella, echándole una mirada curiosa.
—Sí. Renaciendo. Ni siquiera parece el mismo.
—No apartes la mano de él —le aconsejó la mujer, y salió.
Allí sentado, Nirgal trató de sentir cómo respondía Sax, trató de sentir la vitalidad luchando en favor de sus propios procesos, nadando de vuelta al mundo. La temperatura de Sax fluctuaba en alarmantes subidas y bajadas. Llegaron algunos médicos y aplicaron instrumentos sobre la cabeza de Sax, hablando entre ellos en voz baja.
—Hay daños. Anterior, mitad izquierda. Veremos.
La enfermera entró unas noches después, cuando Nirgal estaba allí, y le dijo:
—Sostenle la cabeza, Nirgal. El lado izquierdo, justo encima de la oreja, sí. Ponle la mano ahí, así. Y ahora haz lo que tú haces.
—¿Qué?
—Ya sabes. Envíale calor. —Y salió precipitadamente, como avergonzada o asustada por esa sugerencia.
Nirgal se sentó y se recogió en sí mismo. Localizó su fuego interior y trató de impulsar una parte de él hasta su mano, y a través de ella hasta Sax. Calor, calor, una vacilante corriente de blancura hacia el verde herido... Entonces intentó medir el calor de la cabeza de Sax.
Los días volaban y Nirgal pasaba casi todo el tiempo en el hospital. Una noche regresaba de las cocinas cuando la joven enfermera se acercó corriendo, lo agarró del brazo y le dijo: «Vamos, vamos», y Nirgal se encontró en la habitación, sujetando la cabeza de Sax, respirando agitadamente y con los músculos como alambres. Había tres médicos y varios técnicos. Uno de los médicos intentó apartar a Nirgal, pero la joven lo impidió.
Nirgal sintió que algo se agitaba en el interior de Sax, como si se alejase o regresase, una especie de pasaje. Derramó en Sax toda la viriditas que pudo reunir, aterrado de pronto, invadido por los recuerdos de la clínica de Zigoto, cuando se sentaba junto a Simón. Esa expresión en el rostro de Simón la noche que murió. El líquido de perfluorocarbono entraba y salía como una marea veloz y poco profunda. Nirgal observaba, pensando en Simón. La mano del hombre había perdido su calor, y él no pudo devolvérselo. Sax lo reconocería por sus manos calientes, si es que importaba. Pero era todo lo que él podía hacer. Nirgal se esforzó al límite, empujó como si el mundo entero estuviese congelándose, como si pudiese atraer no sólo a Sax sino también a Simón si empujaba con suficiente fuerza.
—¿Por qué, Sax? —le dijo suavemente al oído—. ¿Pero por qué? ¿Por qué, Sax? ¿Por qué? ¿Por qué, Sax? ¿Pero por qué? ¿Por qué, Sax? ¿Por qué?
El perfluorocarbono remolineaba, y la habitación excesivamente iluminada zumbó. Los médicos se afanaron sobre las máquinas y el cuerpo de Sax, mirándose unos a otros, mirando a Nirgal. La palabra
por qué
se transformó en una plegaria. Pasó una hora, y luego pasaron otras, lentas y ansiosas, y Nirgal no hubiese podido decir si era de noche o de día. El precio por nuestro cuerpo, pensó. El precio que pagamos.
Una semana después de su llegada, al caer la noche, bombearon fuera el líquido de los pulmones de Sax y le retiraron el ventilador. Sax jadeó ruidosamente, y luego respiró. Volvía a ser un mamífero que respiraba aire. Le habían arreglado la nariz, aunque ahora tenía una forma distinta, casi tan chata como antes de que le hiciesen la cirugía estética. Los hematomas aún eran espectaculares.