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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (68 page)

BOOK: Marte Verde
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En 2004 el CSN estaba acabado, y en 2005 empezó su preparación como astronauta en Huntsville, Alabama. Su matrimonio se rompió ese mismo año. En 2007 ya era astronauta, y rápidamente ocupó un cargo en la «administración de vuelo». Una de sus misiones espaciales más largas fueron las seis semanas que pasó en la estación espacial norteamericana con su camarada John Boone, ya entonces una estrella en ascenso. Chalmers se convirtió en director de la NASA en 2015, y nombraron a Boone capitán de la estación espacial. Chalmers y Boone defendieron el proyecto «Marte Apolo» ante el gobierno estadounidense, y después de que Boone aterrizase por primera vez en el planeta, en 2020, ambos formaron parte de los Primeros Cien y fueron a Marte en 2027.

Maya se quedo mirando los nítidos caracteres romanos. Los artículos decían que perdió el trabajo y el matrimonio en el mismo año. Habría que mirar con más detalle ese 2005. Después parecía bastante claro que se había encerrado en sí mismo. Eso era lo que significaba generalmente ser astronauta, en la NASA o en Glavkosmos tratando siempre de conseguir más tiempo en el espacio, metiéndose en la administración para conseguir el poder para hacerlo... La breve descripción de ese período de su vida concordaba con el Frank que ella había conocido. No, la clave estaba en la juventud, la niñez. Era difícil imaginar cómo sería Frank entonces.

Volvió al índice y recorrió la lista de material biográfico. Había un artículo titulado «Promesas rotas: Frank Chalmers y el Cuerpo de Servicio Nacional». Maya tecleó el código y el texto apareció en pantalla. Lo ojeó rápidamente, hasta que tropezó con su nombre.

Como muchas personas con problemas estructurales en su vida Chalmers afrontó sus años en Pensacola ocupando los días con una actividad incesante. Si no tenía tiempo para descansar, no tenía tiempo para pensar. Ésa había sido una estrategia eficaz para él desde sus tiempos en la escuela secundaria, cuando además de sus actividades académicas dedicaba veinte horas a la semana a un programa de alfabetización. Y en Boston sus múltiples ocupaciones académicas lo convirtieron, en palabras de un compañero de clase, en un «hombre invisible». Se sabe menos de ese período de su vida que de cualquier otro. Parece ser que vivió en su coche durante el primer invierno en Boston, usando los aseos del gimnasio del campus. Sólo después de que se confirmara
su
transferencia al MIT se tiene una dirección de él...

Maya apretó la tecla de avance rápido.

La costa de Florida era una de las zonas más deprimidas de la nación en los comienzos del siglo XXI, la inmigración caribeña, el cierre de la base militar local y el paso del huracán
Dale
se sumaron para causar una gran miseria. «Te sentías como si estuvieses trabajando en África», declaró un voluntario del Cuerpo de Servicio Nacional. En los tres años que pasó allí tenemos una visión de Chalmers como criatura social, ya que consiguió fondos de ayuda federal para desarrollar el programa de empleo que tuvo un gran impacto en la zona, ayudando a los miles de personas que vivían en refugios provisión antes del paso del Dale. Los programas de formación enseñaron a la gente a construirse sus viviendas, a la vez que adquirían conocimientos que utilizar en cualquier lugar. Los programas fueron muy populares entre los beneficiados, pero la industria de desarrollo local se opuso a ellos. Chalmers fue, por tanto, una figura controvertida, y en los primeros años del nuevo siglo aparece a menudo en los medios de comunicación locales defendiendo con entusiasmo el programa y mostrándolo como parte de un esfuerzo popular de acción social. En el artículo para el
Walton Beach Journal
escribía: «La solución evidente es concentrar todas nuestras energías en el problema y trabajar de manera sistemática. Es necesario construir escuelas para que nuestros hijos aprendan a leer y enviarlos a la universidad para que se conviertan en médicos que nos curen y abogados que nos defiendan, y así el resultado será equitativo. Tenemos que ser autosuficientes». Gracias a los resultados en Pensacola y Fort Walton Beach, el CSN consiguió más fondos de Washington y de las corporaciones participantes. En su momento álgido, en 2004, el CSN de la costa de Pensacola daba empleo a 20,000 personas, y fue uno de los principales factores responsables de lo que se dio en llamar «el renacimiento del Golfo». El matrimonio de Chalmers con Priscrilla Jones, vástago de una de las viejas familias adineradas de Panamá City, simbolizo la nueva síntesis de pobreza y privilegio en Florida, y los dos fueron una pareja notable en la sociedad de la Costa del Golfo durante casi dos años.

