Marte Verde (40 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Marte Verde
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—¿Es que no lo han probado? —preguntó Maya. Coyote la miró.

—Lo probamos en el ordenador y funcionó. Si conseguimos vientos ciclónicos de ciento cincuenta kilómetros por hora sobre Lunae, ya lo verás.

—Pero en Kasei seguro que conocen la existencia de esos vientos —señaló Randolph.

—Es cierto. Pero lo que ellos calculan que sucede cada milenio nosotros podemos crearlo siempre que se den las condiciones iniciales en la cima.

—Guerrilla climatológica —dijo Randolph con los ojos desorbitados—. ¿Cómo lo llaman ustedes, climataje? ¿Ataque meteorológico?

Coyote fingió ignorarlo, aunque Michel vislumbró una sonrisa fugaz a través de las trenzas.

Pero el sistema sólo funcionaría si se daban las condiciones adecuadas. No podían hacer otra cosa que sentarse y rezar para que ocurrieran.

Durante esas largas horas Michel tuvo la sensación de que Coyote trataba de proyectarse al cielo a través de la pantalla de su monitor.

—Vamos —apremiaba el hombre menudo y enjuto en voz baja, con la nariz pegada al cristal—. Sopla, sopla, sopla. Salta desde esa colina, maldito viento. Retuércete, gira, crece. ¡Vamos!

Rondó por el coche a oscuras mientras los demás intentaban dormir un poco, murmurando: «Mira, sí, mira», señalando detalles en las fotografías de satélite que nadie más veía. Luego se sentó y estudió caviloso los datos meteorológicos, mascando pan y maldiciendo, silbando como el viento. Michel yacía en el estrecho catre con la cabeza apoyada en la mano, y observaba con fascinación la ronda incesante de Coyote en la oscuridad: una figura pequeña, sombría, secreta, chamanesca. Y la figura de oso del prisionero estaba igualmente despierta y atenta a la escena nocturna: se le oía frotarse el mentón sin afeitar y Michel distinguía el brillo de sus ojos, que lo miraban como preguntándole cuánto duraría aquello.

—Vamos, maldito seas, vamos. Shuuuu... Sopla como un huracán de octubre...

Al fin, al atardecer del segundo día de espera, Coyote se puso de pie y se desperezó como un gato.

—Han llegado los vientos.

Durante la larga espera algunos rojos habían venido desde Mareotis pura ayudarlos en el rescate, y Coyote había diseñado un plan de ataque con ellos, basado en la información que les había proporcionado Spencer. Se dividirían y atacarían la ciudad desde diversos ángulos. Michel y Maya tenían que conducir un rover hasta el terreno fracturado de la pendiente exterior, donde podrían esconderse al pie de una pequeña mesa desde la que se veían las tiendas exteriores. Una de esas tiendas albergaba la clínica en la que Sax era ingresado periódicamente, un lugar poco vigilado según Spencer, al menos en comparación con el centro de detención de la pendiente interior donde permanecía Sax entre sesión y sesión de la clínica. El programa variaba, y Spencer no podía saber con seguridad dónde estaría Sax en un momento dado. Por eso, cuando el viento empezara a soplar, Michel y Maya entrarían en la tienda de la pendiente exterior y se encontrarían con Spencer, que los guiaría hasta la clínica. El rover más grande, con Coyote, Kasei, Nirgal y Art Randolph, se reuniría con los rojos de Mareotis en la pendiente interior. Otros rovers rojos tratarían de que la incursión pareciese un ataque a gran escala desde todas las direcciones, sobre todo desde el este.

—Nosotros llevaremos a cabo el rescate —dijo Coyote, mirando con expresión torva la pantalla—. El viento lanzará el ataque.

