Authors: David Brin
—Muy gráfico. En cambio, la Humanidad aplicó inmensos recursos para conseguir que la sección terrestre de la Biblioteca pudiera expresarse en ánglico coloquial, alquilando los servicios de los tymbrimi, kanten y otros como asesores. Pero aún existen problemas, ¿no cree?
Gillian se frotó los ojos. Aquello no iba a ninguna parte. ¿Por qué Tom imaginó que aquella máquina sarcástica sería de alguna utilidad? Cada vez que ella quería obtener una respuesta sencilla, la Niss sólo planteaba preguntas.
—¡El problema de la lengua ha sido su excusa desde hace dos siglos! —dijo Gillian—.
¿Cuánto tiempo más van a estar utilizándola? ¡Desde el Contacto, hemos estado estudiando el lenguaje como no había sido estudiado en millones de años! Hemos abordado las complejidades de las lenguas de los «lobeznos», como el ánglico, el japonés, el inglés, y hemos enseñado a hablar a los chimps y a los delfines. Hemos hecho incluso algunos progresos en la comunicación con esas extrañas criaturas, ¡los salarianos del Sol Terrestre!
»Sin embargo, el Instituto de la Biblioteca todavía dice que nuestro idioma tiene la culpa de todas esas horribles correlaciones, de esas chapuceras traducciones de archivos. ¡Demonios! Tom y yo podemos hablar cuatro o cinco lenguas galácticas cada uno. Las diferencias de lenguaje no son el problema. ¡Hay algo sospechoso en los datos que nos han facilitado!
Por una vez, la Niss zumbó en silencio. Las motas centelleantes se fusionaron y separaron como dos fluidos que no pudieran mezclarse, combinándose y goteando por separado.
—Doctora Baskin, ¿no acaba usted de exponer la razón principal por la que naves como ésta recorren el espacio a la caza de discrepancias en los archivos de la Biblioteca?
Y la finalidad de mi existencia, ¿no es intentar coger a la Biblioteca en una mentira, intentar descubrir por qué las más poderosas razas tutoras han «cargado los dados», como dicen ustedes, contra sofontes más jóvenes, como hombres y tymbrimi?
—Entonces, ¿por qué no me ayudas?
El corazón de Gillian latía con fuerza. Se agarró al borde de la mesa y sintió de pronto que la frustración había estado a punto de vencerla.
—¿Por qué estoy tan fascinada por el modo humano de ver las cosas, doctora Baskin?
—preguntó la Niss, con una voz casi simpática—. Mis Maestros tymbrimi son de una habilidad fuera de lo común. Su facultad de adaptación les permite sobrevivir en una peligrosa galaxia. Sin embargo, también ellos están atrapados por el modo de pensar de los galácticos. Ustedes los terrestres, desde una nueva perspectiva, pueden ver lo que ellos no pueden.
»La escala de conductas y creencias entre los respiradores de oxígeno es amplia, aunque la experiencia del nombre es, en la práctica, única. Las razas pupilas cuidadosamente elevadas nunca sufrirán por los errores cometidos por las naciones humanas anteriores al Contacto. Esos errores les han hecho a ustedes diferentes.
Gillian sabía que aquello era totalmente cierto. Los nombres y mujeres primitivos habían intentado realizar, idioteces asombrosas, estupideces que las especies conscientes de las leyes de la naturaleza nunca habrían considerado. Durante los siglos salvajes se fomentaron desesperadas supersticiones. Se ensayaron formas de gobierno, intrigas y filosofías, que luego fueron abandonadas. Era casi como si la Tierra Huérfana hubiera sido un laboratorio planetario sobre el que se desarrollaron experimentos absurdos y extraños.
Por ilógicas y vergonzosas que parecieran al ser contempladas retrospectivamente, aquellas experiencias enriquecieron al hombre moderno. Pocas razas habían cometido tantos errores en tan poco tiempo, o buscado tantas soluciones para problemas sin solución.
Los artistas terrestres fueron requeridos por muchos ETs que se aburrían, y les pagaban bien por narrar historias que ningún galáctico hubiera podido imaginar. Los tymbrimi disfrutaban en especial con las novelas fantásticas humanas, llenas de dragones, ogros y magia; cuantos más, mejor. Los creían terriblemente grotescos y vividos.
—No me desanimo cuando se siente frustrada por la Biblioteca —dijo la Niss—. ¡Me alegro! ¡Yo aprendo de su frustración! Se cuestiona usted cosas que todas las sociedades galácticas dan por sentadas.
»Estoy aquí para ayudarle, pero eso es algo secundario, señora Orley. En primer lugar, estoy aquí para verla sufrir.
Gillian parpadeó. Aquella utilización por parte de la máquina de un antiguo título honorífico no podía ser gratuita, como tampoco lo era su descarado intento de irritarla.
Gillian siguió sentada y controló una oleada de emociones contradictorias.
—Esto no conduce a nada —espetó—. Y me está volviendo loca. Me siento aprisionada.
La Niss brilló, sin comentarios. Gillian observó la danza giratoria de las motas.