Las elecciones de 2004 marcaron el fin de este período. La repentina cancelación del CSN fue uno de los primeros actos de la nueva administración. Chalmers pasó dos meses en Washington testificando ante comités de la Cámara y el Senado, tratando de que se aprobara un proyecto de ley que relanzase el programa. El proyecto se aprobó, pero los dos senadores demócratas de Florida y un congresista de Pensacola no dieron su apoyo, y el Congreso no pudo anular el veto ejecutivo. El CSN «amenazaba a algunos sectores del mercado», declaró la nueva administración, y ése fue el fin. La acusación y posterior condena de diecinueve congresistas (incluyendo el diputado por Pensacola) por irregularidades en las concesiones de las obras ocurrió ocho años después, y para entonces el CSN estaba muerto y enterrado, y sus veteranos, diseminados.

Para Frank Chalmers aquél fue un momento decisivo. Se refugió en un aislamiento del que en muchos aspectos nunca salió. El matrimonio no sobrevivió al traslado a Huntsville, y Priscilla volvió a casarse poco después, con un amigo de la familia que conocía desde la aparición de Chalmers. En Washington, Chalmers llevó una vida austera en la que la NASA parece ser su único interés. Fue famoso por su jornada laboral de dieciocho horas y por su contribución a la fortuna de la NASA. Esos éxitos hicieron a Chalmers famoso, pero nadie en la NASA o en Washington declaró conocerlo bien. Su obsesiva hiperactividad sirvió de nuevo como máscara, y con ella el idealista trabajador social de la costa del Golfo desapareció para siempre.

Un alboroto en la parte delantera del vagón le hizo levantar la mirada. Los japoneses estaban de pie, bajando el equipaje. Eran sin duda nativos de Burroughs: la mayoría casi alcanzaban los dos metros, muchachos aborregados con sonrisas llenas de dientes y pelo negro uniforme y brillante. Ya fuese por la gravedad o la dieta, o por otro motivo, los nacidos en Marte eran muy altos. El grupo de japoneses le recordó a Maya los ectógenos de Zigoto, esos chicos extraños que habían crecido como malas hierbas. Y ahora, tras la desaparición de aquel pequeño mundo, condenado a desaparecer como todos los que lo precedieron, se habían dispersado por el planeta.

Maya hizo una mueca, y activó impulsivamente el avance rápido hasta llegar a las fotografías del artículo. Allí encontró una imagen de Frank a los veintitrés años, al principio de su carrera con el CSN: un muchacho de cabello oscuro con una sonrisa inteligente y segura, que miraba al mundo como si estuviese a punto de comunicarle algo que éste no sabía. ¡Era tan joven! Tan joven y tan confiado. A primera vista Maya pensó que era la inocencia de la juventud lo que lo hacía parecer tan confiado; pero en realidad la cara de Frank no tenía nada de inocente. Él no había tenido una infancia inocente. Pero era un luchador, y había encontrado un método, y estaba venciendo. Un poder que nadie podría contrarrestar o eso parecía sugerir la sonrisa.

Pero si pateas al mundo, te rompes el pie, como decían en Kamchatka.

El tren redujo su marcha y se detuvo con suavidad. Estaban en la Estación Fournier, donde el ramal de Sabishii se unía a la pista principal Burroughs-Hellas.

Los japoneses de Burroughs salieron en fila, y Maya apago el atril y los siguió. La estación era sólo una tienda pequeña al sur del Cráter Fournier. El interior era simple, una cúpula en forma de T. Docenas de personas caminaban por los tres niveles del edificio, en grupos o solos, la mayoría con monos de trabajo corrientes, pero muchos con trajes de ejecutivo o uniformes metanacionales, o con ropa informal, que esos días consistía en pantalones holgados, blusas y mocasines.

Le alarmó ver a tanta gente, y se apresuró para dejar atrás los quioscos y los cafés abarrotados frente a las vías. Nadie miró a aquel andrógino calvo y marchito. Sintiendo la brisa en la calva, se puso en la cola para tomar el próximo tren al sur, con la fotografía del libro en la cabeza. ¿Alguna vez habían sido tan jóvenes?

A la una en punto el tren llegó desde el norte. Los guardias de seguridad salieron de una sala contigua a los cafés, y bajo su mirada aburrida, ella pasó la muñeca por un verificador portátil y subió al tren. Un nuevo procedimiento, y sencillo; pero mientras encontraba un asiento, su corazón empezó a latir con violencia. Los sabishianos, con ayuda de los suizos, habían derrotado al nuevo sistema de seguridad de la Autoridad Transitoria, pero no obstante tenía motivos para temer: ella era Maya Toitovna, una de las mujeres más famosas de la historia, uno de los criminales más buscados de Marte, y los pasajeros sentados la miraban mientras avanzaba por el pasillo, desnuda bajo un mono azul de algodón. Desnuda pero invisible a causa de su fealdad. Y lo cierto era que al menos la mitad de los ocupantes del vagón parecían tan viejos como ella, veteranos de Marte con aspecto de setentones pero que podían tener el doble de esa edad, arrugados, canosos, calvos, irradiados y con gafas, diseminados entre los jóvenes nativos altos y frescos como hojas de otoño entre árboles perennes. Y entre ellos alguien que parecía Spencer. Mientras arrojaba la bolsa al estante miró tres asientos más allá. La calva del hombre no le decía nada, pero estaba casi segura de que era él. Mala suerte. Por regla general, los Primeros Cien (los Primeros Treinta y nueve) procuraban no viajar juntos. Pero siempre existía la posibilidad de que la casualidad les jugara una mala pasada.