A la mañana siguiente Maya y Michel esperaban en el rover la llegada de los vientos. Desde donde estaban dominaban la pendiente de la orilla exterior hasta la gran isla lemniscata. Durante todo el día observaron los verdes mundos burbuja bajo las tiendas de la orilla exterior y la cresta: pequeños terrarios que dominaban la roja curvatura arenosa del valle, conectados por tubos peatonales transparentes y uno o dos tubos puente arqueados. Se parecían a la Burroughs de hacía cuarenta años, pedazos de una ciudad que crecía para llenar un gran cauce desértico.

Michel y Maya durmieron, comieron, vigilaron. Maya paseaba intranquila por el coche. Su nerviosismo había ido en aumento en los últimos días, y ahora caminaba con pasos silenciosos, como una tigresa enjaulada que ha olido la sangre. La electricidad estática saltaba de las puntas de sus dedos cuando acariciaba el cuello de Michel, haciendo doloroso el contacto. No había manera de tranquilizarla. Cuando Maya se dejó caer en el asiento del conductor, Michel se quedo de pie detrás de ella y le masajeo el cuello y los hombros como Maya le había hecho a el, pero era como intentar amasar bloques de madera y Michel sintió que los brazos se le ponían tensos.

Mantenían una conversación deshilvanada, inconexa, que se parecía a una asociación libre de ideas. Esa tarde acabaron hablando de los días en la Colina Subterránea: sobre Sax e Hiroko, e incluso sobre John y Frank.

—¿Recuerdas cuando una de las cámaras abovedadas se vino abajo?

—No —respondió ella con irritación—. No lo recuerdo. ¿Te acuerdas de la vez que Ann y Sax tuvieron aquella discusión tan sonada sobre la terraformación?

—No —contesto Michel con un suspiro—. No puedo decir que lo recuerdo.

Pasaron largo rato avanzando y retrocediendo en el tiempo de esa manera, y al fin tuvieron la sensación de haber vivido en Colinas Subterráneas distintas. Cuando ambos recordaban el mismo suceso se reían. Michel había advertido que los recuerdos de los Primeros Cien eran cada vez más escaso; y parecía que la mayoría de ellos recordaban mejor su infancia en la Tierra que sus primeros años en Marte. Todos guardaban memoria, desde luego, de los sucesos importantes y del curso general de la historia, pero los pequeños incidentes no eran recuerdos compartidos. La retención y recuperación de los recuerdos se convertiría en un gran problema clínico y teórico de la psicología, exarcebado por las longevidades sin precedentes. Michel se había mantenido informado sobre el tema, y aunque había abandonado la practica clínica hacia mucho aun preguntaba a sus viejos camaradas, como en una suerte de experimento informal, como lo hacia ahora con Maya. ¿Recuerdas esto, recuerdas aquello? No, no, no. ¿Qué recuerdas?

Lo mandona que era Nadia, dijo Maya, lo que hizo sonreír a Michel. El tacto de los suelos de bambú en los pies. ¿Y te acuerdas de la vez que les grito a los alquimistas? ¡Pues no!, contesto el. Continuaron, pero era como si las Colinas privadas en las que una vez habitaran hubieran sido universos separados, espacios de Riemann que se entrecruzaban únicamente en el plano del infinito, y ellos vagaran en el largo tramo de sus propios idiocosmos.

—Apenas recuerdo nada de todo aquello —declaro Maya al fin, sombría—. Todavía no puedo soportar pensar en John, ni tampoco en Frank. Trato de no hacerlo. Pero de repente algo desencadena el recuerdo y estoy perdida. ¡Son tan intensos como si hubiesen sucedido una hora antes! O como si estuviesen sucediendo de nuevo. —Tembló bajo las manos de Michel.— Los odio. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Desde luego.
Mémoire involuntaire.
Eso mismo me sucedió a mí cuando vivíamos en la Colina Subterránea. Así que no es cosa de la edad solamente.

—No. Es la vida. Es lo que no podemos olvidar. Casi no me atrevo a mirar a Kasei...

—Lo sé. Esos niños son extraños. Hiroko es extraña.