—Me estás sugiriendo que dejemos esto para otro rato, ¿no es cierto? —dijo por último.
—Quizá. Tanto los tymbrimi como los humanos poseen un yo preconsciente. Tal vez deberíamos dejar que estas cosas reposaran en la oscuridad durante un tiempo, y que nuestra parte oculta reflexione sobre ello.
—Voy a pedirle a Creideiki que me envíe a la isla de Hikahi —dijo Gillian, asintiendo con la cabeza—. Los aborígenes son importantes. Después de nuestra evasión, creo que son lo más importante.
—Una opinión normal y moral según el punto de vista galáctico, y por tanto de muy poco interés para mí.
La Niss parecía ahora aburrida. El centelleante visor se fundió en oscuros diseños de líneas giratorias que se arremolinaron antes de converger en un punto minúsculo y desaparecer.
Gillian creyó oír un débil ruido cuando la Niss se apagó.
Encontró a Creideiki en la línea y el comandante parpadeó con incredulidad.
—Gillian, ¿está su psi haciendo horas extras? ¡Ahora mismo la estaba llamando!
—¿Tiene noticias de Tom? —preguntó ella, levantándose de su asiento.
—Sssí. Está bien. Me ha pedido que la envíe en una misión. ¿Puede bajar aquí de inmediato?
—Ya estoy en camino, Creideiki. Cerró la puerta de su laboratorio y se precipitó hacia el puente.
Beie Chohooan sólo pudo resoplar sorprendida ante la magnitud de la batalla. ¿Cómo habían conseguido los fanáticos reunir tantos efectivos en tan poco tiempo?
La pequeña patrullera synthiana navegaba bajo la antigua y rocosa corriente dejada por un cometa desaparecido hacía ya mucho tiempo. El sistema de Kthsemenee ardía en brillantes destellos. En sus pantallas, Beie contemplaba las flotas de guerra que se fundían en amasijos giratorios a su alrededor desgarrando, matando y separándose de nuevo. Las alianzas se formaban y se disolvían a medida que los contendientes parecían adquirir alguna ventaja. Violando los códigos del Instituto para la Guerra Civilizada, no se daba ningún cuartel.
Beie era una experimentada espía al servicio del Enclave Synthian, pero nunca había visto algo como aquello.
—Estuve como observadora en Paklatuthl, cuando los pupilos de los J'81eK rompieron su contrato de aprendizaje en el campo de batalla. Presencié cómo la Alianza Obediente se enfrentaba a los Abdicadores en una guerra ritual. ¡Pero nunca había visto una matanza tan insensata! ¿Es que no tienen dignidad? ¿Ningún aprecio por el arte de la guerra?
Mientras observaba, Beie pudo ver incluso cómo la más fuerte de las alianzas se rompía con una salvaje traición, cayendo un flanco sobre el otro.
—Fanáticos impíos —murmuró Beie con un resoplido de disgusto.
Se oyeron unos gorjeos procedentes de un anaquel situado a su izquierda. Una fila de pequeños ojos rosados bajaron la mirada hacia ella.
—¿Cuál de vosotros ha dicho eso?
Miró con ferocidad a los pequeños wazoon que la observaban fijamente desde cada una de las escotillas de sus diminutas esferas-espía. Los ojos parpadearon. Los wazoon, parecidos a los tarsio, piaron divertidos, pero ninguno respondió directamente.
—Bueno, desde luego tenéis razón —reconoció Beie—. Los fanáticos cuentan con su rapidez de acción. Ellos no se detienen para reflexionar, sino que se lanzan de cabeza, mientras nosotros, más moderados, meditamos antes de actuar.
Sobre todo los siempre precavidos synthianos, pensó. Se supone que los terrestres son nuestros aliados y, aunque hablemos y reflexionemos tímidamente, protestamos ante los inoperantes Institutos, enviamos patrulleras de las que podemos prescindir para espiar a los fanáticos.
Los wazoon piaron una advertencia.
—¡Ya lo sé! —les espetó—. ¿Creéis que no conozco mi trabajo? Hay una sonda de observación frente a nosotros, de acuerdo. ¡Que uno de vosotros vaya a ocuparse de ella y no me molestéis más! ¿No veis que estoy muy ocupada?
Los ojos parpadearon hacia ella. Un par desapareció cuando el wazoon se escabulló al interior de su pequeña nave y cerró la escotilla. En seguida, una ligera sacudida recorrió la patrullera en el momento en que la sonda se separó.
Buena suerte, pequeño wazoon, pupilo fiel, pensó Beie. Fingiendo indiferencia, observó cómo frente a ella la minúscula sonda danzaba a hurtadillas entre los asteroides, hacia la sonda de observación que yacía en su ruta.
Una patrullera de la que se puede prescindir, pensó con amargura. Los tymbrimi están luchando por sus vidas. La Tierra está sitiada, la mitad de sus colonias han sido conquistadas, y no obstante nosotros, los synthianos, esperamos y miramos, miramos y esperamos, enviando sólo a mi equipo y a mí para observar.