Se sentó junto a una ventanilla, preguntándose que estaría haciendo Spencer. Lo ultimo que había oído era que el y Sax habían formado un equipo tecnológico en Visniac para unas investigaciones sobre armamento de las que nadie sabia nada; eso había dicho Vlad. De modo que Spencer formaba parte del equipo de ecotaje, al menos hasta cierto punto. No parecía muy propio de el, y Maya se pregunto si no habría sido Spencer la influencia moderadora que se había advertido últimamente en las actividades de Sax. ¿Se dirigía a Hellas o a los refugios del sur? Bien, no lo averiguaría hasta que llegaran a Hellas, pues el protocolo era ignorarse hasta que estuviesen en privado.

De modo que ignoro a Spencer, si es que era él, e ignoró a los pasajeros que seguían entrando en el vagón. El asiento contiguo continuó vacío. Frente a ella había dos hombres cincuentones de traje y aspecto de emigrantes y que al parecer viajaban con el mismo aspecto sentados delante de Maya al otro lado del pasillo. El tren salió de la estación. Los hombres hablaban sobre el juego: «¡La envió a una milla! ¡Tuvo suerte de encontrarla!» Golf, por lo visto. Norteamericanos seguramente. Ejecutivos de una metanacional que iban a visitar algo en Hellas. Maya sacó el atril y se puso los auriculares. Pidió el
Novy Frayda
y miró las diminutas imágenes procedentes de Moscú. Resultaba difícil concentrarse en las voces, que la adormecían.

El tren volaba hacia el sur. El locutor deploraba el conflicto creciente entre Armscor y Subarashii por los términos del plan de desarrollo de Siberia. Lágrimas de cocodrilo en realidad, porque el gobierno ruso llevaba años esperando la ocasión de enfrentar a los dos gigantes entre sí para poder sacar a subasta los campos petrolíferos siberianos en vez de tratar con una metanacional que dictaría todas las condiciones. Aquella desavenencia entre las dos metanacionales sorprendió a Maya. No esperaba que esa situación se prolongara: a las metanacionales les convenía seguir unidas para repartirse los recursos disponibles sin necesidad de disputárselos. Si se enfrentaban, el frágil equilibrio de poder podía derrumbarse sobre ellas, una posibilidad de la que sin duda estaban al corriente.

Recostó la cabeza en el respaldo, somnolienta, y contempló el paisaje fugitivo por la ventana. Ahora estaban bajando hacia el Sumidero lapygia y disfrutaban de una extensa vista hacia el sudoeste. Parecía la frontera entre taiga y tundra en Siberia, tal como la describían los noticiarios que acababa de ver: una inmensa pendiente quebrada y revuelta de hielo y nieve en la que asomaban la roca manchada de liquen y amorfos montículos de musgos color oliva y caqui, los cactus coral y los árboles enanos ocupando cada hueco disponible. Los pingos punteaban el suelo llano de un valle bajo como un repugnante sarpullido untado con alguna pomada. Maya se adormeció un rato.

La imagen del Frank de veintitrés años la despertó bruscamente. Meditó en lo que había leído, tratando de unir las piezas. El padre; ¿qué le había hecho unirse a Alcohólicos Anónimos tres veces, para rendirse dos (o tres) veces? Había algo raro. Y despues, como una respuesta a eso, la adicción al trabajo que concordaba con el Frank que había conocido, aunque debajo fuese idealista, impropio de él. La justicia social no era en lo que el Frank que había conocido creyera. Era un pésimo político, trabajando siempre en la retaguardia para evitar protegerse de lo peor. Toda una carrera limitando los daños, ganando prestigio personal. Sin duda era verdad. Aunque Maya creía que él siempre había ansiado el poder para limitar más los daños. Pero nadie podía separar el poder de sus motivos si se confundían como el musgo y la roca. El poder tenía múltiples facetas.

Si solo Frank no hubiese matado a John... Miró el atril, lo activó, tecleó el nombre de John. La bibliografía era interminable. Lo probó:

5.146 entradas. Y era sólo una lista seleccionada. A Frank le habían dedicado unos centenares como mucho. Pidió el índice y buscó «Muerte de».

¡Docenas, cientos de entradas! Sintiendo frío, pero a la vez sudorosa, Maya recorrió la lista rápidamente. La conexión de Berna, la Hermandad Musulmana, Marteprimero, UNOMA. Frank, ella misma, Helmut Bronski, Sax, Samantha. Sólo por los títulos, supo que se habían propuesto toda clase de conexiones y teorías sobre su muerte. Por supuesto. La teoría de la conspiración gozaba de gran popularidad, como siempre. La gente quería que esas catástrofes significasen algo mas que la locura individual, y así la caza continuaba.

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