—Sí que lo es. ¿Pero fuiste feliz entonces, cuando te marchaste con ella?

—Sí. —Michel se esforzó por rememorar, que sin duda era el eslabón débil de la cadena...— Lo fui, desde luego. Tenía que admitir cosas que había tratado de suprimir en la Colina, que somos animales, que somos criaturas sexuales —dijo masajeándole los hombros con más fuerza.

—Yo no necesitaba recordar eso —dijo ella con una risa breve—. ¿E Hiroko te lo devolvió?

—Sí. Pero no sólo Hiroko. Evgenia, Rya... todas ellas. No directamente, vaya. Bueno, algunas veces directamente. Pero sólo para admitir que teníamos cuerpos, que éramos cuerpos. Trabajando juntos, viéndonos y tocándonos. Yo necesitaba aquello. Tenía verdaderas dificultades. Y ellas se las arreglaron para conectarlo con Marte además. Tú nunca pareciste tener problemas con eso tampoco, pero yo sí. Estaba enfermo. Hiroko me salvó. Para ella era una cuestión sensual extraer nuestro hogar y nuestro alimento de Marte. Algo así como hacer el amor con el planeta, o fecundarlo, o hacer las veces de partera. Un acto sensual, en cualquier caso. Fue eso lo que me salvó.

—Eso y sus cuerpos, el de Hiroko, el de Evgenia y el de Rya. —Lo miró por encima del hombro con una sonrisa picara y se echó a reír.— Apuesto a que eso lo recuerdas muy bien.

—Bastante bien.

Era mediodía, pero hacía el sur, sobre la larga garganta de Echus Chasma, el cielo estaba oscureciéndose.

—Quizás el viento esté llegando por fin —dijo Michel.

Las nubes coronaron el Gran Acantilado, una masa turbulenta de altos cumulonimbos, en cuyos vientres oscuros relumbraban los rayos, que caían sobre la cima del acantilado. El aire en el abismo era brumoso, y las tiendas de Kasei Vallis se definían con una nitidez sorprendente en esa bruma, como burbujas de aire transparente sobre los edificios y los árboles curiosamente inmóviles, como pisapapeles de cristal abandonados en el desierto ventoso. Eran poco más de las doce. Tendrían que esperar hasta que cayera la noche aunque llegasen los vientos. Maya se puso de pie y volvió a pasear de un lado a otro, irradiando energía, murmurando para sí en ruso, agachándose para mirar por las ventanas bajas. Las ráfagas embestían el rover, silbando y aullando sobre la roca quebrada al pie de la pequeña mesa a su espalda.

La impaciencia de Maya puso nervioso a Michel: era como estar encerrado con un animal salvaje. Se dejó caer pesadamente en uno de los asientos delanteros y contempló las nubes que se desplomaban desde el borde del Acantilado. La gravedad marciana permitía que los cúmulos se elevaran a gran altura en el cielo, y esas inmensas masas blancas en forma de yunque con la formidable pared del acantilado bajo ellas conferían una grandeza surrealista al mundo. Ellos eran como hormigas en ese paisaje, eran el pequeño pueblo rojo.

Sin duda intentarían el rescate esa noche; ya habían tenido que esperar demasiado. En una de sus incesantes vueltas, Maya volvió a detenerse detrás de Michel y empezó a masajearle los músculos entre el cuello y los hombros. Cada apretón envió intensas descargas sensitivas que bajaron por la espalda, los flancos y la cara interna de los muslos de Michel, que se dobló entre las manos de ella y se volvió en el asiento giratorio. La abrazó por la cintura y apoyó el oído contra su esternón. Maya siguió masajeándole los hombros, y él sintió que se le aceleraban el pulso y la respiración. Entonces Maya se inclinó y le besó la coronilla. Se abrazaron más estrechamente, Maya aún masajeándole los hombros. Permanecieron así mucho tiempo.