Una pequeña llama ardió de repente, proyectando espantosas sombras entre el campo de asteroides. Los wazoon dejaron escapar un sordo gemido de pena, acallado rápidamente cuando Beie miró hacia ellos.
—No me ocultéis vuestros sentimientos, mis valientes wazoon —murmuró ella—. Sois pupilos y valientes guerreros, no esclavos. Llorad por vuestro compañero, que ha muerto por nuestro bien.
Pensó en su propio pueblo, tan tranquilo, tan prudente, en cuyo seno siempre se había sentido como una extranjera.
—¡Sentid! —insistió, sorprendida por su propia vehemencia—. No hay vergüenza en el dolor, mis pequeños wazoon. ¡En eso podréis ser superiores a vuestra raza tutora, cuando hayáis crecido y seáis independientes!
Beie pilotaba cada vez más cerca del mundo acuático, mientras la batalla se recrudecía, sintiéndose más semejante a sus pequeños cantaradas pupilos que a su propia raza tan precavida.
Thomas Orley contemplaba su tesoro: una cosa que había buscado durante doce años.
En apariencia estaba intacto, el primero de su especie que caía en manos humanas.
Sólo dos veces en los últimos doscientos años, una microsección de la Biblioteca proyectada para otras razas había caído en manos de tripulaciones humanas, tras vencer algunas naves en una escaramuza. En ambos casos, los registros de memoria estaban dañados. Intentaron estudiarlas, pero una equivocación o cualquier otra causa provocó la autodestrucción de las semi-inteligentes máquinas.
Ésta era la primera que salía intacta de una nave de guerra de una de las poderosas razas tutoras galácticas. Y la primera conseguida desde que cierta máquina tymbrimi se unió a esta búsqueda clandestina.
El aparato era una caja beige, de aproximadamente tres metros de alto por dos de largo y uno de profundidad con portillas de acceso óptico poco complicadas. A media altura en uno de sus lados, se encontraba la espiral de radios, símbolo de la Biblioteca.
Estaba amarrada en un trineo de carga junto con el resto del botín, que incluía tres bobinas de probabilidad, indemnes e irremplazables. Hannes Suessi regresaría al Streaker, protegiendo aquello como una oca que cuida de sus huevos. Sólo volvería cuando lo viera a salvo en manos de Emerson d'Anite.
Tom escribió sus instrucciones de ruta en una tablilla de cera. Con un poco de suerte, los tripulantes que regresaban al Streaker podrían entregar la unidad de microsección a Creideiki o a Gillian sin llamar la atención. Adhirió la hoja de navegación de forma que cubriera el glifo de la Biblioteca.
No era que su interés por la captura de una microsección fuese precisamente un secreto. Los tripulantes allí presentes le habían ayudado a sacarla de la nave thenania.
Pero cuantos menos conocieran los detalles, mejor. Sobre todo en el caso de que fueran capturados. Si seguían sus instrucciones, la unidad podría ser conectada a la red de comunicación dentro de su propia cabina, ya que tenía la apariencia de una pantalla normal.
Pensó que la Niss quedaría impresionada. A Tom le habría gustado estar allí cuando la máquina tymbrimi descubriera de repente los accesos que le proporcionaba. Aquella cosa presumida probablemente se quedaría sin habla durante más de medio día.
Sin embargo, Tom esperaba que no se quedara demasiado asombrada. Deseaba obtener algo lo antes posible.
Suessi aún dormía, atado con correas a los preciosos objetos conseguidos. Tom se aseguró de que sus instrucciones estuvieran bien sujetas. Luego nadó hacia la cornisa desde la que se dominaba la naufragada aeronave alienígena.
Alrededor de la mole, nadaban neofines tomando medidas precisas desde el exterior y el interior. A una palabra de Creideiki, se harían explotar las cargas; y se iniciaría un proceso que convertiría a la gigantesca nave de combate en una cascara sin contenido.
En aquellos momentos, el mensajero que habían enviado con el informe inicial debía haber alcanzado ya el Streaker, y un trineo estaría ahora dirigiéndose hacia allí por el atajo que habían descubierto, con un mono-filamento de la línea de intercomunicación desde casa. Debería cruzarse con el trineo de carga a mitad de camino.
Todo ello suponiendo que la «casa» aún estuviera allí. Tom pensaba que la batalla continuaba en plena acción por encima de Kithrup. Una guerra espacial era una cosa lenta, especialmente cuando intervenían galácticos con estrategias a largo plazo. Aquello podía durar todavía un año o dos, aunque lo dudaba. Tal cantidad de tiempo permitiría la llegada de refuerzos y la convertiría en una guerra de desgaste. Era poco probable que las alianzas de fanáticos permitieran que las cosas evolucionaran a ese ritmo.
De cualquier modo, la tripulación del Streaker debía actuar como si la guerra fuera a terminar de un día para otro. Mientras la confusión reinase allí arriba, podrían tener alguna oportunidad.
Tom examinó de nuevo su plan y llegó a las mismas conclusiones. No tenía otra elección.