Después pasaron a la sala de estar e hicieron el amor. Llenos de aprensión como estaban, se entregaron con vehemencia. Sin duda la conversación sobre la Colina Subterránea lo había provocado: Michel recordó sus deseos ilícitos de Maya en esos años y enterró la cara en su cabello de plata, intentando fundirse con ella, alcanzar su interior. Como el animal felino que era, también ella empujó en un vigoroso intento de alcanzar el interior de Michel, y ese esfuerzo los arrebató por completo. Era bueno que estuviesen solos, libres para sumergirse sorprendidos en aquel rapto, para dejarse llevar por aquellas oleadas eléctricas.

Más tarde, Michel estaba tendido sobre Maya, aún dentro de ella, y Maya le tomó el rostro entre las manos y lo miró.

—En la Colina Subterránea yo te amaba —susurró él.

—En la Colina Subterránea —dijo ella despacio—, yo también te amaba. De veras. Nunca hice nada al respecto porque me habría sentido estúpida, ya sabes, después de lo de John y Frank. Pero te amaba. Por eso me sentí tan herida cuando te fuiste. Tú eras mi único amigo. Tú eras el único con el que yo podía hablar con franqueza. El único que me escuchaba de verdad.

Michel negó con la cabeza, recordando.

—No hice un buen trabajo, me parece.

—Quizá no. Pero te preocupabas por mí, ¿no? ¿O era sólo tu trabajo?

—¡Oh no! Yo te amaba, sí. Nunca era sólo trabajo contigo, Maya.

—Adulador —dijo ella, empujándolo—. Tú siempre hacías eso. Tratabas de dar la mejor interpretación a las cosas horribles que yo hacía.

—Soltó una risa breve.

—Sí. Pero no eran tan horribles.

—Lo eran. ¡Y entonces desapareciste! —Lo abofeteó con suavidad.—

¡Me abandonaste!

—Me marché, nada puede cambiar eso. Tuve que hacerlo.

Maya apretó los labios con amargura, y miró más allá de él, al abismo profundo de los años, deslizándose de nuevo hacia abajo en la curva sinusoide de sus estados de ánimo, hacia algo más profundo y oscuro, Michel la observó con una dulce resignación. Había sido feliz durante mucho tiempo, y esa expresión en la cara de ella le hizo comprender que si se quedaba con Maya cambiaría su felicidad —al menos esa felicidad particular— por ella. Su «optimismo por sistema» se convertiría en un esfuerzo, y tendría una nueva antinomia que reconciliar en su vida, tan irreconciliable como Provenza y Marte, que sería simplemente Maya y Maya.

Yacieron perdidos en sus pensamientos, mirando afuera y sintiendo el balanceo del rover. El viento seguía aumentando y el polvo se derramaba sobre Echus Chasma y luego por Kasei Vallis en un remedo fantasmal de la gran marea que había excavado el canal. Michel se obligó a observar las pantallas.

—Más de doscientos kilómetros por hora.

Maya gruñó. Los vientos eran más rápidos en el pasado, pero con la atmósfera mucho más densa esas velocidades eran engañosas; los vendavales del presente eran mucho más poderosos que los viejos, escandalosos pero inconsistentes.

Era evidente que entrarían esa noche, sólo tenían que esperar la señal de radio de Coyote. Volvieron a tumbarse juntos y esperaron, tensos y relajados a un tiempo, dándose masajes el uno al otro para pasar el tiempo y aliviar la tensión, Michel maravillándose de la gracia felina del cuerpo largo y musculoso de Maya, viejo por la edad, pero en muchos aspectos el mismo de siempre. Tan hermoso como siempre.

Al fin el crepúsculo manchó el aire brumoso y las nubes monumentales en el este, que ahora cubrían la pared del acantilado. Se levantaron y se lavaron con esponjas. Comieron algo, se vistieron y se sentaron en los asientos delanteros, y la tensión creció de nuevo cuando el sol de cuarzo desapareció y el crepúsculo tormentoso se apagó.

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